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Su cabeza estaba a punto de estallar. «Tranquilízate -pensó Joshua para sí-, tranquilízate.» Se tomó el rostro entre las manos heladas y lo sostuvo hasta que las venas de las sienes dejaron de latir. Después dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y reanudó su ir y venir, más lentamente, mientras relampagueaban sus ojos negros.

De repente se detuvo y se volvió para mirar a su familia, que seguía observándole con gran admiración.

– ¿Por qué tengo el presentimiento de que debo ser yo? -les preguntó.

Nadie respondió. Ésa era la nueva pregunta que había empezado a formularse en las últimas semanas, y los demás todavía no acababan de comprender a qué se refería. Cada noche parecía preocuparse menos por temas abstractos y se concentraba más en los aspectos personales del problema.

– ¿Cómo es posible que sea yo? -preguntó-. Estoy en Holloman y no puede decirse que Holloman sea el centro del universo humano. No, no es más que uno de los millares de antiguos centros industriales, que patéticamente se encaminan a una sepultura colectiva, mientras esperan que las apisonadoras del futuro los derriben para poder plantar bosques. Dicen que los glaciares todavía tardarán algunos siglos en destruir a los árboles, lo cual nos deja tiempo para plantar bosques. Pero hubo un tiempo en que en Holloman se hacían camisas y se educaban sabios, se fabricaban máquinas de escribir y armamento, escalpelos y cuerdas para piano. Aquí se fomentaba la educación, la moda en el vestir, se mataban hombres, se extirpaban cánceres y era posible la música. Holloman era el alambique al que el hombre había llegado al amanecer del tercer milenio. Y tal vez por eso tenga sentido que el elegido sea un hombre de Holloman.

Nadie supo qué contestar, pero los tres lo intentaron.

– Estamos contigo, Joshua -dijo James con suavidad.

– Te seguiremos -aseguró James.

– Y que Dios se apiade de nosotros -añadió Mary.

– A veces pienso que tu hermano no es un ser humano -dijo Miriam, que se desvestía mientras le castañeteaban los dientes.

– Oh, Mirry, ¿cómo puedes decir eso con los años que hace que le conoces? -preguntó James, que ya estaba acostado y con los pies apoyados sobre la botella de agua caliente-. Joshua es la persona más humana que he conocido en mi vida.

– Pero de una forma inhumana -insistió ella. Y añadió en voz baja-: Está empeorando. Este invierno he notado un cambio en él. Ahora habla con más franqueza y se dedica a preguntar cómo es posible que le haya tocado a él.

– No está empeorando, está mejorando -corrigió James con voz adormilada-. Mamá asegura que está llegando al punto de su máxima fortaleza.

– No sé cuál de los dos me asusta más, si Joshua o mamá, y me uno a la plegaria de Mary. ¡Que Dios se apiade de nosotros! ¿Dónde estás? ¡Abrázame, por favor, tengo tanto frío!

Martha, la Ratita, entró en la cocina, aterrorizada ante la posibilidad de encontrar todavía allí a mamá. Todas las noches esperaba pacientemente a que su suegra dejara de empuñar el cetro de su reino y se encaminara con paso regio a su dormitorio del piso de arriba. Entonces se deslizaba en la cocina para preparar el chocolate caliente, que a Andrew le gustaba tomar en la cama.

En un primer momento pensó que la sombra que se reflejaba en la pared blanca era la de mamá, y el corazón le empezó a palpitar con rapidez.

Pero era Mary, que estaba junto a la cocina, hirviendo leche en un cazo.

– No te vayas, querida -dijo Mary con voz tierna-. Hazme compañía y yo te prepararé el chocolate.

– ¡Ah, no, no te molestes! De veras, lo haré yo.

– ¿Cómo va a ser molestia si de todos modos estoy preparando una taza para mí? Por cierto, podrías pedirle a Andrew que la preparara él de vez en cuando, para variar. Le malcrías tanto como le malcriaba antes mamá.

– ¡No, no, te aseguro que fui yo quien se ofreció!

– Pero querida, ¿por qué tienes siempre tanto miedo? -Mary sonrió y al ver que empezaba a hervir la leche, añadió el chocolate en polvo, removió bien y, apagó el gas y demostró que había previsto la llegada de Martha sirviendo no una sino tres tazas de chocolate caliente-. Eres una chica realmente encantadora -comentó, poniendo dos de las tazas en una bandeja-. Demasiado encantadora para esta familia. Te aseguro que Andrew no te merece. Y Joshua acabará haciéndote picadillo.

Al oír el nombre mágico de su cuñado, la dulce carita de Martha se iluminó.

– ¡Oh, Mary! ¿No te parece que Joshua es un hombre maravilloso?

En cuanto Martha pronunció ese adjetivo, desapareció toda la animación del rostro de Mary.

– Sí, por supuesto, es un hombre maravilloso -dijo con un tono de cansancio.

Martha notó la reacción de su cuñada y su rostro se oscureció.

– Muchas veces me he preguntado… -empezó a decir. Pero de repente se acobardó, perdió el valor y enmudeció.

– ¿Qué te has preguntado?

– No le tienes simpatía a Joshua, ¿verdad? Mary se puso tensa primero y empezó a temblar.

– ¡Le odio! -exclamó.

Mamá estaba excitada. De alguna manera, ese invierno Joshua había cambiado. Se mostraba más vital, más entusiasta, más seguro de sí mismo, quizás incluso más místico. Tal vez fuera la madurez; sí, debía de haber madurado. Ya tenía treinta y dos años, edad en la que hombre y mujer unían definitivamente su cuerpo y su espíritu. Se parecía mucho a su padre, era uno de esos hombres que daban frutos tardíos. ¡Oh, Joshua!, ¿por qué tuviste que morir? Por fin te estabas convirtiendo en lo que realmente querías, ibas a triunfar después de todo. Y, sin embargo, me sorprendió que no tuvieras la sensatez de encontrar un lugar de vacaciones antes de que la muerte te viniera a buscar.

Pero eso no iba a sucederle a Joshua, pues él era superior a su padre y por sus venas corría también la sangre de ella, y aquí residía su mayor ventaja. Ella era todavía lo suficientemente joven para ayudarle. Sus brazos todavía resistirían muchos años de trabajo y le quedaban toneladas de fuerza espiritual.

Cada noche se encargaba de su cama con tanta eficacia, como se encargaba de la casa durante el día. Primero llenaba la bolsa del agua caliente con agua hirviendo, a pesar de que dijeran que podía perder el tapón. Ella lo enroscaba con tanta fuerza que eso jamás le iba a suceder. Después envolvía la bolsa con una toalla gruesa para que no le quemara la piel y la sujetaba con imperdibles. Luego la colocaba en la parte superior de la cama, donde él apoyaría los hombros, ponía la almohada encima y la tapaba con las mantas. A los cinco minutos de reloj empezaba a mover la bolsa hacia abajo y continuaba haciéndolo cada cinco minutos hasta llegar a los pies. Entonces se quitaba la chaqueta, el jersey, la falda, las enaguas, la camiseta, las gruesas medias de lana y el sujetador y se ponía el camisón transparente que siempre usaba a pesar del frío. Sólo usaba pantalones para salir de casa y se negaba a utilizar los pijamas de felpa. A pesar de que ni tan siquiera lo admitía para sus adentros, cuando hacía demasiado frío padecía cistitis y jamás se hubiera perdonado manchar un pantalón de pijama al tratar de sacárselo en un apuro.

Su última tarea consistía en levantar la ropa de la cama justo lo necesario para meterse debajo, volviendo simultáneamente hacia arriba la parte caliente de la almohada. Se metía en la cama con la velocidad de un rayo, calentita, muy calentita. Era el mayor placer del día, poner a su cuerpo en contacto con un auténtico radiador de calefacción. Y así permanecía tendida, casi paralizada, dejando que el calor le traspasara la piel, después la carne y llegara a los huesos, y se sumía en un estado de éxtasis comparable al de una criatura frente a su golosina preferida. Después con los pies calentitos enfundados en los escarpines de lana, levantaba lentamente la bolsa del agua caliente hasta alcanzarla con las manos y se abrazaba a ese objeto maravillosamente cálido y así permanecía durante el resto de la noche. Por la mañana, usaba ese agua, que aún estaba algo tibia, para lavarse las manos y la cara.