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»¡No se alejen de Dios! ¡Vuelvan a Dios! En Él encontrarán consuelo para la soledad, y podrán comprender y percibir las pautas de que les hablaba antes. Y se darán cuenta de que la existencia individual y personal es parte vital de esas pautas. Sólo así podrán seguir adelante, no de forma caótica, sino dentro de una fase más adelantada de la historia de nuestra raza en su incesante búsqueda de la verdad y de la bondad de Dios, no de nuestra verdad ni nuestra bondad.

Empezó a caminar, lo cual dificultaba el trabajo de los cámaras, del personal de la sala de control, que no podían prever sus movimientos. Pero él ni siquiera se dio cuenta de ello.

– Nosotros no somos hijos de Dios, salvo en un sentido puramente figurativo, porque nos pertenecemos a nosotros mismos. Dios no nos dio sus leyes, sino la posibilidad de dictar las nuestras. Y lo único que Dios espera de nosotros es que tengamos la paciencia y la fortaleza necesaria para vencer todos los obstáculos que, no Él, sino nosotros mismos, hemos colocado a nuestro alrededor. ¡Ése no es el mundo de Dios! ¡Es nuestro mundo! Él nos lo ha dado. Yo me resisto a creer que Dios tenga sentido de la propiedad. Somos nosotros los que hemos convertido al mundo en lo que es. Y, en este sentido, merece tan poca culpa como alabanzas. Me reconforta pensar que cuando morimos esa parte de nuestro ser vuelve a Dios, no necesariamente como la entidad que denominamos «yo», sino como la parte de Dios, que ya está en nosotros, el espíritu solitario. Pero eso es algo que yo no puedo saber con certeza. Simplemente creo que dentro de mí hay una pequeña gota de Dios, que me alimenta y me mantiene en la lucha. Decididamente, lo único que sé con certeza es que estoy aquí, en este mundo construido por mí y por mis semejantes y por todos nuestros antepasados. Este es el mundo, en cuya creación he participado, y que, por lo tanto, es responsabilidad mía y de todos los hombres.

– ¡El libro! -exclamó Bob Smith, fascinado pero molesto, por la forma en que ese individuo le había sacado la dirección del programa de las manos.

El doctor Christian se detuvo para mirar a Bob Smith, con los ojos llameantes, las aletas de la nariz dilatadas y una expresión, que, bajo el maquillaje, parecía una máscara irreal.

El comentario le había hecho volver a la realidad, al lugar en el que se encontraba y a lo que se suponía que estaba haciendo allí.

– El libro -repitió, perplejo, como si se hubiera olvidado de su existencia. Se paró, pensativo-. ¡El libro! ¡Sí, el libro! Lo titulé La Maldición Divina, porque esas palabras forman parte de la frase crucial de un poema de Elizabeth Barret Browning, que me gusta muchísimo. Es bíblico, porque se refiere a la separación del Hombre y de Dios, cuando el nombre fue arrojado del Jardín del Edén, con la maldición de Dios resonando en sus oídos. Dios maldijo al hombre, ofreciéndole la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, con la necesidad de alimentar a sus hijos con sudores y trabajo, de ganarse el pan con el sudor de su frente, y con el ciclo de la vida y la muerte. El poema, en sí mismo, parece un himno al trabajo: «Conseguid permiso para trabajar…, porque Dios, al maldecirnos, nos entrega dones mejores que los hombres cuando nos bendicen.»

»En mi opinión -siguió diciendo, sin la menor disculpa en su tono de voz-, todo el mito, la leyenda y la arcaica teología, incluyendo el Génesis, no son más que una alegoría y, originalmente, sus autores tejían la intención de que fuera interpretado como tal. Para mí, cuando Dios nos maldijo, nos entregó el don de nosotros mismos. Nos entregó la responsabilidad de nuestros destinos, colectivos e individuales. Y, como hubiera hecho cualquier buen padre, nos echó a patadas de su nido para que trazáramos nuestro propio camino en nuestro segmento infinitesimal de cielo.

»El advenimiento de la raza humana y el poder de raciocinio del hombre se remontan a muchos siglos atrás y desde entonces hasta ahora deben haber transcurrido muchas eras glaciares Los milenios se han sucedido en interminable progresión aunque nosotros sólo conocemos los últimos cinco en profundidad. Y ahora nos encontramos en los albores de un nuevo milenio, y nos enfrentamos a los mismos problemas de siempre y a algunos nuevos. Existen el mal y el bien, que son conceptos que no cambian. Pero si antes el trabajo era el destino de todos los hombres, ahora se está convirtiendo en un lujo casi aristocrático. Actualmente, a la mayoría de los hombres se les paga para que no trabajen. Y uno de nuestros mayores dolores es que debemos condensar todas nuestras necesidades de inmortalidad en el único hijo por familia que podemos tener, exceptuando a los afortunados ganadores de la lotería de la OSH y ellos, aun así, también tienen sus propios dolores.

Algunos se removieron en sus asientos al oír las palabras de comprensión que expresaba el doctor Christian hacia los padres de dos hijos. Bob Smith tenía dos hijos y gustosamente hubiera renunciado al segundo, de haber podido imaginar las repercusiones que tuvo su llegada. De repente, sintió un arranque de simpatía por ese extraño y aterrorizante hombre. Y empezó a perdonarle incluso que le hubiera usurpado la dirección del programa.

– La neurosis del milenio es la pérdida de esperanza en el futuro y de fe presente. Consiste en una perpetua sensación de inutilidad y de falta de propósitos. Es una furia sorda e improductiva, que se vuelve contra sí misma. Es una represión, que a veces llega al extremo del suicidio. Es la apatía. Es no creer en nada, ni en Dios, ni en nuestro país ni en nosotros mismos. Actualmente, el norteamericano medio tiene más de cuarenta años y todavía puede mirar hacia atrás y recordar tiempos mejores, en los que protestábamos por restricciones de nuestra libertad que, en comparación con las actuales, resultan tan insignificantes, que todos daríamos cualquier cosa por poder volver hacia atrás las manecillas del reloj del tiempo. Por lo tanto la neurosis del milenio no sólo es la pérdida de esperanza en el presente y en el futuro, sino que implica además el amor al pasado. Porque nadie, en el fondo de su corazón, desea vivir este presente.

– Entonces, ya que no tenemos otra elección y debemos vivir en el presente, ¿por qué no nos sugiere algunas soluciones? -pidió Manning Croft.

El doctor Christian le miró con aire severo, pero agradecido de que alguien le recordara el propósito de ese discurso. Contestó en voz baja, con fuerza, pero con mucha ternura.

– Ante todo, recurran a Dios y comprendan que cuanto más fuerte sea un ser humano frente a la adversidad, más rica será su vida, más feliz será, más crecerá su espíritu o la parte de Dios que hay en él y más fácil le resultará enfrentarse a la muerte. Si aprenden a tener las manos y la mente ocupadas, les será más soportable la pena. Aprendan a disfrutar de la belleza del mundo que les rodea, de los libros que leen, de los cuadros que contemplan, de la casa en que viven, de su calle y de la ciudad que habitan. Cultiven toda clase de seres vivos, no para remplazar a los hijos que no pueden temer sino para mantener al cerebro, a los ojos y a la piel en constante contacto con la aventura del crecimiento y de la vida. Y acepten al mundo tal como es, mientras nos esforzamos entre todos por convertirlo en un lugar más agradable. ¡No teman al frío! La raza humana es más fuerte que el frío, y seguirá estando aquí cuando el sol vuelva a calentar a la tierra.

– Doctor Christian, ¿cree usted que todo lo que padecemos en este momento es realmente necesario? -preguntó Bob Smith.