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– Bueno, creo que será mejor que le ceda mi habitación -dijo, levantando su única maleta, que ni siquiera había abierto-. Yo iré a recepción a pedir otra. ¿Dónde está su maleta?

– Abajo -susurró, sintiéndose terriblemente culpable.

– Se la haré subir. Buenas noches.

Cuando llegó su maleta, se acostó, llorando desconsoladamente,

El doctor Christian también se había acostado, pero ni las lágrimas ni el sueño hubieran conseguido tranquilizarle. Toda la intensa felicidad de aquel mes parecía haberse esfumado de repente. Le había resultado plenamente reconfortante moverse libremente entre tanta gente destrozada por el dolor, observando sus rostros mientras le escuchaban, convencido de que no se había equivocado y de que realmente podía ayudarlos. Los días transcurrían en medio de una actividad llena de alegría; él no necesitaba reservar sus energías, porque éstas fluían a través de su ser como ríos de fuego imposibles de detener. Atravesar el aire con Billy, el inteligente y servicial piloto, era una maravillosa aventura. La gente no cesaba de hacer preguntas, a las que Joshua respondía mágicamente, gracias a Judith, que parecía haberse convertido en su hada madrina. ¡Había resultado todo tan fácil! Se sentía como una foca condenada a vivir en tierra firme que por fin encuentra el agua. Se hallaba en su elemento, contento y feliz. La gente no le rechazaba, sino que le recibía con los brazos abiertos.

Él había hablado de un cambio, de unas pautas, de planes, de las posibilidades del futuro, de las incertidumbres del presente y de la inmortalidad del pasado. Cerró sus ojos doloridos para pensar, preguntándose si ese problema no formaría también parte de los planes, si esa dirección no tendría por objeto guiar sus pasos ignorantes. Él mismo, deliberadamente, había alterado sus condiciones de vida. Y, cuando éstas han sido alteradas, debe surgir algo completamente distinto.

Intentaba ser optimista y se decía que era maravilloso que James y Miriam, Andrew y Martha pasaran a ser una parte activamente positiva de la novedad. Siempre le habían apoyado, de modo que era normal que siguieran haciéndolo, en esas condiciones alteradas. Formaba parte del destino, de un dibujo que iba tomando forma con tantas sutiliza y de forma tan secreta, que él todavía no era capaz de apreciar de forma global. Pero estaba seguro de poder hacerlo en un futuro cercano.

Se esforzó por dormir. «¡Oh, sueño, por favor, cierra mis ojos! ¡Cicatriza mi dolor! ¡Muéstrame que soy mortal!» Pero el sueño se encontraba muy lejos, perdiéndose en las mentes de aquellos a quienes ayudaba.

El grupo de Joshua Christian se trasladó hasta San Luis. Su madre se portó maravillosamente bien y se ganó inmediatamente el cariño de Billy, cuando fue a entregarle, avergonzada, sus medidas.

– ¿Qué color le gusta? -susurró él.

Ella le dedicó una tierna sonrisa.

– Blanco, por favor.

En San Luis surgió una de las más encantadoras alegorías, con las que el doctor Christian animaba sus charlas. Afortunadamente, quedó reservada para la posteridad en el vídeo, porque ocurrió durante el programa matinal de una de las televisiones regionales.

La animadora era delgada, exageradamente efusiva y no cesaba de hablar. Era bonita, rubia y bastante joven. El doctor Christian era el invitado más importante que había entrevistado en su vida y los nervios le hicieron ser un poco impertinente. Y como no podía competir con él en el plano intelectual, dirigió sus dardos a su masculinidad, a su virilidad y a su falta de hijos.

– Doctor, resulta muy interesante la forma en que usted defiende a los que han obtenido el permiso para tener un segundo hijo -dijo para iniciar la conversación-. Pero para usted es muy fácil ser magnánimo, ¿verdad? Porque usted no está casado, ni tiene hijos y jamás podrá sentir lo que siente una madre. ¿Cree honestamente que está en condiciones de condenar la actitud de las mujeres que no han obtenido el permiso de la OSH y que atacan con ello despiadadamente a aquellas que sí lo han obtenido?

Él sonrió y se reclinó suspirando hacia atrás con los ojos cerrados; luego los abrió dirigiéndole una mirada que le llegó hasta el fondo del alma.

– El peor aspecto del sorteo de la OSH es el test de bienes materiales al que deben someterse todos los que hacen la solicitud. ¿Quién puede afirmar de qué grupo de la comunidad saldrán los mejores padres? Supongo que hay ciertas condiciones económicas necesarias, sobre todo ahora que la educación tras la Escuela Secundaria es tan excesivamente cara. Pero no podemos dirigir una nación únicamente con graduados, especialmente, teniendo en cuenta que la edad media de los obreros del país es mucho mayor que la edad media de los maestros o técnicos. Es preciso que hayan tantos electricistas y carpinteros como sociólogos y cirujanos.

»El test de bienes materiales ha añadido un elemento de rencor al sorteo de la OSH, Aquellos que no obtienen el permiso siempre pueden lanzar falsas acusaciones de soborno, confabulación, de utilización de influencias…, o cualquier cosa. Porque el test de bienes materiales excluye a aquellos cuya posición financiera o social no les permite ejercer influencias.

La animadora del programa empezaba a ponerse nerviosa. Su brillante mirada y su pose inquieta la delataban. Él alzó levemente el tono de voz para mostrar la desaprobación que sentía.

– Pero eso no era lo que me había preguntado, ¿no es cierto? Usted me preguntó con qué derecho critico la manera en que los solicitantes poco afortunados tratan a los que han tenido más suerte, de lo cual se deduce que usted aprueba el test de bienes materiales. Tolera también esa desechable actitud, maligna y vengativa.

Se inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre sus rodillas y clavó la mirada en las manos que mantenía entrelazadas entre sus piernas. Habló en voz muy baja, pero audible.

– ¿Qué derecho tengo? -preguntó-. Desde luego, no puedo ser madre, pero soy padre de dos gatos, el número máximo que la ley me permite tener. Les hice castrar a ambos cuando eran muy pequeños, porque no deseaba presentar ninguna solicitud para ser criador. Soy padre de un gato macho llamado Hannibal y de una gata hembra llamada Dido. Son unas criaturas encantadoras. Me quieren muchísimo. Pero, ¿sabe usted a qué dedican casi todo su tiempo? No se lavan, ni cazan ratones, ni duermen durante horas. Mis gatos escriben. Cada uno lleva un libro y no paran de garabatear en él. Una anotación típica de Hannibal podría ser ésta: «Esta mañana Joshua le dio la comida a Dido antes que a mí. Cuando llegó Joshua a la hora de comer, ella recibió cuatro caricias y yo tres. Esta noche la ha tomado en sus rodillas y me ha ignorado por completo. Y ella durmió en su cama, mientras que yo dormía en una silla.» Las notas de Dido para ese mismo día serían éstas: «Esta mañana, Hannibal recibió más comida que yo. Después de comer, Joshua le acarició seis veces y a mí, ninguna. Después de cenar, le tuvo sobre sus rodillas durante una media hora. Y cuando se fue a acostar, le colocó sobre una silla especial y yo no tuve más remedio que dormir en la cama.» Mis gatos hacen esas cosas todos los días. Desperdician su vida observándose el uno al otro, para ver cuánta atención le presto al otro. ¡Me observan… hasta el menor detalle! Y anotan en sus libros cada ofensa, real o imaginaria.

Levantó la cabeza, mirando directamente a la cámara.

– De modo que, puedo soportar estas mezquindades de mis gatos, justamente porque son gatos. Pertenecen a una forma de vida inferior a la mía. Sus costumbres y su ética se basan en el instinto de la autoconservación. En el cerebro de un felino no cabe otra imagen que no sea la propia. Y, cuando se trata de amor, ese mismo instinto le hace apuntar todas las ofensas recibidas.

En ese momento, aumentó el tono de su voz, paralizando a la infeliz animadora del programa.

– ¡Pero nosotros no somos gatos! -rugió-. ¡Somos criaturas de un nivel más elevado que los gatos! ¡Poseemos sentimientos que podemos controlar o aprender a controlar! ¡Podemos aplicar la lógica a nuestras bajas emociones para anularlas! Nuestros cerebros son suficientemente amplios para que entren en ellos muchas cosas aparte de nosotros mismos. ¡Y les advierto una cosa! Si somos tan ruines de espíritu que sólo sabemos medir el amor a través de las ofensas que anotamos cuidadosamente, entonces, no somos mejores que los gatos. ¡Cualquier relación de amor o de cariño, sea entre marido y mujer, padres e hijos, amigos, vecinos ciudadanos o seres humanos…, cualquier relación que lleve la cuenta de lo que recibe a cambio de lo que da, está maldita y está condenada al fracaso! ¡Así es como piensan los animales! -Y se volvió hacia su entrevistadora, con tanta rapidez, que ella se movió para esquivarlo-. Según mi humilde opinión, eso está por debajo de nuestra dignidad como hombres y mujeres. Entristecerse por la alegría de otro y castigar a esa persona por su alegría, eso es el peor pecado, ¿me ha oído bien? Y no se lo estoy diciendo a usted únicamente, se lo digo a todos: ¡libérense de ese sentimiento!