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El Ministerio del Medio Ambiente agrupaba a varias secretarías menores, como la de la Energía, cuya existencia se remontaba a la segunda mitad del siglo anterior. Era la niña bonita de ese notable ejecutivo llamado Augustus Rome, que manejó con tanta habilidad al pueblo y a ambas Cámaras del Congreso y que consiguió cumplir cuatro períodos consecutivos como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; guió los destinos del país a lo largo de sus épocas más turbulentas, en las que Gran Bretaña pasó a formar parte de la Comunidad Europea, se produjeron las incruentas revoluciones de izquierda que llevaron a todo el mundo árabe a refugiarse bajo el paraguas comunista, la firma del Tratado de Delhi y los reajustes masivos que éste produjo. Algunos afirmaban que Augustus Rome les había vendido; otros sostenían que sólo gracias a su habilidad había logrado mantener y consolidar la esfera de influencia de los Estados Unidos en el hemisferio occidental. Ciertamente, en los últimos veinte años, el mundo occidental había dado un giro hacia los Estados Unidos, a pesar de que los cínicos afirmaban que fue así porque no les quedó otra alternativa.

El Ministerio del Medio Ambiente actual había sido construido en el año 2012, remplazando a las oficinas que hasta entonces se dispersaran por la ciudad. Era el edificio ministerial más grande y estaba provisto de unas modernas instalaciones de conservación de energía. El calor que se desperdiciaba en el sótano del edificio, donde se hallaban las computadoras, provocaba la envidia de los Ministerios de Relaciones Exteriores, Justicia, Defensa, y demás, que en vano intentaban obtener los mismos resultados en edificios que no habían sido construidos teniendo en cuenta esa posibilidad. El Ministerio del Medio Ambiente era completamente blanco para obtener la máxima iluminación; tenía techos bajos para ahorrar espacio y calor; era acústicamente perfecto para evitar la neurosis del ruido y resultaba absolutamente monótono para recordar a los que allí trabajaban que, después de todo, seguía siendo una institución.

La Cuarta Sección ocupaba el último piso por completo y daba a la calle K. En ese piso se encontraban las oficinas del ministro. Para llegar hasta allí, la doctora Carriol subió con agilidad los siete pisos de gélidas escaleras, recorrió varios corredores y se detuvo frente a otra puerta dirigida por el sonido de su voz.

– Rumbo a un mar sin sol.

Y sus palabras tuvieron el efecto mágico de un «ábrete Sésamo». La Cuarta Sección estaba en plena actividad, como siempre. La doctora Carriol prefería trabajar de noche, así que rara vez aparecía por allí antes del almuerzo. La gente que se topaba con ella la saludaba con respeto, pero sin familiaridad, como correspondía. No sólo tenía gran antigüedad en su cargo, sino que era la jefa de la Cuarta Sección. Y ésta era el cerebro del Ministerio. Por lo tanto, la doctora Carriol poseía un inmenso poder.

Su secretario era el hombre con el nombre más cómico de todo el Ministerio: John Wayne. Medía poco más de un metro setenta, era miope y padecía de un leve síndrome de Klinefelter, que le había impedido llegar a la plena madurez sexual, por lo que no le había crecido la barba y hablaba con una voz demasiado infantil. Pero su nombre ya no le resultaba una carga tan odiosa como antes y hacía tiempo que había dejado de lamentar que el propietario original del nombre hubiera sobrevivido a casi todos sus contemporáneos del cine hasta llegar a convertirse en una especie de figura del culto moderno.

John vivía para su trabajo y lo llevaba a cabo de forma increíble, aunque, por supuesto, rara vez llevaba a cabo algunas de las tareas básicas de los secretarios, pues para eso contaba con sus propios secretarios.

Siguió a la doctora Carriol hasta su oficina, donde permaneció en silencio hasta que ella se desembarazó de los metros de piel de marta que la cubrían, y que había adquirido justo antes de dejar de comprar ropa para comprarse una casa. Bajo las pieles lucía un sencillo vestido negro sin alhajas ni más adornos. Su aspecto era sorprendente, aunque no era una mujer bonita ni atractiva, en el habitual sentido de la palabra. Estaba rodeada de un halo de sofisticación y serena elegancia y tenía algo de «intocable» que impedía que su nombre figurara entre la lista de las bellezas del Ministerio. Sus ocasionales citas eran siempre con hombres de gran éxito, extremadamente mundanos y seguros de sí mismos. Se peinaba su cabello ondulado al estilo de Walis Warfiel Simpson, con raya al medio y sujeto por un moño a la altura de la nuca. Sus ojos eran grandes y de párpados pesados y de un extraño tono verde. Su boca era ancha, rosada y bien dibujada. Su piel era muy pálida y no se entreveían venas en su cara ni demasiado color. El contraste de esa palidez con el cabello y las cejas y pestañas negras, le conferían una distinción de la que ella era muy consciente y que utilizaba. Sus manos eran largas y delgadas, de uñas cortas y sin esmalte y movía los dedos como las patas de una araña. Su cuerpo era esbelto, con estrechas caderas y poco busto, y se movía con tal fuerza sinuosa e inesperada celeridad, que en el Ministerio la apodaban la Víbora.

– Hoy es el gran día, John.

– Sí, señora.

– ¿No ha habido modificaciones con respecto a la hora?

– No, señora. A las cuatro en la sala de conferencias.

– Perfecto. No me hubiera sorprendido nada que él hubiese cambiado el horario en el último momento para poder prescindir de mí y estar presente.

– No lo hará, señora. Esto es demasiado importante y su jefe vigila todo muy de cerca.

Se instaló detrás de su escritorio, se volvió en su silla giratoria y bajó la cremallera de sus botas de cuero negro, que remplazó por unos sencillos zapatos negros, de tacón igualmente alto, que estaban cuidadosamente guardados en el último cajón de su escritorio. La doctora Carriol era obsesivamente ordenada y formidablemente eficaz.

– ¿Café?

– ¡Qué idea tan excelente! ¿Hay alguna novedad que deba conocer antes de la reunión?

– Creo que no. El señor Magnus está ansioso por hablar con usted antes de la reunión, pero eso era de esperar. Supongo que se alegra de que por fin se haya terminado la fase preliminar de la Operación de Búsqueda.

– ¡Me alegro muchísimo! A pesar de que ha sido interesante. ¡Pero duró cinco años! ¿Cuánto tiempo hace que te uniste a nosotros, John, tras renunciar a tu puesto en el Departamento de Estado?

– Hace… más o menos dieciocho meses.

– Probablemente hubiéramos tardado menos en organizar todo esto si hubiera contado contigo desde el principio. En medio de ese caos que es el Departamento de Estado, encontrarte fue como tropezar con una mina de oro.

Él se ruborizó un poco y, bajando la cabeza con incomodidad, desapareció por la puerta a la mayor velocidad que pudo.

La doctora Carriol descolgó el auricular de uno de los lados de la centralita beige de su despacho.

– Habla la doctora Carriol. Por favor, señora Taverner, comuníqueme con el ministro.

La conexión no se hizo esperar ni un instante.

– Señor Magnus, habla la doctora Carriol.

– ¡Quiero estar presente! -exclamó el ministro con tono lastimero y casi petulante.

– Señor ministro, mi equipo de investigadores y sus jefes siguen teniendo la impresión de que la Operación de Búsqueda ha sido un ejercicio puramente teórico. Y quiero que sigan creyéndolo, por lo menos, hasta que puedan tener los resultados frente a sus narices, y para eso todavía faltan algunos meses. Pero si usted se presenta hoy en la reunión, olerán a gato encerrado. -Contuvo el aliento al comprender que había dado un paso en falso. «¡Qué imbécil eres, Judith!», pensó, porque cuando se trataba de palabras, no había nadie más rápido que Harold Magnus.

Pero él estaba absorto pensando que había quedado excluido y no lo advirtió.