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– Ahora váyanse -dijo-, pero recuerden que siempre estaré con ustedes. ¡Siempre, hijos míos!

Y ellos se alejaron como ovejas, y se internaron en la nieve, que caía fuera del edificio del aeropuerto.

Durante el corto trayecto hasta Sioux Falls, la doctora Carriol evitó mirar a su madre, que había intentado saludarla efusivamente en el aeropuerto, pero se sintió aterrorizada por la expresión que leyó en la cara de Judith.

Un silencio poco habitual reinaba en el helicóptero, cuando éste despegó, elevándose por encima de la tormenta de nieve, rumbo a Sioux Falls.

Billy no tenía ganas de hablar porque, aunque las condiciones del tiempo no eran del todo malas, no le gustaba volar de noche en esa época y las montañas eran más cercanas y amenazadoras, a medida que avanzaba hacia el Oeste. Disponía de un estupendo instrumental y alcanzaba a ver la altura y el contorno de cada desnivel de la tierra y sabía que, mientras el altímetro y el resto de los aparatos estuvieran perfectamente calibrados, estaban tan seguros como si estuvieran en tierra. Sin embargo, no se sentía con ánimos de conversar.

El doctor Christian también se sentía feliz y no tenía ganas de hablar. La gente se había alegrado intensamente de verle ese día. El dibujo que tomaba su destino iba adquiriendo forma y creciendo. Aunque su trazo global fuese todavía oscuro, él empezaba a revelar algunos detalles. Hacía tiempo que la gente y él esperaban ese momento.

Su madre tampoco tenía ganas de hablar. Se preguntaba qué le pasaba a Judith y por qué la habría mirado de esa manera. Sin duda, en su ausencia, habían cometido algún pecado terrible y el frío cerebro de Judith les había condenado sin previo aviso.

Y esa misma frialdad la impedía conversar. Pero ella no sentía frío, porque una intensa furia había trocado el frío en llamaradas. Tenía que pensar, pero allí le era imposible. Así que volvió la cabeza para no verles y se alejó mentalmente de ellos.

Cuando entraron en el hotel, que ofrecía abrigo a los escasos visitantes que llegaban a Sioux Falls en esa época del año, la doctora Carriol empujó a mamá a su habitación, de la misma forma que hubiera empujado a un animal a su jaula, y se dirigió al doctor Christian con aire severo y decidido.

– Joshua, por favor, ven a mi cuarto -dijo en tono cortante-. Quiero hablar contigo.

Él la siguió desde el vestíbulo a su habitación con pasos lentos y cansados. Cuando ella cerró la puerta, él le dedicó su más dulce y especial sonrisa.

– ¡Me alegro tanto de verte! Te extrañé muchísimo, Judith.

Ella apenas escuchó lo que él decía.

– ¿Qué significa esa pequeña exhibición que hiciste en el aeropuerto de Sioux? -preguntó, con los dientes entrecerrados de furia.

– ¿Qué exhibición? -preguntó él, mirándola como si ella se alejara de él muy rápidamente.

– ¡Permitiste que esa gente se arrodillara ante ti! ¡Esa mujer te estaba adorando! ¿Cómo pudiste tocar a esa mujer, como si pudieras bendecirla? ¿Quién crees que eres exactamente, Jesucristo? -Entrelazó sus manos con sentimiento de impotencia, y después se agarró a la mesa para guardar el equilibrio-. ¡En toda mi vida jamás he visto una exhibición de egomanía más asquerosa y desagradable! ¿Cómo te has atrevido?

El rostro de Joshua se había puesto gris y movía los labios, como si tuviera la boca completamente seca.

– ¡No fue así! ¡Ella no…, ella se arrodilló para pedirme ayuda! Ella necesitaba que yo le diera algo y te aseguro que yo no sabía qué hacer. Y la toqué porque no sabía qué otra cosa podía hacer por ella.

– ¡Mentira! ¡Eso no es más que una mentira! ¡Nos has embarcado en esta gira para satisfacer tu ego; Jesús Joshua Christian! ¡Esta gira te convertirá en un Dios! Y eso tiene que terminar ahora mismo, ¿me has entendido? No te atrevas a permitir que nadie más se arrodille ante ti. No te atrevas a permitir que la gente te adore. No eres distinto a cualquier otro hombre y eso es algo que no debes olvidar. Si existe alguna razón para que estés donde estás, ésa soy yo. Yo te he colocado aquí y yo te he creado. Y no te coloqué aquí para que actuaras como un segundo Mesías, para que aprovecharas la fortuita coincidencia de tu nombre para alentar a la gente a recordarte, no como uno de ellos, sino como un ser divino. ¡La reencarnación de Jesucristo en el tercer milenio en la persona de Joshua Christian! ¡Qué jugarreta cretina, más baja y despreciable pretendes jugarle a esos infelices! ¡No puedes aprovecharte de sus necesidades y de su crueldad! ¡Tienes que terminar con eso en seguida!

Ella misma alcanzaba a ver la espuma que echaba por la boca de la furia que sentía y sorbió con un largo sonido silbante.

Joshua se quedó mirándola, sintiendo que acababa de detener el titánico empuje que le llevaba de ciudad en ciudad, sin sentir el frío, el agotamiento o la desesperanza.

– ¿Es eso realmente lo que piensas? -preguntó en un susurro.

– ¡Sí! -contestó ella, incapaz de pronunciar otra palabra.

Christian meneó la cabeza lentamente, de un lado a otro.

– ¡No es cierto! -dijo-. ¡No, no es cierto!

Judith se alejó de él, clavando la vista en la pared.

– Estoy demasiado furiosa para continuar esta discusión. Te ruego que vayas a acostarte. ¡Ve a acostarte, Joshua! ¡Vete a la cama y duerme y descansa como…, como cualquier otro mortal!

Por regla general, un desahogo sirve de ayuda si el causante de esa amarga y sobrecogedora furia se encuentra allí para ser zaherido. Pero esa noche no fue así. Realmente; cuando él salió de su habitación a trompicones, ella se sintió peor que antes, más agobiada y enojada por emociones que no sospechaba poseer. No podía acostarse, ni siquiera podía permanecer sentada. Así que permaneció de pie, con la frente apoyada contra la gélida ventana de su dormitorio y deseó estar muerta.

La habitación del doctor Christian estaba bastante caliente. Esa bondadosa gente se las había ingeniado de alguna manera para proporcionarle aquello que creyeron más necesario para éclass="underline" calor. Pero él pensó que le resultaría imposible volver a sentir calor en toda su vicia. Se atormentó, preguntándose si sería cierto todo lo que ella le había dicho, porque si era así, le parecía que hubiera sido mejor no haber nacido. En el fondo de su ser, se decía que no era cierto.

Las piernas que se movían como pistones cada día, acostumbradas a realizar esos esfuerzos sobrehumanos, de repente no conseguían sostenerlo. Se desmoronó sobre el suelo y se quedó allí, desconectado de toda sensación, a excepción del terrible dolor por su propio fracaso.

¡Ellos no necesitaban un Dios! ¡Necesitaban un hombre! En cuanto la divinidad invadía a un hombre, éste dejaba de ser hombre. A pesar de todo lo que dijeran los libros sagrados, él sabía que un dios no podía sufrir, que un dios no experimentaba dolor, que no podía identificarse con la gente. Sólo como hombre podría ayudar al hombre.

A través de un denso muro de neblina, trató de recordar a la mujer arrodillada ante él y, después de lo que le había dicho Judith Carriol, tuvo la impresión de que realmente se había arrodillado para adorarle. Y que él había respondido como lo hubiera hecho un dios, aceptándola como si fuera su derecho. Un hombre hubiera rechazado esa adoración con horror y espanto. Pero en ese momento, él no interpretó así los hechos. Simplemente, vio a alguien tan abrumado por el dolor que ni siquiera podía mantenerse en pie; era el dolor lo que había hecho caer de rodillas a esa mujer, no el amor. Le había pedido ayuda y él había tendido su mano para tocarla, pensando que sus manos curaban y podían ayudarla.

Pero, si en realidad, ella se había arrodillado para adorarle, entonces todo lo que había hecho era inútil, una blasfemia. Si él no era uno de ellos, no les estaba ofreciendo más que cenizas. Y si él estaba por encima de ellos, le estaban utilizando para robarle esa esencia que no podían encontrar por sí mismos. Eran casi vampiros y él, la víctima propiciatoria.