– ¡Oh, qué inteligente ha sido el mayor Withers al mandárselo directamente a usted! Me pregunto de dónde sacó un pijama de seda con tanta rapidez.
– Era suyo -dijo su madre.
– ¡Dios mío! -rió Judith-. ¿Quién lo hubiera pensado?
– ¿Cómo está Joshua? -preguntó ella, de una forma que Judith comprendió que sospechaba que él estaba muy enfermo.
– Un poco agotado. Creo que le daré un plato de sopa y nada más. Puede dormir allí, está cómodo. -Se acercó a la mesa y tomó un tazón y una cuchara-. ¿Me puede hacer un gran favor?
– ¿Sí?
– No se le acerque.
Sus grandes ojos azules se abrieron, pero se tragó la desilusión.
– Por supuesto, si piensas que es lo mejor.
– Creo que es lo mejor. Usted ha sido un alma maravillosa. Sé que ha sido una época horrible para usted, pero en cuanto esto termine, le mandaremos a un largo descanso y le tendrá para usted sola. ¿Qué le parece Palm Springs, eh?
Pero ella sonrió tristemente, como si no creyera una palabra.
Cuando la doctora Carriol regresó a la habitación con el plato de sopa, el doctor Christian se sentó con las piernas colgando fuera de la camilla. Parecía muy cansado, pero no exhausto. Se había envuelto en una sábana para ocultar sus peores heridas, que estaban en la parte baja del pecho y debajo de los brazos. Hasta los dedos de los pies estaban tapados con el borde de la sábana. Le alcanzó la sopa sin decir una palabra y se quedó mirándole mientras bebía.
– ¿Más?
– No, gracias.
– Mejor que duermas aquí, Joshua. Por la mañana te traeré ropa limpia. Todo está en orden, la familia cree que estás muy cansado e irritable. Y tu madre está ocupada cosiendo un pijama de seda dentro de los pantalones que usarás mañana. No hace tanto frío y te sentirás mejor con la seda que con la ropa interior térmica.
– Eres una enfermera muy capaz, Judith.
– Hago solamente lo que me indica el sentido común; más allá estoy perdida. -Con el tazón vacío en la mano, le miró desde arriba-. ¡Joshua! ¿Por qué? ¡Dime por qué!
– ¿Por qué qué?
– Éste secreto sobre tu estado.
– Nunca fue importante para mí.
– ¡Estás loco!
Inclinó la cabeza hacia un lado y se rió de ella.
– ¡Divina locura!
– ¿Hablas en serio? ¿Te estás burlando?
Él se acostó en la estrecha camilla y miró al techo.
– Te amo, Judith Carriol. Te amo más que a cualquier otra persona en el mundo.
Esa frase la impresionó más que ver su cuerpo, tanto que se desplomó en la silla más cercana a la camilla.
– ¡Oh, seguro! ¿Cómo puedes decir que me amas después de todo lo que me has dicho hace menos de una hora?
Él volvió la cabeza, mirándola con tristeza y extrañeza, como si esa pregunta fuera una desilusión más.
– Te amo por todas esas cosas. Te amo porque necesitas que te amen más que cualquier otro ser humano de los que conozco. Te amo en la medida que lo necesitas. Y te amaré así.
– ¡Como un horrible y desfigurado viejo! ¡Gracias! -Se levantó de la silla y salió de la habitación.
La familia había regresado. Ya no sabía encontrar la manera de decirle las cosas a Joshua. ¿Cómo podía esperar que reaccionara cuando le daba esa clase de noticias en momentos como ése? «¡Maldito seas, Joshua Christian! ¿Cómo pretendes suponer que vas a protegerme?»
Dio la vuelta, regresó a la habitación, se acercó a él, que tenía los ojos cerrados, le tomó el mentón con sus manos y acercó su cara a unos veinte centímetros. Abrió los ojos. Negro, negro era el color de los ojos de su verdadero amor.
– ¡Quédate con tu amor! -dijo-. ¡Guárdatelo donde te quepa!
Por la mañana la doctora Carriol ayudó al doctor Christian a vestirse. Joshua tenía costras en las peores zonas, pero Judith no creyó que ese comienzo de cicatrización siguiera su curso normal con la marcha del día. Esa noche tendría que arreglar mejor las cosas. Debía colocar una cama para Joshua y encontrar algún sistema para sacar todo el vapor de la habitación. Mientras le vestía, él no dijo una palabra, permaneció sentado y movía las piernas y los brazos como una respuesta automática a los movimientos de ella. Pero aunque lo negara, tenía dolores y cuando le sobresaltaban de golpe, temblaba como un animal.
– ¿Joshua?
– ¿Mmmmm? -no fue una respuesta muy alentadora.
– ¿No crees que en algún lugar, a lo largo de la vida, cada uno de nosotros debe tomar una decisión definitiva? Quiero decir, ¿a dónde vamos y si vamos a situar nuestra visión en algo grande o en algo pequeño?
No contestó y, aunque no estaba segura de que la hubiera oído, continuó obstinadamente.
– No hay nada personal en esto. Estoy haciendo un trabajo que sé hacer bien, probablemente porque no dejo que nadie se interponga en mi camino. ¡Pero no soy un monstruo! ¡De verdad que no! Nunca hubieras podido andar entre la gente si yo no lo hubiera hecho posible. ¿No te das cuenta? Yo sé lo que la gente necesita, pero no puedo dárselo yo misma. Así que te busqué para que hicieras lo que se tenía que hacer. ¿No lo entiendes? Y tú fuiste feliz al principio, ¿no es cierto?, antes de que esos extraños pensamientos empezaran a rondarte por la cabeza. ¡Joshua, no puedes culparme por lo que sucedió! ¡No puedes! -Sus dos últimas palabras eran producto de la desesperación.
– ¡Oh, Judith, ahora no! -gritó dolorosamente-. ¡Todo lo que tengo que hacer es caminar a Washington! ¡No tengo tiempo para eso!
– ¡No puedes culparme a mí!
– ¿Tengo que hacerlo? -preguntó.
– Supongo que no -respondió torpemente-. Pero oh…, a veces desearía ser otra persona. ¿Has deseado eso alguna vez?
– ¡Cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día lo deseo! Pero el modelo debe terminarse antes de que yo termine.
– ¿Qué modelo?
Sus ojos cobraron vida tan brevemente como el brillo de la luz del incienso.
– Si supiera eso, Judith, sería más que un hombre y eso es exactamente lo que no soy.
Y salió para comenzar la caminata.
Millones de personas seguían su caminata. En el primer día fue de Manhattan a New Brunswick y cada vez iba más ligero y era seguido por más gente. Siguió caminando a través de Filadelfia, Baltimore y Wilmington hasta Tos suburbios de Washington.
Algunos de los bulliciosos neoyorquinos habían seguido todo el camino con él hasta Washington. Y nunca hubo menos de un millón en movimiento. En Nueva Jersey se les unió el gobernador de New Brunswick y en Filadelfia, el gobernador de Pensilvania. El gobernador de Maryland, teniendo en cuenta su peso y su edad, optó por unirse al comité de recepción en Washington, pero el director de la Junta de Jefes de Estado, diecinueve senadores norteamericanos, un centenar de congresistas y un grupo de unas cincuenta personas, entre las cuales se encontraban generales, almirantes y astronautas, se deslizaron entre las personalidades que ya marchaban.
Joshua seguía caminando, ante la mirada atónita de la doctora Carriol. Y cada noche, cuando se detenía, ella cuidaba de la lenta disolución de su cuerpo, le cosían un par de pijamas de seda dentro de los pantalones que usaría al día siguiente. La familia trataba de aceptar alegremente que el doctor fuera alejado de ellos por su celosa guardiana, que era la que más se preocupaba por ocultar el estado y los sufrimientos de Joshua.
El doctor Christian había dejado de pensar en New Brunswick. El dolor había cesado en Nueva York, el pensamiento en New Brunswick y la caminata terminaría en Washington. Todo lo que tenía en su mente era ese único objetivo: Washington, Washington, Washington.
Pero algo en su mente debió de traicionarle, no en su parte consciente, porque sabía perfectamente que sólo habían llegado a los suburbios de Washington, a un lugar llamado Greembelt. Ésa era la última noche que iban a pasar en la carpa. Sin embargo allí bajó la guardia y se relajó, como si ya hubiera recorrido el Potomac. En lugar de ir directamente al espacio destinado a su uso privado, se sentó con la familia en la zona principal, hablando y riéndose, volviendo a su antiguo yo. En lugar de tomar una sopa, disfrutó de una buena comida en compañía de su familia, con carne, patatas, café y coñac.