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La escena hizo que Joshua recuperara la sensatez. En algún rincón de su memoria apareció la vaga sombra de su padre, que había muerto en una tormenta de nieve.

– Usaremos el helicóptero entre ciudades -decidió secamente y se dirigió a su habitación.

La doctora Carriol dio un suspiro de alivio y se dispuso a ocuparse de su madre. Pensó que esa actitud era muy típica de un hombre, a pesar de que Joshua era un hombre muy diferente a los demás.

El ataque de histeria había sido tan violento, que su madre todavía no se había recuperado, cuando la ayudaron a subir al helicóptero. No era fácil conseguir auxilio médico en ciudades desconocidas, en esas condiciones meteorológicas. Y, en realidad, tal vez fuera positivo que tuviera que afrontar ella sola todo su malestar físico. Cuando bajó del helicóptero en Gary, ya era capaz de hablar sin los ataques de hipo, que precedían a las tormentas de lágrimas.

– Joshua, querido, lo que puedes hacer tiene un límite -dijo a su hijo, mientras le ayudaba a cruzar el hielo-. No eres más que un hombre de carne y hueso. Así que lleva a cabo una parte sensata de lo que te gustaría hacer, ¡porque es lo único que puedes hacer!

– Pero no estoy llegando a los granjeros -exclamó él en tono de súplica.

– No a todos. Es sorprendente la cantidad de granjeros que consiguen llegar a las ciudades que tú visitas. No olvides que tu libro llega a las granjas y a todos aquellos lugares, a los que tú no podrías llegar, aunque vivieras doscientos años y no dejaras de caminar en todo ese tiempo.

El piloto les seguía a una distancia prudencial, asiendo el brazo de la doctora Carriol para que no resbalara en el hielo.

En cierto modo, formaba parte del grupo. Seguía perteneciendo a las Fuerzas Armadas con el grado de sargento mayor y tres años antes había sido destacado en la flotilla del Presidente. Cuando al doctor Christian le concedieron transporte gubernamental, Billy pasó a formar parte del grupo porque, además de piloto, era ingeniero. En esos tiempos era difícil encontrar repuestos y mecánicos para maquinarias tan sofisticadas como el motor de un helicóptero.

Billy descubrió que disfrutaba de su trabajo con ese enloquecido grupo. En lugar de sobrevolar la ciudad de Washington, transportando a las grandes personalidades de un lugar a otro, se encargaba de volar en helicóptero, de comprar ropa interior y de abrigo, de hacer de mecánico. Esa vida le parecía sin duda mucho más interesante. Desde que la madre del doctor se uniera al grupo, el doctor se había trasladado al asiento delantero de copiloto y, con la cercanía, se habían hecho amigos, a pesar de sus puntos de vista y antecedentes tan dispares.

Cuando se encontraban en tierra, Billy hacía una vida muy independiente. No cenaba con ellos, ni viajaba en el mismo coche, y, si podía evitarlo, no se alojaba en el mismo hotel que ellos. Dedicaba todo su tiempo a su hermoso pájaro. Esa noche advirtió que algo había sucedido, pero su natural discreción le impidió preguntar nada. Sin embargo, consideró que la extraordinaria doctora era como un integrante de las Fuerzas Armadas y se atrevió a hacerle una pregunta.

– Señora, ¿qué sucede?

Ella no intentó eludir la pregunta.

– El doctor Christian está adoptando actitudes un poco difíciles -contestó, pensando que ésa era una forma muy suave de explicar la verdad-. Pretendía caminar de Decatour hasta Gary.

– ¡Tonterías!

– ¡Ojalá fuesen tonterías! Probablemente, usted sabrá que el padre del doctor Christian murió en una tormenta de nieve. Así que cuando el doctor explicó a su madre que en el futuro pensaba caminar de una ciudad a la otra, ella sufrió un ataque de histeria. Y me alegro de ello, porque le hizo recobrar la sensatez. Por lo menos, eso espero.

Billy asintió.

– Gracias, señora. -Habían llegado al pequeño y poco acogedor edificio del helipuerto-. ¡Aquí estamos de nuevo! -exclamó casi para sus adentros-. En Gary, Indiana, en vísperas de Navidad. ¡Creo que yo también debo de estar un poco loco!

Capítulo 10

Mientras el doctor Christian seguía caminando con temperaturas por debajo de cero en Wisconsin y Minnesota durante el mes de enero del 2033, la doctora Carriol se arriesgó a separarse de él y voló de regreso a Washington. Quería enterarse personalmente de lo que se opinaba del doctor Christian en los círculos del poder. Y quería descansar unos días, porque sabía que, de lo contrario, desfallecería. Billy la condujo hasta Chicago, desde donde voló con destino a Washington. Gracias a la experiencia de los canadienses en la materia, los transportes podían seguir funcionando, a pesar de las inclemencias del tiempo, salvo en las peores tormentas de nieve.

Moshe Chasen la esperaba en el aeropuerto. Allí también había nevado pero, en comparación con lo que ella había dejado atrás, esos dos centímetros de nieve le parecían una simple capa de polvo y los seis grados bajo cero de temperatura, una oleada de calor. Al ver el tosco y querido rostro de Moshe, casi rompió a llorar. «¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Estaré llegando al límite de mis fuerzas?»

El doctor Chasen había seguido cada paso de la vida del doctor Christian, desde que la doctora Carriol lo lanzara a la fama con la Operación Mesías. Se sentía tan orgulloso de él como si fuera su propio hijo, se consolaba con un sentimiento de autorreivindicación, con respecto a su candidato que, como él les dijera un día, tenía un extraordinario carisma.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y la gira se iba prolongando, le empezaron a asaltar algunas dudas e incluso se preocupó, cuando vio que Joshua pretendía hacer lo que nadie era capaz de llevar a cabo. No comprendía por qué Judith se lo permitía.

– ¡Shalom, shalom! -exclamó, besando a la doctora Carriol en ambas mejillas y enlazando su brazo con el de ella.

– No pensé que nadie vendría a esperarme -dijo ella, parpadeando.

– ¿Qué? ¿Creíste que no vendría a recibir a mi Judith? ¡Dios mío! Se te ha metido el hielo en el cerebro.

– Eso es exactamente lo que ha sucedido.

La estaba esperando un coche, lo cual era una prueba evidente de la importancia que iba adquiriendo.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la casa de Judith, en Georgetown. El doctor Chasen se contentaba con apretar su mano, de vez en cuando, percibiendo su agotamiento y asustado al ver el estado de ánimo tan poco habitual en el que se hallaba. Nunca había imaginado que Judith Carriol pudiera estar abatida.

Al llegar a su casa se dejó caer en uno de sus queridos sillones y contempló sus cuadros y llegó a la conclusión de que aquello era un paraíso.

– Bueno, Judith, ¿qué ocurre? -preguntó el doctor Chasen, cuando ella hubo preparado el chocolate caliente.

– ¿Cómo puedo explicártelo si yo misma he renunciado a hacerme esa pregunta?

– ¿A quién se le ocurrió la idea de que él caminara en la nieve?

– ¡Suya, por supuesto! Soy bastante autoritaria, pero ni siquiera yo sería capaz de empujar a un ser humano a una tortura semejante -contestó ella, algo ofendida.

– Yo no creí que tú fueras capaz de eso, pero tampoco pensé que él lo fuera. Creí que era más sensato. ¡Lo siento!

Judith lanzó una irónica carcajada.

– ¿Sensato? Él desconoce el significado de esa palabra. O tal vez lo conociera antes del libro.

Sonó la campanilla del teléfono. Era Harold Magnus que estaba nervioso e impaciente.

– El Presidente quiere vernos a ambos esta noche -comunicó.

– Comprendo -dijo y le hizo la arriesgada pregunta-. Señor Magnus, ¿está descontento el Presidente?

– ¡Por Dios, no! ¿Debería estarlo?

– No, en absoluto. Lo que pasa es que estoy un poco aturdida. Después de tantas semanas sin descanso, uno se marea, ¿sabe? Sobre todo cuando no puedo organizar la gira y debo ir a todos los lugares que se me indican.