– Puedo caminar y voy a caminar.
– Lo lamento, pero no es posible.
Joshua se lanzó sobre ella, la tomó con sus manos y la golpeó contra la pared. Y, mientras le hablaba con el rostro muy cerca del suyo, seguía golpeándola una y otra vez.
– ¡No supongas que vas a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer! ¡Voy a caminar! ¡Voy a caminar porque debo caminar! Y tú no vas a decir nada. ¡Ni una palabra a nadie!
– Esto tiene que detenerse, Joshua, y si tú no quieres detenerlo, tendré que hacerlo yo -jadeó, incapaz de liberarse de él.
– Se detendrá solamente cuando yo lo diga. Voy a caminar mañana, Judith. Y pasado mañana. Haré todo el camino hasta Washington para cumplir el compromiso con mi amigo Tibor Reece.
– ¡Estarás muerto mucho antes de llegar allí!
– ¡Duraré hasta allí!
– ¡Entonces, por lo menos, déjame llamar a un médico!
– ¡No!
Se revolvió con furia, golpeándole con las manos.
– ¡Insisto! -gritó.
Él río.
– ¡Ya hace mucho tiempo que tú no me diriges! ¿De veras crees que todavía me controlas? ¡Pues ya no es así! Todo cambió en Kansas City. Desde que empecé a caminar entre la gente, he escuchado solamente a Dios y sólo hago el trabajo de Dios.
Miró de reojo su cara con temor y súbita comprensión. Realmente, estaba loco. Quizá siempre lo estuvo, pero era la locura mejor escondida que jamás había conocido.
– Debes detener eso, Joshua. Necesitas ayuda.
– No estoy loco, Judith -respondió amablemente-. No tengo visiones ni me comunico con poderes del más allá. Estoy más en contacto con la realidad que tú. Tú eres una mujer ambiciosa, dura y manipuladora y me has utilizado para favorecer tus propios fines. ¿O creías que no lo sabía? -Volvió a reír-. ¡Bueno, señora, pues ahora los papeles se han invertido! Tu delirio de poder y tus maquinaciones se terminaron. Harás lo que te diga y me obedecerás. Y si no lo haces, te destruiré. Puedo hacerlo. ¡Y lo haré! No es problema mío si tú no comprendes lo que hago y por qué lo hago. Yo he encontrado el trabajo de mi vida y sé cómo debo hacerlo y tú eres mi asistente. Así que, nada de médicos. ¡Y ni una palabra a nadie!
Eran los ojos de un loco. ¡Estaba loco! ¿Qué podía hacerle a ella? ¿Cómo podría destruirla? Pero luego pensó que si él estaba dispuesto a destrozarse con esa marcha, ella no iba a impedírselo. Él llegaría a Washington, porque era suficientemente loco y testarudo para hacerlo. Y eso era, después de todo, lo que tenía que hacer para servir a los fines de ella. Todo eso no era más que una insana autoflagelación. Su corazón y sus entrañas estaban en buen estado, pero exteriormente sufría graves daños. Viviría después de pasar un tiempo en el hospital. Judith Carriol estaba impresionada y asqueada de ver lo que una persona era capaz de hacerse a sí misma, se imaginaba el horror que cualquier persona sana experimentaría al ver lo que un loco podía hacerse en nombre de un propósito o de Dios o de cualquier otra obsesión. Si quería caminar hasta Washington, podía hacerlo. Para ella, al fin y al cabo, era mucho mejor así. No pensaba desafiarle, pues en realidad había sido esa cósmica empresa lo que la había alejado de su casa y de su verdadero trabajo durante tantos meses. Pero él estaba equivocado, porque ella seguía utilizándole.
– Muy bien, Joshua, si eso es lo que quieres, así se hará -dijo-. Pero, por lo menos, déjame hacer algo por ti. Déjame buscar pomadas para aliviar el dolor, ¿de acuerdo?
La dejó ir de inmediato, como si conociera bien la batalla que Judith estaba librando en su interior, como si estuviera seguro de que ella guardaría el secreto.
– Ve a buscarlas, si quieres.
Le ayudó a subir los pocos escalones para entrar en la bañera. Era verdad que no sentía dolor, porque se sumergió en el agua con un suspiro de genuino placer y ningún gesto de agonía vino a turbar su expresión.
Cuando Judith salió, la familia se reunió con ella rápidamente. Por un momento, pensó que habían oído la discusión entre ella y Joshua. Luego se dio cuenta de que el ruido del agua lo había ahogado todo y observó que los rostros demostraban una normal preocupación.
– Se está bañando -dijo, sin darle importancia-. ¿Por qué no hacéis lo mismo? Tengo que salir un momento, pero tal vez hay algo que usted podría hacer por Joshua -dijo a su madre.
– ¿Qué, qué? -preguntó ella ansiosa.
– Si consigo unos pijamas de seda, ¿cree que podrá coserlos dentro de los pantalones que Joshua usará mañana? Está un poco irritado y creo que mañana no hará tanto frío para que use ropa interior de abrigo. El equipo de abrigo es cómodo y ligero y con ropa interior de seda se sentirá mejor.
– ¡Oh, pobre Joshua! Voy a ponerle crema para la piel.
– No. Me temo que no está de humor para que le cuiden. Tenemos que ser cautelosos, como con los pantalones de seda. Regresaré tan pronto como pueda -dijo y se colgó la bolsa del hombro y abandonó la carpa.
El mayor Whiters estaba a cargo del campamento nocturno. La doctora Carriol le había conocido en Nueva York, así que él ya sabía que ella era un oficial de mando en estos acontecimientos. Cuando le pidió que encontrara pijamas de seda para esa noche, asintió y se fue.
En la tienda hospital, pidió productos para tratar granos y quemaduras, sin preocuparse en dar explicaciones. Le dieron pomadas y polvos, que guardó en su bolso junto con las vendas y regresó con el doctor Christian.
No tenía dolores, le habían desaparecido en el momento en que le cubrieron de flores, un signo de tanto amor y tanta fe, que sintió que su esfuerzo era reconocido. Eran millones los que acudían para caminar con él, y no les decepcionaría. No lo haría, aunque le costara la salud. Sería su última acción sano. Judith nunca había creído en él, sino sólo en ella misma. La caminata fue fácil, cuando las flores terminaron con su dolor. Después de las duras condiciones que había soportado durante aquel invierno, hundiendo sus pies en la nieve, caminando contra el aire helado, la Marcha del Milenio era una fiesta, sobre todo pudiendo andar sobre esa plataforma que le habían instalado. Todo lo que tenía que hacer era abrir las piernas y mantenerlas en movimiento bajo ese sendero interminable. Era algo tranquilo y narcotizante, sin cambios ni peligros. Devoraba los kilómetros y ese primer día sintió que podría caminar ilimitadamente. Y la gente lo seguía libremente, con gran alegría.
El efecto que su lastimado cuerpo produjo a Judith no le afectó, le resultaba indiferente y no sentía dolor. Tampoco se molestó en mirarse en un espejo; en realidad, no tenía ni idea de lo horrible que resultaba su apariencia.
Pero no debía preocuparse. Ella se sometió, como era de esperar, cuando él le recordó todas las ventajas que tendría si le dejaba terminar la marcha. Inclinó la cabeza contra el costado de la bañera y se relajó profundamente. Era tan relajante sentir cómo el agua se agitaba con más violencia que él mismo.
Al principio, la doctora Carriol pensó que estaba muerto, porque la cabeza se apoyaba en un ángulo que parecía no permitirle respirar. Su grito de alarma fue tan fuerte que traspasó el burbujeo del agua, le hizo levantar la cabeza, abrir los ojos y mirarla confusamente.
– Vamos, voy a ayudarte a salir.
No podía secarlo con una toalla, porque rozaría sus llagas, así que le secó con el aire de la habitación, que no tenía vapor. Después le acostó en una camilla y le cubrió con varias sábanas. En principio, pensó en que le dieran un masaje, pero en seguida descartó la idea. Pero la camilla sería útil. Se contentó con aplicar pomada antibiótica en todos sus forúnculos.
– Quédate aquí -ordenó-. Voy a traerte sopa.
Su madre estaba muy ocupada cosiendo cuando Judith entró en el cuarto central de la tienda, pero todos los demás se habían retirado para bañarse o dormir un rato antes de la cena.