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– ¡Oh, mierda! -gimió-. Deme un poco de café. ¿Dónde está Helena?

– No lo sé.

En ese preciso momento llamó John Wayne para decir que había encontrado a la señora Taverner y en qué condiciones la había encontrado.

– Traiga café para el señor Magnus, por favor -ordenó, inclinándose contra el borde del escritorio, mientras miraba irónicamente a su jefe, que se apretaba la cara con desesperación.

– No me siento bien -murmuró-. Es gracioso, nunca me había pasado esto, ni siquiera tomando diez copas.

– ¿Tiene ropa para cambiarse, algo para la ceremonia del siglo?

– Creo que sí -bostezó con los ojos llenos de lágrimas-. ¡Oh, tengo que pensar! ¡Necesito pensar!

John apareció con el café.

– ¿Cómo está la señora Taverner?

– Está bien, pensando en su suicidio. No para de decir que nunca estuvo tan agotada.

– Dígale que cuenta con todo mi apoyo y que ningún trabajo y ningún jefe pueden consentir que alguien se mate trabajando. ¿Por qué no la manda a casa?

Cuando John salió, la doctora Carriol le alcanzó el jarro de café a Magnus, que lo tomó de un trago sin azúcar, aunque estaba caliente. Le devolvió el jarro.

– Póngame más.

Le sirvió y tomó ella también un poco.

Esta vez lo tomó más despacio.

– ¡Oh, qué día! Todavía no me siento bien.

– ¡Pobre hombre! -respondió sin ninguna simpatía-. Supongo que no sabía que la señora Taverner también se desplomó. Ha estado a punto de llevar a esa buena y leal mujer hasta la muerte.

En ese momento golpearon la puerta. Apareció la señora Taverner con mejor aspecto. Había tenido unos minutos para recuperarse.

– Gracias, doctora Carriol. Ahora me iré a casa si el señor Magnus me da permiso. Pero hay algo que quedó pendiente. ¿Qué debo hacer con la lista de médicos que me dio anoche?

El color del rostro de la doctora Carriol desapareció. Por un momento, la señora Taverner pensó que la jefa de la Cuarta Sección iba a tener un ataque de epilepsia, porque se quedó rígida, con los ojos girando en las órbitas y produciendo un extraño sonido con la garganta. Se recuperó tan rápidamente que antes de que la señora Taverner se diera cuenta ya había cruzado la sala y estaba sacudiendo al señor Magnus con violencia.

– ¡Pocahontas Island! -dijo-. ¡El equipo médico!

– ¡Oh, Dios mío, Judith! ¡No lo hice!

– Llame a John -dijo la doctora Carriol a la señora Taverner-. Y ahora no puede irse a su casa. Tenemos trabajo. -Empujó al ministro como si se tratara de un molesto insecto y volvió al escritorio para llamar por teléfono, pero antes de que la señora Taverner saliera la llamó-. Helena, consígame línea con el Walter Reed Hospital. Quiero hablar con el administrador.

La doctora Carriol conocía de memoria el número que conectaba con el helicóptero presidencial. Lo marcó.

– Habla la doctora Carriol -dijo con calma-. ¿Dónde está Billy?

– Todavía no ha llegado, señora. Tampoco llamó por radio y no conseguimos localizarle.

La cabeza le latía. O tal vez fuera su corazón.

– Salió esta mañana a las seis y media para una misión especial y debía regresar a Washington a las ocho y media, como máximo. Dijo que tenía que cargar combustible.

– Ya lo sabemos, señora. Sabíamos que su destino era secreto, pero pidió mapas y preguntó dónde podía cargar entre Washington y Hatteras. Ya controlamos toda la ruta y no está registrado en ningún lado. Nadie ha informado de un pedido de auxilio, así que suponemos que se ha quedado en el lugar de destino sin combustible y con la radio estropeada.

– Es probable que haya decidido cumplir primero la misión e ir a cargar combustible después. Si se ha quedado sin combustible durante el vuelo habrá bajado, ¿no es cierto? Me parece que hace dos meses en Wyoming sucedió algo parecido cuando iba a recogernos.

– ¡Sí, claro! -contestó la voz del otro lado-. Eso es lo bueno que tienen esos aparatos, pueden aterrizar en cualquier lado. Y él sabe hacerlo.

– Entonces debemos suponer que se quedó en el lugar de destino, donde no hay teléfono ni ninguna persona, así que si tiene la radio estropeada, no puede ponerse en contacto con nosotros -dijo, mirando a Harold Magnus con reproche-. Gracias, si sabe algo avíseme de inmediato. Estoy en el despacho del ministro del Medio Ambiente. ¡No, no, no cuelgue todavía! Necesito un helicóptero grande para llevar de ocho a diez personas y varios kilos de equipo médico. Es urgente. Búsquelo mientras yo me ocupo de lo demás.

– No puedo hacerlo, señora -contestó-. Todos los aparatos están destinados para el Presidente y las personalidades que deben asistir a la ceremonia.

– ¡Al diablo con la ceremonia y las personalidades! -exclamó la doctora Carriol-. Quiero ese helicóptero.

– Necesitaré una orden del Presidente -dijo la voz, lacónicamente.

– La tendrá, así que empiece a moverse.

– Sí, señora.

Se encendió la luz de otra llamada.

– ¿Sí?

– Walter Reed, doctora Carriol, el administrador.

Le alcanzó el teléfono al señor Magnus.

– Tome, hable usted -dijo fríamente-. Es su problema.

Mientras él hablaba, la doctora Carriol salió de su despacho y pidió comunicación con la Casa Blanca.

– ¿Algún problema, Judith?

– Un gran problema, señor Presidente. Tenemos una situación de emergencia. Aparentemente el doctor Christian está en Pocahontas Island sin la atención médica que debía tener hace horas. No me pueden dar un helicóptero para llevar a los médicos sin una autorización suya, porque dicen que la ceremonia necesita todos los helicópteros para llevar a las personalidades. ¿Podría dar la orden para que me cedan uno?

– Espere un momento. -Ella oyó cómo él daba instrucciones y luego volvió a hablar con ella-. ¿Qué sucedió?

– El señor Magnus tuvo un leve ataque de corazón cuando le dejé esta madrugada. Me temo que sucedió antes de que pudiera organizar la atención médica que debía enviar al doctor Christian. Esto es un gran problema, supongo que se hace usted cargo. Quiero ir inmediatamente a la isla con el equipo médico. También ha habido un problema con el helicóptero que le llevó hasta allí, porque el piloto no ha hecho contacto desde las seis y media de la mañana.

– De modo que Harold ha tenido un ataque al corazón, ¿no es así? -Le pareció que el Presidente hablaba con un tono levemente sarcástico.

– Se desmayó en su despacho, señor. Pedí una ambulancia a Walter Reed.

– ¡Pobre Harold! -dijo, esta vez con un tono abiertamente irónico-. Téngame informado, ¿quiere? Es un consuelo saber que hay alguien sensato en el Ministerio.

– Gracias, señor Presidente.

Volvió a la oficina y esperó que su jefe acabara de hablar con el administrador.

– ¡Muy bien, está todo arreglado -exclamó, sintiéndose un poco mejor al ver que las cosas estaban bajo control-. Ahora puedo dejarle el problema, ¿no? Necesito ir a cambiarme para la ceremonia.

– ¡Ah, no! -dijo la doctora Carriol con firmeza y tranquilidad-. Acabo de salvarle de la furia del Presidente, diciéndole que tuvo usted un ataque al corazón, leve por supuesto, esta mañana. Así que deberá parecer muy enfermo y hará que le lleven en una ambulancia al Walter Reed Hospital, tan pronto como lo pueda organizar.

De repente se puso verde y parecía realmente muy enfermo.

– ¡Pero me voy a perder al rey de Inglaterra! -Luego su expresión se volvió más peligrosa-. ¿Por qué tuvo que contarle eso al Presidente?

– No tuve otra posibilidad. No hay helicóptero disponible para llevar el equipo médico a Pocahontas, y necesité que diera la orden, lo cual significa que sabe todo lo que pasó. Lo siento, señor Magnus, pero yo no inventé el lío. Usted lo hizo. Y ahora se quedará sin ceremonia. Ése será su castigo.