En la sala verde, la doctora Judith Carriol se reclinó contra el sillón, lanzando un voluptuoso suspiro de placer. Su hombre había pasado la prueba con todos los honores y ya no habría más problemas. ¡Lo conseguiría! Entregaría a todos los hombres, mujeres y niños de ese país algo sólido a qué agarrarse, algo que les permitiera salir de su ensimismamiento. Sentía una feliz sensación de alivio, no porque hubiera dudado de él, pero ella era escéptica con respecto a todo, incluyendo a Dios. En eso discrepaba con Joshua. Ése era el punto de partida, el despegue. ¡Qué palabra tan interesante! ¿Despegue? Le sugería algo para el futuro, algo absolutamente gigantesco, cósmico, astronómico, tanto en su parte teórica como en su ejecución. Esa noche con Bob Smith no era el despegue, sino una puesta a punto. El despegue sería una acción en el futuro, una explosión que pondría fin a todas las explosiones. No podía permitir que los avances del doctor Christian se desperdiciaran en una serie de programas, en los que se repetirían esos fuegos de artificio verbales de esa noche, como «El Show de Dan Connors», «La Hora de Marlene Feldman», «Ciudad Norteña» y el resto. Pero, probablemente no le quedaría otro remedio que seguir ese camino. De todas maneras intentaría prolongar al máximo el impacto de esa primera noche.
– Señor Presidente, decididamente, eligió usted al hombre adecuado -dijo afablemente Harold Magnus.
– ¿Que yo le elegí? ¡Vamos, Harold! Atribuya el mérito a quien lo merece, que a usted le sobra talla para hacerlo -exclamó el Presidente-. En primer lugar, fue usted quien la trajo hasta aquí y fue usted quien llamó mi atención sobre el proyecto que ella denominaba Operación de Búsqueda. Luego le proporcionó el dinero, el personal y el equipo necesario para llegar a la Operación Mesías; de modo que, en cierta manera, ese mérito es suyo. Pero ese proyecto es hijo de la doctora Carriol y de nadie más.
– Sí -accedió el ministro, que ese día estaba de buen humor y dispuesto a ser magnánimo-. Debo admitir que Judith Carriol no es ninguna tonta. Pero, ¡por Dios, cómo me aterroriza esa mujer!
El Presidente se volvió para mirarle.
– ¿Dice usted que le aterroriza?
– Hasta la muerte. Es la mujer con más sangre fría que hay en el mundo.
– ¡Qué curioso! En cambio yo, no sólo la encuentro extremadamente atractiva, sino que además me parece una persona encantadora y cariñosa -dijo el Presidente, utilizando su control remoto para apagar el televisor. Se puso en pie-. Voy a cenar solo. ¿Quiere acompañarme?
Bajo las órdenes de Julia y Tibor Reece, la comida en la Casa Blanca era apenas mediocre y, en realidad, la faceta gastronómica de Harold Magnus hubiera preferido comer en «Chez Roger», el más nuevo y mejor restaurante francés de Washington. Sin embargo, su faceta ambiciosa estaba perfectamente dispuesta a prescindir de la langosta y del pato, para comer una costilla asada con su jefe.
– ¿No nos acompañará Julia?
Por primera vez en su vida, el Presidente no se puso tenso al oír pronunciar el nombre de su esposa. Se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza y siguió caminando por el pasillo.
– No, creo que esta noche va a «Chez Roger».
¡Mierda! ¡Qué afortunada era Julia!
– ¿Y cómo está su hijita Julie?
– Maravillosamente bien -contestó el Presidente-. Hubo un cambio en su diagnóstico y la interné en un colegio especializado. La echo de menos, pero cada vez que la veo, noto que ha mejorado.
Comieron en el estudio privado de Tibor Reece en una pequeña mesa para dos y les sirvieron las previsibles costillas asadas. La carne estaba demasiado cocida, pero Harold Magnus simuló que la encontraba deliciosa. Después de ingerir, no sin esfuerzo, la típica tarta de frutas, reunió el coraje necesario para formularle una pregunta a Tibor Reece.
– Señor Presidente, ¿no le preocupa el tremendo énfasis que el doctor Christian pone en Dios?
Tibor Reece se limpió los labios con una servilleta, la colocó a un lado y, reclinándose contra el sillón, pensó un instante antes de contestar.
– Bueno, es una visión de Dios bastante revolucionaria; no cabe duda de que él no es teólogo, pero estoy de acuerdo con la doctora Carriol en que, si ese hombre es capaz de ofrecerle a la gente la esperanza de que estamos cumpliendo un propósito divino, sin introducirles en una fe religiosa formal, no me parece nada mal. En realidad, yo soy creyente de Dios. Fui bautizado en la Iglesia episcopal y me alegra poder decir que mi fe y mi Iglesia todavía me proporcionan un gran consuelo. Dios me ha salvado en demasiadas ocasiones para que yo le tome con ligereza, eso se lo puedo asegurar. Creo que el doctor Christian y su libro van a ser una cosa muy positiva para el país.
– ¡Ojalá pudiera estar tan seguro como usted, señor! ¡Piense en el antagonismo que suscitará entre las Iglesias institucionalizadas!
– Es posible, pero, ¿hasta qué punto son poderosas actualmente esas Iglesias? ¡Diablos! Si apenas consiguen reunir suficiente gente para llenar un buen salón de Washington.
Harold Magnus sonrió.
– Usted me habla de política -destacó-. Sin embargo, hay algo que me tranquiliza. Ése hombre es un patriota.
– Estoy de acuerdo. En ese sentido, no tenemos de qué preocuparnos. -Su taciturno rostro se encendió de pronto con una gran sonrisa-. ¡Oh, Harold! ¿Y no te proporciona eso la respuesta? ¡Dios es norteamericano!
Hacía tal vez seis minutos que Esta noche con Bob Smith estaba en antena, cuando sonó el teléfono de la doctora Millie Hemingway. Siguió sonando hasta que ella salió del baño, refunfuñando.
– Millie -dijo la voz del doctor Samuel Abraham-, enciende el televisor y mira el programa de la «NBC». No te pierdas el programa de Bob Smith -dijo y cortó la comunicación de inmediato.
Ella obedeció y en la pantalla apareció el animado rostro del doctor Christian.
– ¡Dios mío! ¡No puedo creerlo! -agregó instantes después, cuando apareció una franja en la parte inferior de la pantalla, anunciando que esa noche el programa no tendría pausas publicitarias.
El secreto que se había guardado en torno a la figura del doctor Christian había sido tan estricto que, ni siquiera los miembros del departamento de Planificación del Ministerio del Medio Ambiente, estaban enterados de lo que estaba sucediendo. Por otra parte tampoco prestaban demasiada atención a los periódicos ni a la televisión, porque vivían demasiado enfrascados en sus propios proyectos.
Sin embargo, allí estaba el hombre, que la Operación de Búsqueda había desenterrado del total anonimato. ¡Pero, si esa Operación no era más que un ejercicio, un acertijo!
La doctora Millie Hemingway miró el programa hasta el final, fascinada y asustada al mismo tiempo. Su teléfono volvió a sonar cuando ella apagó el televisor.
– ¿Millie?
– Sí, Sam, soy yo.
– ¿Qué está sucediendo?
Ella se encogió de hombros.
– No lo sé, Sam.
– ¡Pero si no era más que un ejercicio!
– Sí.
– ¡Pero eso no es así!
– Bueno, Sam, no precipites conclusiones. El hecho de que uno de los candidatos finalistas surja de repente, no significa que la Operación no fuera un ejercicio. Creo que hicimos un trabajo mucho más valioso de lo que pensábamos. Buscábamos a una persona capaz de influenciar a todo el país. Y Moshe encontró a ese tipo. Todos nos reímos porque no nos pareció la persona indicada. Pero, evidentemente, Moshe tenía razón y nosotros nos equivocamos. Es así de simple.