Cuando el doctor Christian llegó a Nueva York, a mediados de mayo, el viento todavía gemía por las calles sin sol y quedaban algunos restos de hielo en rincones sombríos, pues ese invierno había sido muy largo y muy frío. Se negó a realizar el corto viaje desde Nueva York hasta Holloman, pese a las súplicas de su madre. Todo lo que hizo al llegar a la ciudad fue sentarse en la ventana de su habitación y contar los senderos que se podían ver en el Central Park, y a la gente que había en ellos.
– ¡Judith, está muy enfermo! -dijo su madre, cuando Joshua se hubo acostado-. ¿Qué podemos hacer?
– Nada, no podemos hacer nada por él.
– Pero, ¿no crees que en el hospital podrían hacerle algún tratamiento? -preguntó desesperanzada.
– Ni siquiera sé si enfermo es la palabra adecuada -dijo la doctora Carriol-. Simplemente, se ha alejado de nosotras, no sé hacia dónde y creo que él tampoco lo sabe. No sé si se puede llamar a eso enfermedad, incluso mental. No se parece a ningún enfermo físico o mental. Pero sí sé una cosa: su enfermedad no tiene cura fuera de él mismo. Confío en que, después de esta marcha, aceptará ir a algún lado para un reposo absoluto. No ha descansado en ocho meses.
La doctora Carriol lo había preparado todo, iría a un sanatorio privado en Palm Springs, con régimen alimenticio, ejercicios y relajación. Se sentía culpable por el estallido de furia, pero era indudable que había servido para calmar al doctor Christian, que hasta entonces parecía en perpetua amenaza de erupción.
James, Andrew y sus esposas debían llegar a Nueva York para participar en la marcha, pero Mary llegó de Holloman antes que ellos con el mismo propósito. Cuando su madre fijó sus ojos en su única hija, que era un horrible recuerdo de Joshua, le pareció ver a una persona diferente a la que conocía.
Y luego llegaron los demás. Los hermanos menores, separados por primera vez de la influencia del hermano mayor todopoderoso y de la agobiante y testaruda madre, habían ganado confianza en sí mismos y habían desarrollado una gran capacidad de iniciativa. Habían saboreado la especial libertad de poder elegir sus propias ideas, con la seguridad de que los cambios que hicieran nunca llamarían la atención de Joshua. Las ideas de Joshua eran magníficas, pero no siempre encajaban con la mentalidad de los extranjeros. La inteligente Miriam había crecido al lado de James, pero Martha siguió siendo la misma Martha de siempre.
Cuando llegaron al hotel, Joshua estaba caminando por algún lugar; los primeros arrebatos del encuentro entre ellos y su madre ya habían pasado cuando él llegó. La doctora Carriol también se ausentó, porque no tenía ningún deseo de presenciar el encuentro de Joshua con su familia.
Así que su madre tuvo un pequeño respiro entre los hijos menores y Joshua. No fue una pausa feliz. Se preguntaba en qué se había convertido su familia, recordando su forma de vida antes del juicio de Marcus, antes de que apareciera Judith, mucho antes del libro. Todo era culpa de ese maldito libro. ¡La Maldición Divina! Nunca un libro tuvo un título mejor pensado. Dios había maldecido a los Christian. «Dios me ha maldecido. Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esta maldición? Sé que no soy muy inteligente, que soy una pesada y que pongo nerviosa a la gente, pero, ¿qué he hecho para merecer su maldición? Eduqué a mis hijos sola, nunca claudiqué, ni pedí misericordia, nunca dejé de pensar en el futuro, nunca tuve tiempo para mí, para un amante o un marido o, por lo menos, un pasatiempo, nunca esquivé los problemas o el dolor. Y, sin embargo, me ha maldecido. Deberé pasar el resto de mi vida con mi única hija y eso será peor que el infierno, porque ella me odia igual que a Joshua y no sé por qué nos odia.»
Joshua entró y se quedó mirando el grupito familiar, contra el cielo que se veía por la ventana, marcando las siluetas y dejando los rostros invisibles. No dijo nada.
La charla cesó de inmediato. Los rostros se volvieron y las caras cambiaron.
Y, antes de que nadie pudiera reaccionar, de una forma o de otra, Martha se desmayó. No gimió ni se quejó; simplemente cayó al suelo.
Tardó un tiempo en reponerse, durante el cual cada uno pudo ocultar sus reacciones a Joshua, pretendiendo que estaban preocupados por Martha. Le recibieron como al hermano famoso. Su madre hizo toda clase de cosas hasta que Martha le cerró la puerta en las narices. La dejó en la sala en compañía de James, Andrew, Miriam y Joshua, la dejó encerrada en su mundo en ruinas.
– Entonces, ¿vienes conmigo a Washington? -preguntó el doctor Christian, dejando sus guantes y la bufanda sobre la mesa.
– No podrías impedirlo de ninguna de las maneras -dijo James, parpadeando-. ¡Oh, debo estar muy cansado, me lloran los ojos!
Andrew se volvió, frotándose la cara y luego exclamó con exageración:
– ¡Pero qué estoy naciendo aquí? Debería estar con la pobre Martha. Disculparme, en seguida vuelvo.
– No te preocupes -respondió Joshua y se sentó.
– ¡Dios mío, ya lo creo que hemos caminado! -exclamó Miriam con gran entusiasmo, dando una palmada en el hombro de James con cariño-. Mientras tú caminabas por Iowa y Dakota, nosotros caminábamos por Francia y Alemania. Tú caminaste por Wyoming y Minnesota; nosotros, por Escandinavia y Polonia. Y, en todas partes, la gente venía, igual que aquí. Es tan hermoso, Joshua. ¡Es un milagro!
El doctor Christian la miró con sus extraños ojos negros.
– Llamar a lo que hacemos un milagro, es una blasfemia, Miriam -dijo ásperamente.
Se produjo un silencio y nadie sabía qué hacer para romper esa terrible pausa.
En ese momento la doctora Carriol entró. Aunque no sabía exactamente qué iba a encontrar, la sorprendió encontrar a Miriam gimiendo, a su madre agitándose de un lado a otro, y a Joshua sentado observando lo que pasaba como si todo ocurriera en una película muy antigua y silenciosa.
Su madre encargó café y sándwiches. Andrew volvió y todos se sentaron, excepto Joshua que se fue a su habitación sin decir nada. No regresó, pero no hablaron de él con la doctora Carriol y se concentraron en la Marcha del Milenio.
– Está todo bajo control -dijo-. He tratado durante semanas de persuadir a Joshua de que descanse, pero no quiere oír hablar de ello. La marcha comenzará pasado mañana en Wall Street Side en la 125 y seguirá por el puente de George Washington hacia Jersey. Luego bajará por la 195 hacia Filadelfia, Wilmington, Baltimore y finalmente Washington. En la carretera 195 hemos arreglado un camino perfecto para que quede alejado de la muchedumbre, pero que quede al mismo tiempo entre ellos. Hemos instalado una plancha de madera alta, en medio de la carretera y dejaremos que la gente camine a su lado, pero debajo de él. Todo el tráfico utilizará la Jersey Turpnike. La 195 es mejor para nuestros propósitos porque pasa a través de las ciudades, en lugar de rodearlas como la Turpnike.
– ¿Cuánto tiempo durará? -preguntó James.
– Es difícil de decir. Joshua camina muy rápido, ya lo saben y no creo que acepte que su marcha se planee dentro de un tiempo establecido. Deja atrás a la mayoría de la gente rápidamente. Y supongo que lo hace para dar la oportunidad a otra gente de estar cerca de él. Sinceramente, no lo sé, porque nunca discute su técnica actual de marcha conmigo. De todas maneras, dispondremos de confortables espacios listos para acampar cuando sepamos dónde va a finalizar su jornada. Situaremos los campamentos en parques o en otros lugares públicos. Hay muchísimos en el camino.
– ¿Y qué pasará con la gente? -preguntó Andrew.