Sin embargo, el doctor Joshua Christian no daba señales de tedio, extenuación o desilusión. Seguía hablando con cualquiera que quisiera hablar con él, recibía con alegría a la gente que le reconocía y que le acosaba, firmaba alegremente ejemplares de su libro cada vez que se lo pedían, manejaba con tacto y serenidad a los locos o antagonistas ocasionales que se le presentaban y era brillante con los periodistas.
Pero la gira publicitaria se iba alargando cada vez más. A medida que su libro iba adquiriendo más fama y su nombre alcanzaba las proporciones de una estrella nacional, «Atticus» recibía solicitudes de todas las ciudades, requiriendo su presencia. Elliot MacKenzie iba rechazando esas peticiones, consciente del esfuerzo que suponía el constante contacto con el público, hasta que recibió un mensaje de Washington, indicándole que el doctor Christian debía visitar los lugares que requerían su presencia, siempre que le fuera posible. La doctora Carriol recibía, dos veces por semana, noticias de «Atticus», que le comunicaban que había que añadir dos o tres ciudades más a la agenda inicial.
Y esa semana se convertía en dos, en tres y en cuatro… Llevaban ya un mes de gira y el doctor Christian seguía haciendo gala de su fortaleza y Judith Carriol pensaba, con cansancio y horror, que ese hombre sería capaz de seguir indefinidamente. Cuando abandonaron Atlanta, la publicidad seguía haciéndose eco de la noticia. A veces, debían visitar varias ciudades en el mismo día y cada noche les recogía un helicóptero y les trasladaba a otra ciudad, donde dormían breves horas en camas extrañas, y a las ocho de la mañana del día siguiente, iniciaban los compromisos del nuevo día, que se alargaban hasta que el helicóptero venía de nuevo a buscarles.
Los compromisos del doctor Christian, fuera de las grandes ciudades, consistían básicamente en dictar conferencias, lo cual le producía un enorme placer. Hablaba durante quince minutos aproximadamente, sin repetir jamás en un pueblo lo que había dicho en el otro y después dedicaba, por lo menos, una hora a responder las preguntas del público. Su necesidad de estar en contacto con la gente asustaba a la doctora Carriol porque, al igual que los demás, desconocía esa faceta de su carácter. No satisfecho con el contacto que establecía con el público durante el período de preguntas y respuestas, se negaba a mantenerse alejado de las multitudes que, constantemente, pugnaban por acercarse a él y, en una ocasión, llegó a increpar a un policía, que intentaba ayudarle ordenando a la multitud que se alejara. Sin temer jamás que alguien pudiera hacerle daño, llegaba al salón de conferencias y en seguida se mezclaba con la multitud, que le aguardaba conversando y haciendo preguntas, como si se encontrara en una fiesta, por increíble que pudiera parecer la comparación. La doctora Carriol estaba absolutamente harta de tener que ser amable con hordas de desconocidos, con los que debía conversar de temas intrascendentes y sólo deseaba un poco de paz, tranquilidad y tiempo para sí misma. No comprendía que Joshua Christian pudiera mantener ese buen humor que tanto se parecía a la euforia. Por lo visto, cuando se trataba de gente, Joshua Christian era una fuente inagotable de recursos.
Sin embargo, no todas sus presentaciones en público se desarrollaban sin problemas. El doctor Christian se negaba a preparar sus discursos, alegando que, si no eran espontáneos, perderían su efecto sobre el público. Pero eso le hacía ser un poco incoherente y, a veces, no demasiado lógico, porque le resultaba imposible reprimir las enloquecidas emociones que brotaban de su ser. Afortunadamente, la Televisión y la Radio le tranquilizaban un poco, porque, por lo menos allí, no se apartaba del tema y contestaba coherentemente a las preguntas que se le formulaban. La doctora Carriol sólo anhelaba tener la suficiente fortaleza para poder seguirle a lo largo del ancho país.
Mientras el doctor Christian continuaba su extensa y triunfante gira por los Estados Unidos, su editor empezaba a pensar cuándo podría empezar su gira por Sudamérica y Europa. En ambos continentes el libro se vendía fabulosamente bien, a pesar de las inevitables traducciones y las diferencias ideológicas. Los rusos habían protestado un poco al principio, pero después se callaron y empezaron a calcular cuántos ejemplares debían editar para hacerlo circular a través de todos los estados soviéticos. En ese inmenso país, el frío de los glaciares era peor que en otras partes y el concepto de Dios, cuya existencia podía convivir con la filosofía marxista, no era una idea desdeñable en absoluto.
La familia Christian seguía cada paso de la gira nacional de Joshua, advirtiendo cómo la atención del país se centraba en él. Al principio, los hermanos varones hicieron esfuerzos por mostrarse algo indiferentes, pero después de una semana sucumbieron y sé unieron a la alegría general y al orgullo, que las mujeres de la familia transpiraban por todos sus poros.
– ¡Es maravilloso! -exclamó Martha, después de ver el programa de Bob Smith.
– ¡Por supuesto que es maravilloso! -arguyó mamá, llena de satisfacción.
– ¡Es maravilloso! -exclamó Martha, después de ver El Foro del Domingo, la audición de Benjamín Steinfeld.
– Yo nunca lo puse en duda -añadió mamá.
La única que se mantenía en silencio era Mary. La pena que sentía no era fácil de clasificar, porque no se trataba de simples celos; ella creía que sufría porque, de alguna manera, siempre era Joshua el que le impedía ser feliz. Pero cuando abrió el cilindro enviado por «Atticus», que contenía un póster de su hermano y una camiseta con su nombre impreso, sintió que ésa era la gota que desbordaba el vaso. Ocultó sus emociones, el póster y la camiseta hasta ese día y esa noche, después de la cena, los arrojó sobre la mesa sin decir una sola palabra y se reclinó contra el respaldo de su sillón, temblando.
Nadie se alegró demasiado, ni siquiera mamá. Andrew mostró abiertamente su disgusto y James, su perplejidad.
– Supongo que esto era inevitable -concluyó Andrew, después de un largo silencio. Se encogió de hombros-. Me pregunto qué pensará Joshua.
– Conociéndolo, estoy segura de que ni siquiera se ha dado cuenta de eso. Podría estar rodeado de gente que llevara esas camisetas, sin reparar en ellas -añadió Miriam-. Nunca nota las cosas que se refieren a él. Como ya sabéis, tiene una extraordinaria habilidad para borrar de su vista todo lo que tenga algo que ver con él.
– Tienes toda la razón del mundo -convino James.
– Pero si eso es una virtud -dijo mamá, con voz temblorosa.
Pero fue la cara de Martha lo que hizo que Mary perdiera los estribos. La pobre Martha se moría de ganas de apoderarse del póster, pero no se atrevía a hacerlo.
– ¡Esto es repugnante! -dijo Mary, poniéndose en pie de un salto-. ¡No son más que unos imbéciles, unos idiotas! ¿No os dais cuenta de que os están utilizando? ¡Nos están utilizando! A ellos, Joshua no les importa. Le sacarán lo que puedan y tú, Mirry, tienes razón, él está ciego. ¡Es un burro que le tirará del carro, mientras le pongan una zanahoria delante de las narices! ¿No os dais cuenta de hasta qué punto lo están utilizando? ¡A él y a todos nosotros! Y cuando hayan terminado con él -se secó las lágrimas con gesto impaciente-, le apartarán a un lado de un puntapié. ¡Es una vergüenza! -Se volvió hacia Martha, furibunda-. ¿Cuándo crecerás, maldita sea? ¿Crees que él te quiere? ¿Crees que, a excepción de mamá, él quiere a alguno de nosotros? ¡No, no nos quiere nada! ¿Por qué no amas a alguien que te corresponda con su amor? Te pregunto: ¿por qué?