El cuerpo de Joshua se retorcía, se estremecía, temblando. Estaba roto. No sabía si era un hombre roto o un ídolo roto, pero eso ya no le importaba. Sollozaba desolado. Estaba roto y ya no había nada para recoger los pedazos y volverlos a poner en su lugar, porque Judith Carriol le había abandonado.
A la mañana siguiente, tenía aspecto de estar muy enfermo. La doctora Carriol, asustada y avergonzada por su propio comportamiento, se dio cuenta de que era la primera vez que le veía realmente enfermo. Se dio cuenta de que había manipulado fácilmente poderes que ni entendía ni respetaba. Porque si los hubiera respetado, nunca se habría enojado tanto. Comprendió que el motivo de su enloquecida furia fue la sospecha de que esa imagen que ella había creado, hubiera usurpado poderes propios, que ella no le había concedido.
El frío había penetrado tan profundamente en su piel, que la ira se había ido encogiendo hasta consumirse. Entonces comprendió su error. Lo que tanto la había molestado era que se creía dueña del verdadero poder y él le había demostrado simplemente que lo que había dentro de su ser no era nada que ella fuera capaz de crear. Cuando un hacedor de reyes es destruido por el rey, caen las torres y las fortalezas se derrumban.
No se le ocurría la forma de reparar el daño que había hecho, porque no estaba segura de cuál era el daño. No era un tema que pudiera discutir con él de una forma sana y lógica. Ni siquiera podía disculparse, porque él no entendería sus disculpas.
Por primera vez en su vida, la doctora Carriol se vio forzada a admitir que, a veces, sus palabras y sus actos no tenían arreglo posible.
Su madre se escabulló cautelosamente, echó una mirada al rostro de la doctora Carriol y contuvo la respiración. Observó a su hijo y comenzó a balbucear y a gemir. La doctora Carriol terminó esa escena con una simple mirada, que hizo que la madre del doctor se sentara en silencio con los ojos bajos.
– Joshua, no estás bien esta mañana -dijo la doctora Carriol con mucha calma-. Será mejor que no trates de ir caminando y que utilices el coche.
– Voy a caminar -respondió, mordiéndose los labios dolorosamente-. Quiero caminar. Tengo que caminar.
Y caminó, y era tal su enfermizo aspecto que su madre se acurrucó en el coche y dejó que las lágrimas corrieran por su rostro sin tratar de contenerlas. Habló, dio consejos, escuchó, consoló, siguió caminando; habló en el Ayuntamiento con gran fuerza y sentimiento, pero no habló de Dios. Cuando le hacían preguntas sobre Dios respondía con evasivas, o de la manera más breve posible, otorgando a su razón un nuevo dilema interior que debía solucionar. Al oírlo, la doctora Carriol se ponía tensa. Deseaba con todo su corazón poder volver atrás el reloj del tiempo. Maldijo su estupidez, su falta de autocontrol y su debilidad emocional, cuya existencia había desconocido hasta el momento. En Sioux Falls nadie notó esa diferencia, ya que nadie le había visto anteriormente. A pesar de su enfermedad y su enorme desgaste, seguía teniendo una gran presencia. En ese momento, la vorágine que antes fuera fruto de una gloriosa espontaneidad, era simplemente una férrea determinación que se perdía entre la poca gente, que había quedado en Sioux Falls durante el invierno de 2032-33.
Continuó su marcha hacia Dakota del Norte, Nebraska, Colorado, Wyoming, Montana, Idaho, Utah. Siguió caminando en medio de un frío espantoso, como si su vida dependiera de ello.
Pero la fuerza espiritual que antes le impulsara, desapareció cuando la doctora Carriol le abandonó. Y a medida que su alma se convertía en un bloque de hielo, su cuerpo empezó a desintegrarse. Le dolía, le picaba, supuraba, sangraba. Cada semana mostraba una nueva evidencia externa de su desintegración interna. Tenía forúnculos, erupciones, magulladuras y ampollas. No decía nada, no demostraba nada ni pedía ayuda médica. Por la noche comía tan poco como durante el día, luego caía en la cama como una piedra y se decía que estaba durmiendo.
En Cheyenne se desmayó y tardó varios minutos en recuperarse. Dijeron que no tenía nada, que era una pequeña debilidad y que ya había pasado.
Pero quedaba el dolor y esa pena terrible.
Ni Billy ni la doctora Carriol ni su madre podían rogarle, retarlo o razonar con él. Ni siquiera servían las provocaciones. Él se había alejado mentalmente de ellos y de toda evidencia externa de quién era. La doctora Carriol se dio cuenta de que ignoraba la inminente Marcha del Milenio, porque cada vez que alguien la nombraba su rostro no se alteraba ni demostraba interés. Era una máquina parlante que caminaba.
Comenzó a hablar constantemente de su mortalidad. No cesaba de afirmar que no era más que un hombre, un pobre e imperfecto espécimen de la creación, que también estaba condenado a morir.
– ¡Soy un hombre! -gritaba a cualquiera que le escuchara y luego buscaba obsesivamente una señal en los ojos de sus oyentes para ver si le creían. Cuando imaginaba que le adoraban como a un dios, les predicaba extraños sermones, dando vueltas y más vueltas sobre el hecho de que era un hombre. Pero su auditorio no le escuchaba, porque les bastaba con verle.
Seguía caminando y la gente que caminaba con él no comprendía su dolor. No entendían el sufrimiento que le producía esa carga de responsabilidad que le habían confiado. No podía atravesar esas cabezas tan duras para convencerles de que no era más que un hombre y no podía realizar milagros, ni curar el cáncer, ni detener la muerte, ni nada de nada… ¡No podía nada!
«Camina, Joshua, camina -pensó-, guarda las lágrimas y no dejes que nadie sepa que sufres, ni cómo te sientes. ¿Es esto la verdadera tristeza? ¿Es el fondo del dolor o todavía puedo caer más bajo? ¡Ellos necesitan algo! Y todo lo que han encontrado es un pobre hombre como tú. Es terrible que no se den cuenta de eso. Soy un hombre hueco, vacío, un semejante, un cobarde, un enano. ¿Algo más? Sí, claro, mucho más.»
Caminaba para hacer algo. Mecanizaba su dolor y era mucho mejor que soportar la pena solo en un lugar oscuro e inmóvil, el lugar oscuro de su alma.
Y la mayor tragedia de Joshua Christian es que nadie notaba cómo había crecido su humanidad, porque cada vez era más humano.
Capítulo 11
En Tucson, uno de los primeros días de mayo, con las montañas brillando al sol y el aire todavía frío, la doctora Carriol trató de hablar al doctor Christian de la Marcha del Milenio.
Su humor pareció mejorar cuando llegó a Arizona. Hacía más frío que de costumbre en esa época del año, pero era tan agradable que la doctora pensó que sería capaz de penetrar en la terca y obstruida mente del doctor Christian. De modo que le engatusó y le llevó en coche a ver una encantadora vista de un parque entre el límite de Tucson y Hegel.
Ese parque había sido plantado de forma artística, con abedules plateados, almendros en flor, azaleas y magnolias. Las magnolias ofrecían un mosaico de colores, las azaleas eran rosadas, blancas y púrpuras y los almendros estaban llenos de capullos blancos.
– Siéntate aquí conmigo, Joshua -dijo, señalando un banco rojo de madera, caliente por el sol.
Pero Joshua estaba demasiado entusiasmado y vagabundeaba por todas partes, tomando capullos de magnolias y maravillándose ante todo lo que veía.
Al cabo de un rato necesitó comunicar su deleite a alguien que lo comprendiera y se acercó para sentarse en el banco suspirando.
– ¡Oh, esto es maravilloso! -exclamó, levantando los brazos para abarcar el lugar-. ¡Judith, cómo he extrañado Connecticut! Sobre todo, en primavera, porque es imperecedero, los enormes abedules cobrizo y los cerezos silvestres en Greenfield Hill… ¡Oh, sí, todo esto es imperecedero! Es un himno al regreso del sol, la más perfecta obertura al verano. ¡Así lo veo en mis sueños!