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Tenía muchos dolores. La doctora Carriol tenía suficiente experiencia para detectar los síntomas, su incapacidad de fijar la mirada en los ojos de los demás, los espasmos musculares al realizar ciertos movimientos, que según él eran calambres, el rostro demacrado y la falta de continuidad en su conversación.

Al final tuvo que ordenarle que se retirara a darse un baño y él aceptó de buena gana.

Tan pronto como entraron, él se dirigió al cuarto de baño. Vomitó absolutamente todo, de forma dolorosa, con espasmos. Se negó a moverse hasta estar seguro de que no vomitaría más y entonces le ayudó a llegar a la cama. Se sentó en el borde respirando con dificultad, con la cara pálida y sudorosa.

Las explicaciones, las recriminaciones, las acusaciones y las disculpas, todo eso había terminado en New Brunswick. Desde entonces, el doctor Christian y la doctora Carriol se habían acercado mucho, unidos por un lazo de dolor y sufrimiento, unidos ante la faz del mundo, para preservar su secreto a toda costa. Judith era su sirvienta y su enfermera, el único testigo de que su batalla continuaba, el único ser humano que comprendía lo frágil que era Joshua Christian.

Le apoyó la cabeza contra su vientre, mientras él trataba de respirar, luego le limpió la cara y las manos y le hizo enjuagar la boca, unidos en silencio.

Cuando por fin se puso el pijama de seda limpio y todas sus heridas estuvieron cubiertas con pomada, Joshua habló lentamente, con claridad:

– Voy a caminar mañana -fue todo lo que dijo.

No pudo decir nada más, porque temblaba demasiado; la piel de sus labios estaba morada.

– ¿Puedes dormir?

Una sombra de sonrisa cruzó su cara. Asintió y cerró los ojos de inmediato.

Permaneció a su lado, sentada en una silla y sin apartar los ojos de su cara, hasta que estuvo segura de que dormía. Entonces se levantó de puntillas y fue a telefonear a Harold Magnus.

Libre por fin de la Casa Blanca, el señor Magnus se disponía a comer una opípara, aunque tardía cena, cuando la doctora Carriol le telefoneó a su casa.

– Tengo que verle inmediatamente, señor Magnus -dijo-. No puedo esperar.

No estaba descontento, estaba furioso, pero conocía suficientemente a Judith Carriol para no discutir. Su casa estaba al otro lado del río, en las afueras del Arlington. El Ministerio del Medio Ambiente estaba mucho más cerca de Greembelt, pero él detestaba que le apartaran de su casa y no le gustaba comer con prisas.

– En mi oficina entonces -dijo con brusquedad y cortó. La cena consistía en salmón ahumado, coq au vin, así que prefería esperar a su regreso. ¡Mierda!

El Ministerio del Medio Ambiente había sido construido después de la orden de máximo racionamiento de combustible, así que no tenía pista para helicóptero y su terraza se había sacrificado para una serie de habitaciones para depósitos de papelería. Por lo tanto, la doctora decidió viajar en coche desde Greembelt, haciendo uso de uno de los vehículos reservados para las personalidades que participaban en la marcha. La distancia no era muy grande, pero el viaje duró tres horas. La ciudad estaba repleta de gente que deseaba unirse a la última etapa de la Marcha del Milenio. El ambiente era carnavalesco y la gente se reunía y algunos incluso acampaban. Pese a que habían más coches en Washington que en ninguna otra parte del país, ya nadie respetaba las leyes de tráfico. El coche iba esquivando a la multitud, tocando la bocina y evitando las carpas, lo cual irritaba a la doctora Carriol, pero no se preocupó porque sabía que a Harold Magnus le ocurriría lo mismo, ya que venía de más lejos. No tenía sentido que llegara antes que él.

Pero la multitud era mucho menor en la orilla del Potomac, del lado de Virginia y la doctora Carriol no calculó bien la distancia desde Greembelt hasta el Ministerio, en contraposición a la distancia desde Falls Church. Harold Magnus tardó únicamente dos horas. De todas maneras, cuando llegó estaba de pésimo humor. Durante ocho días había estado al lado de Tibor Reece, sin poder abandonar la Casa Blanca. Detestaba quedarse allí, porque la comida era mala, poco frecuente y jamás servían dos veces. Incluso durante la noche no le era posible escabullirse, porque Tibor Reece había decidido que permaneciera allí por si algo le sucedía al doctor Christian. El señor Magnus se había dedicado a la máquina de chocolatinas de la cafetería de la Casa Blanca y durante sus ocho días de exilio había consumido grandes cantidades de chocolate. Pero esa noche, la última, se había rebelado. Telefoneó a su esposa, le encargó su cena favorita y rehusó la cena de la Casa Blanca. A las nueve de la noche se marchó a su casa, con la excusa de que debía ocuparse de su ropa para la gran recepción del día siguiente.

Cuando el ministro irrumpió en su oficina, poco después de las dos de la mañana, la cara de la señora Taverner se iluminó. Se había ocupado de todo durante su reclusión en la Casa Blanca y el trabajo había sido excesivo.

– ¡Oh, señor, cuánto me alegro de verle! Necesito desesperadamente que firme, decida y me dé algunas directrices.

Magnus siguió caminando y le indicó con un gesto que le siguiera a su despacho.

Juntó todos los papeles, tomó su cuaderno y le siguió.

Trabajaron durante una hora. De vez en cuando, el ministro miraba el reloj de la pared, porque él no usaba reloj.

– ¿Dónde diablos estará ella? -preguntó cuando terminaron.

– Tardará en llegar, señor. Viene por la ruta de la marcha y me imagino que estará llena de gente.

Pero la doctora Carriol llegó cinco minutos más tarde, justo cuando la señora Taverner se instalaba en su escritorio para seguir trabajando. Una mirada de comprensión se cruzó entre las dos mujeres. Luego se sonrieron.

– Terrible, ¿no?

– Bueno, ha estado encerrado ocho días en la Casa Blanca y la comida no le gusta. Pero su humor ha mejorado desde que se instaló en su despacho.

– ¡Oh, pobrecito!

Su humor había mejorado. Comería más tarde. Helena Taverner no había cometido muchos errores en su ausencia, debía acordarse dé hacerle un lindo regalo. Su exilio en la Casa Blanca había terminado. Recibió a la doctora Carriol con gran efusividad.

– Bueno, Judith, todo va mejor, ¿no?

– Sí, señor ministro -dijo sacándose el abrigo.

– Esta noche en Greembelt, mañana en el Potomac y será la última etapa. Hemos colocado una plataforma de mármol que será la base del monumento del Milenio, altavoces en cada esquina y en cada parque en varios kilómetros a la redonda y un comité de recepción formado por el Presidente, el Vicepresidente, congresistas, embajadores, el Primer Ministro Rajpani, jefes de Estado, estrellas del Cine y de la Televisión, decanos de varias facultades y ¡el rey de Inglaterra!

– El rey de Australia y Nueva Zelanda -corrigió ella.

– Bueno, sí, pero es el rey de Inglaterra, es que a los comunistas no les gustan los reyes. -Llamó a la señora Taverner para pedirle café y sándwiches-. ¿Tomará una copa de coñac conmigo, Judith? Sé que no bebe, pero el Presidente me dijo que el doctor Christian le ha convencido de que tome un poco de coñac con el café y yo también he adquirido esa costumbre.

Como ella no contestaba, la miró detenidamente, agitando la mano para disipar el humo de su cigarro.

– ¿Le molesta el humo? -preguntó preocupado.

– No.

– ¿Qué sucede entonces? ¿No está listo su discurso? Él sabe que tiene que hablar, ¿no?

Suspiró profundamente.

– Señor ministro, no va a hablar mañana.

– ¿Qué?

– Está… enfermo -dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras-. En realidad, está mortalmente enfermo.