– ¡Oh, tonterías! ¡Tiene un espléndido aspecto! Le he estado observando durante todo el maldito trayecto con el Presidente, listo para actuar si le sucedía algo y le aseguro que no le he perdido de vista.
¿Cómo es posible que un enfermo camine a esa velocidad? ¿Qué pasa realmente?
– Señor Magnus, tiene que creerme. Está desesperadamente enfermo, tanto que temo por su vida.
La contempló inseguro, hasta que decidió creerla, pero sin poder reprimir una última protesta por las noticias.
– ¡Tonterías!
– No, es la verdad. Lo sé porque le curo cada día, por la noche y por la mañana. ¿Sabe lo que es su cuerpo debajo de su ropa? Es una masa de carne viva. Dejó escapar su vida atravesando el Norte en invierno. Perdió muchísima sangre y no le queda piel. Sus glándulas sudoríparas son granos llenos de pus cuando estallan y un verdadero infierno cuando están madurando. Tiene los dedos gangrenados por el frío. ¿Me escucha?
El rostro del ministro se volvió ligeramente verdoso.
– ¡Dios mío!
– ¡Está terminado, señor Magnus! No sé cómo caminó hasta aquí, pero ése es su canto del cisne, créame. Y si no quiere que muera, será mejor que me ayude para evitar que camine hasta el Potomac mañana.
– ¿Por qué diablos se guardó esto para usted sola? ¿Por qué no me lo dijo? -Gritaba tanto que no se dio cuenta de que su secretaria abría la puerta y la cerraba inmediatamente sin atreverse a entrar.
– Tuve mis razones -respondió sin dejarse intimidar-. Quiere vivir y se curará si le llevamos a un lugar muy tranquilo y aislado y con la mejor atención médica que podamos conseguir y sin perder tiempo. -Se iba sintiendo mejor a cada minuto. Le era tan agradable dominar a Harold Magnus.
– ¿Esta noche?
– Esta noche.
– Muy bien, cuanto antes, mejor. ¡Mierda! ¿Qué voy a decirle al Presidente? ¿Qué va a pensar el rey de Inglaterra, cuando llegue y no le encuentre? ¡Qué locura! -La observó inquisidoramente-. ¿Está segura de que el hombre está terminado?
– Estoy segura. Mírelo desde otra perspectiva -continuó, demasiado cansada para evitar el tono de despreciativa ironía-, el resto del grupo está en muy buena forma. Ninguno de ellos ha caminado durante todo el invierno, se han entrenado y no han caminado todo el trayecto hasta Washington como él. El senador Hiller, el mayor O'Connor, los gobernadores Canfield, Griswold, Kelly, Stanhope y De Matteo, el general Pickering, etc., están todos en buena forma. Así que lo mejor será dejar ese día para ellos. El doctor Joshua Christian era la fuerza conductora de la Marcha del Milenio, pero las cámaras ya se han fijado en él durante ocho días. Y tenemos que aceptar que al doctor Christian no le importa nada el rey de Inglaterra, el emperador de Siam o la reina de Corazones, no más de lo que el rey de Inglaterra le importa el doctor Christian. Así que dejemos que el señor Reece, los senadores y los gobernadores y todo el resto tengan el día de mañana. Dejemos que Tibor Reece suba a la plataforma y se dirija a la multitud. Adora al doctor Christian, no hará un discurso que no sea acorde con la situación. Y a la multitud en esta etapa no le va a importar quién les hable. Han sido participantes en la Marcha del Milenio y eso es todo lo que querrán recordar.
La mente de Magnus seguía todos sus razonamientos con más lentitud de la normal. No había dormido bien en esos últimos ocho días, ni había comido durante muchas horas más que chocolatinas y se sentía algo débil.
– Supongo que tiene razón -dijo pestañeando-. Sí, va a funcionar. Debo ver al Presidente ahora mismo.
– ¡Espere! Antes de que salga corriendo, quiero que tome algunas decisiones sobre dónde y cómo llevamos al doctor Christian. Palm Spring está fuera de discusión. Yo pensé en ese lugar antes de saber lo enfermo que estaba. Además, está demasiado lejos. Lo que me preocupa es que sea secreto. Adondequiera que lo llevemos tiene que ser un lugar donde no haya posibilidad de chismes ni de murmuraciones. No queremos que se filtren rumores sobre su estado de salud, porque lo convertirían en un mártir. Deberá tratarlo un pequeño grupo de especialistas y enfermeras bien escogido, en un lugar cerca de Washington, donde nadie pueda encontrarlo. Por supuesto, los médicos y las enfermeras deberán estar bajo altas normas de seguridad.
– Sí, sí, no podemos permitir que le conviertan en un mártir, vivo o muerto. Tenemos que poder mostrarlo a la gente, dentro de un año o cuando sea en perfecto estado de salud y listo para salir.
La doctora Carriol levantó las cejas.
– ¿Entonces?
– Entonces, ¿qué? ¿Alguna sugerencia?
– No, señor ministro, ninguna. Yo pensé que tal vez usted conociera algún lugar, como es de Virginia. No puede estar muy lejos para que el equipo médico pueda conseguir todo lo que necesite desde su habitual base de operaciones, que supongo que estará en Walter Reed, ¿no es así?
Asintió.
– Debe ser un lugar aislado y solitario.
Dejó el cigarrillo apagado sobre el cenicero y buscó uno nuevo.
– Son los mejores cigarros -dijo y resopló-. Éstos son los mejores.
La doctora Carriol le observó con atención.
– Señor Magnus, ¿se siente usted bien?
– ¡Claro que estoy bien! No puedo pensar sin un cigarro, eso es todo. -Volvió a chupar el cigarro-. Bueno hay un posible lugar, una isla en Palmico Sand, en Carolina del Norte. Está desierta y perteneció a la familia de tabaqueros Binkman. No quisieron diversificar la industria. Deben ser los únicos que no quisieron hacerlo. -Volvió a soplar.
La doctora Carriol se estaba irritando por la torpeza de Harold Magnus, pero esperó pacientemente.
– Un poco antes de la marcha me hablaron del asunto. Parece ser que los Binkman quieren donar a la nación el lugar, si no lo pueden vender. En realidad, ahora es un santuario de pájaros y de vida salvaje. Hace años que está así, pero los Binkman no tenían dinero para conservarlo en buen estado. Tienen una linda casa que ocupaban durante el verano y la arreglaron porque pensaron que podían venderla junto con la isla, pero hace unas semanas el negocio falló. Y si no se libran del lugar van a tener que pagar una enorme cantidad de impuestos.
Y ésa es la oferta. Creo que esperan que la nación lo compre como un lugar de descanso para el Presidente. Es ideal, pero con el asunto de la marcha, no he podido hablar de ello con el Presidente. No hay nadie en la casa ni en la isla, pero me aseguraron que todo funciona. Hay agua y un generador diesel para la energía eléctrica. ¿Cree que eso serviría?
Se estremeció.
– Me parece ideal. ¿Tiene algún nombre el lugar?
– Pocahontas Island. Tiene solamente dos kilómetros de largo y uno de ancho. Parks dice que figura en el mapa. -Llamó a la señora Taverner-. ¡Maldita mujer! ¿Dónde están el café y el coñac?
Todo apareció rápidamente, pero cuando la secretaria se disponía a retirarse, él la detuvo.
– Espere, espere. Doctora Carriol, ¿tiene usted bastantes conocimientos médicos para darle a Helena una idea de los médicos que necesita?
– Sí, señora Taverner. Necesitamos un cirujano cardiovascular, un buen clínico, un especialista en shock y quemaduras, un anestesista y dos enfermeras de la clase A, todo ello con las normas de alta seguridad. Van a necesitar todo lo que se necesita en el tratamiento de shock, agotamiento, quemaduras, infecciones y lo que supongo que puede ser gangrena, malnutricion crónica y también instrumental apropiado para forúnculos. ¡Ah!, y será mejor que venga también un psiquiatra.
Este último pedido hizo que el señor Magnus mirara sorprendido a la doctora Carriol, pero se abstuvo de hacer comentarios.
– ¿Lo ha anotado todo? -preguntó á la señora Taverner-. Bueno, le diré lo que tiene que hacer en cuanto se vaya la doctora Carriol.
Y ahora, consígame línea con el Presidente.
La señora Taverner palideció.
– Señor, ¿cree que debemos hacerlo? ¡Son casi las cuatro de la mañana!