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– Bueno, podrás estar en Connecticut para todo eso.

Su rostro cambió, cerrándose de nuevo.

– Debo caminar.

– El Presidente preferiría que descansaras hasta el otoño, Joshua. Van a empezar las vacaciones y no es el momento adecuado para que continúes tu trabajo. No paras de repetir que no eres más que un hombre. Pues un hombre debe descansar. Y tú no has descansado durante casi ocho meses.

– ¿Tanto?

– Sí, tanto.

– Pero, ¿cómo quieres que descanse? ¡Hay todavía tanto por hacer!

Judith era consciente de que ése era un momento muy delicado y trató de encontrar las palabras justas y adecuadas.

– El Presidente tiene un favor especial que pedirte, Joshua. Quiere que descanses durante todo el verano, pero entiende que a todo el mundo le gustaría que tu viaje terminara de una forma especial.

Asintió, como si lo que estuviera escuchando le pareciera discutible.

– Joshua, ¿querrías encabezar una marcha desde Nueva York hasta Washington?

Esa frase penetró en su cerebro y se volvió para mirarla.

– El invierno ha terminado y el verano llegará para todas aquellas zonas del país por última vez, quizás. Y el Presidente siente que la creciente severidad de los inviernos, y la breve duración del verano, hacen que la gente se sienta todavía un poco débil, a pesar de todo tu trabajo. Bueno, él ha pensado que tú podrías arrastrarlos al espíritu del verano, por decirlo de alguna manera, conduciendo a todos los que quieran caminar en peregrinación hasta la sede del Gobierno. Y piensa que la ciudad de Nueva York es el punto de partida lógico. Es un largo camino, que llevará varios días. Pero cuando todo haya terminado, podrás descansar todo el verano, sabiendo que has terminado tu largo viaje con un colosal resurgimiento de entusiasmo.

– Lo haré -respondió de inmediato-. El Presidente tiene razón. La gente necesita que haga un esfuerzo extra en esta última etapa, ya no basta con mis caminatas ordinarias. Sí, lo haré.

– ¡Oh, es espléndido!

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Lo más pronto posible.

– Sí, bien. -Se tocó el pelo que, en ese momento, llevaba con un corte militar para no perder el tiempo por las mañanas, ya que con esas temperaturas no podía arriesgarse a salir a la calle con el pelo húmedo. Pero, en el fondo, la doctora Carriol sospechaba que ése no era el motivo. Parecía haber desarrollado un instinto para el autocastigo. El corte militar no le quedaba bien, porque acentuaba su palidez y su delgadez le hacía parecer un preso de campo de concentración.

– Podemos ir a Nueva York en cuanto terminemos en Tucson -dijo la doctora.

– Lo que tú digas. -Se puso de pie y caminó hacia los almendros.

La doctora Carriol permaneció donde estaba, incapaz de creer que resultara tan sencillo.

En realidad, dejando aparte su extravagante proceso mental, todo había sido ridículamente fácil. Su libro se seguía vendiendo por millares y los que lo habían adquirido, lo guardaban como un tesoro. Nadie trató de molestarle nunca ni de discutir con él. Los grupos marginales le habían evitado como si se tratara de una plaga. La enorme medida de su éxito podía medirse en la cantidad de gente, a la que había convencido con su concepto de Dios, incluso los personajes más famosos desde famosos de la televisión, como Bob Smith y Benjamín Steinfeld, hasta figuras de la política como Tibor Reece y el senador Hillier. La nueva reubicación estaba en vías de cambio masivo. Judith Carriol había recibido una carta de Moshe Chasen, en la que le informaba de dos chismes de Washington; el primero, que el presidente Reece había dejado a Julia después de hablar con el doctor Christian; el segundo le hacía responsable del radical cambio en el tratamiento de la hija del Presidente.

La doctora Carriol pensó que tal vez nadie podría evaluar exactamente el sentimiento que había crecido entre el doctor Christian y el pueblo al que había elegido servir, ni siquiera en un futuro previsible. Joshua Christian era un objeto brillante en el cielo, una cometa a cuya cola centelleante ella se había atado como una simple lata. Todo cuanto podía hacer era sentir las frías chispas girando a su alrededor.

A Moshe Chasen le encomendaron la organización dé la Marcha del Milenio. Pero el doctor Chasen estaba cada vez más preocupado, no por la Marcha del Milenio, que era una tarea logística relativamente fácil, sino por lo que les estaba sucediendo al doctor Christian y a Judith Carriol. El encuentro prometido el día después de que la recibiera en el aeropuerto en el mes de enero, no tuvo lugar, ni las visitas semanales a Washington que había planeado hacer. Ella no escribía nunca y cuando telefoneaba no daba informaciones reales. La única información detallada que recibió de ella, fue un télex codificado desde Omaha en el que le daba instrucciones sobre la Marcha del Milenio. La Cuarta Sección notaba y sufría su ausencia, porque ella era única y eso era algo que todos habían comprendido. John Wayne mantenía a la sección administrativa y Millie Hemingway era una sustituía de emergencia en las ideas finales, pero sin la tortuosa presencia de la doctora Carriol se había perdido definitivamente algo vital.

Todos sabían dónde estaba ella y, de alguna manera también sabían que su misión era una orden del Presidente.

El concepto global de la Marcha del Milenio no sólo asombró al doctor Chasen, sino que lo consternó. Lo consideró una brillante droga. Pero cuando tuvo el télex de la doctora Carriol en sus manos, cambió de idea. En el cerebro de ella la marcha era una droga, pero en manos del doctor Joshua Christian adquiría la dignidad necesaria. Moshe obedecería órdenes de Joshua, no de Judith. Por él intentaría realizar el sueño de ese proyecto, arriesgándose al fracaso. Apreciaba a Judith como jefa, como amiga a veces. También sentía lástima por ella y la piedad era un sentimiento que lo conmovía de una forma intolerable. Por esa piedad sería capaz de realizar esfuerzos sobrehumanos y perdonaría lo que el amor encuentra imperdonable. Era un judío devoto y, sin embargo, muy cristiano; sus pecados eran puramente pecados de omisión, debidos a la irreflexión o a la falta de perfección. Pero, en el caso de Judith Carriol, sentía el empobrecimiento de un espíritu que había establecido su yo como totalidad para sobrevivir.

De todos modos, su preocupación no le impedía lanzarse al trabajo de la organización de la Marcha del Milenio. Millie Hemingway comentaba su trabajo y lo enviaba a Judith Carriol por télex. La doctora Carriol terminaba el trabajo durante las horas que pasaba sentada en el coche o en los hoteles, esperando a que el doctor Christian terminara sus caminatas. Y el resultado fue sin duda glorioso por su proyección.

El privilegio de anunciar la Marcha del Milenio se otorgó a Bob Smith, que dio la noticia en su edición especial de Esta Noche a finales de febrero. Bob había adoptado al doctor Christian como su propia creación. Cada semana, en su espectáculo de los viernes, tenía una película del doctor Christian y la gente a la que hablaba durante sus caminatas. El programa tuvo un nuevo telón de fondo, un mapa gigantesco de los Estados Unidos iluminado con las rutas del doctor Christian con diferentes colores.

La publicidad aumentó durante marzo y abril, cuidadosamente dirigida por el Ministerio del Medio Ambiente, que tenía espacios en todas las cadenas televisivas. El espíritu de la marcha era alabado; se explicaban meticulosamente las dificultades de la misma, así como detalladas descripciones de los diversos servicios públicos que se brindaban en la ruta. Emitían espacios de un minuto de duración, en los que mostraban programas de ejercicios para preparar a los caminantes, cursos de meditación para mantener un buen estado de ánimo durante la marcha, programas médicos para ayudar a los potenciales caminantes a decidirse. Todos los supermercados y comercios estaban inundados de guías, instrucciones, mapas con rutas y transportes para trasladarse desde su casa hasta el lugar de partida, consejos sobre la ropa que había que llevar. Había incluso una maravillosa melodía titulada La Marcha del Milenio, compuesta por encargo por Salvatore d'Estragon, el nuevo genio de la ópera, al que apodaban Sal Picante. El doctor Christian decidió que podía resultar un poco irónico, pero no cabía duda de que era la mejor pieza musical patriótica, desde que Elgar escribiera su serie de Pompa y circunstancias.