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Cuando salió de allí, se prometió que nunca más volvería a quedarse sin coche por culpa del ministro.

Cuando el gran helicóptero del ejército salió del Walter Reed Hospital eran las once y media. Dentro iba la doctora Carriol; Charles Miller, cirujano vascular; Ignatius O'Brien, cirujano plástico; Mark Ampleforth, especialista en shock y quemaduras; Horace Percey, psiquiatra; Samuel Feinstein, fisiólogo; Barney Williams, anestesista; Emilia Massino, enfermera general y Lurline Brow, especialista en terapia intensiva.

Antes de que el helicóptero saliera, la doctora Carriol informó al equipo de que el doctor Christian estaba muy enfermo. Les dijo que aquellos que debieran quedarse serían recompensados con un vuelo a Palm Springs y unas semanas bajo el sol del sur de California. Todas las provisiones serían enviadas por el helicóptero presidencial y no podrían contratar personal doméstico. El piloto del avión del Ejército se encargaría de poner en marcha el generador diesel. En ese vuelo llevarían comida y bebida necesaria para un día y todo el equipo médico necesario, así como una cama de hospital y un tanque con combustible por si no los había en la isla.

Volaron por el mismo terreno por el que había volado Billy unas horas antes y el piloto y la doctora Carriol miraron buscando rastros de un accidente. Cuando dejaron atrás Washington, el cielo se llenó de nubes, pero no era peligroso para la altitud a la que volaba, el helicóptero. Cuando llegaron a la isla estaban seguros de que encontrarían allí a Billy y a su helicóptero.

Dieron vueltas a la isla buscando el helicóptero, pero no hallaron ningún rastro. El piloto se encogió de hombros.

– Me parece, señora, que no se alejaron mucho de aquí -dijo, señalando el lugar donde Billy aterrizó.

– De todas maneras, baje. Quiero echar un vistazo.

Para entonces, ya eran las doce y media, porque el gran aparato del ejército era mucho más lento que el de Billy.

– Apuesto a que el generador está en esa cabaña, bajo los árboles -dijo el piloto, señalando hacia un lugar, que estaba a unos cuatrocientos metros de la casa-. Será mejor que bajen todos antes de que baje a examinar el lugar.

– Gracias por no tener en cuenta las reglas sobre transporte de pasajeros y combustible.

– El Presidente me pidió que lo hiciera así.

El equipo médico desembarcó con todas las cosas y el piloto se dirigió hacia la choza.

Todos esperaban que ella les condujera, así que la doctora Carriol tomó la iniciativa y se dirigió hacia la verja doble de la pared del patio y empujó para entrar.

– ¡Dios mío! Este lugar debió estar infestado de malaria en otra época -dijo el doctor Ampleforth-. ¿Quién construyó la casa aquí?

– Por lo que recuerdo, toda la Costa Oeste estaba infestada de malaria -dijo la doctora Carriol-. Y supongo que se las arreglaron.

Cuando entraron, todo parecía normal, porque el hombre gris colgaba entre las densas sombras, al fondo del pasillo.

La doctora Carriol caminó enérgicamente por el patio y se encaminó a la casa. El equipo médico la seguía, inseguro de la misión que debía llevar a cabo.

A mitad de camino se detuvo abruptamente.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó alguien.

Se detuvo, anduvo unos pasos y volvió a detenerse, tendiendo los brazos para impedir que los demás avanzaran.

– Quédense donde están, por favor.

El doctor Christian colgaba, con los huesos sobresaliendo de sus pies destrozados, con todo el peso de su cuerpo inclinado hacia la tierra, menos la cabeza y las manos. Sus dedos estaban firmemente atados a la soga que mantenía sus muñecas. Miraba hacia abajo, con los ojos entornados. La soga se había clavado en su cuerpo, porque el rostro estaba igualmente congestionado. La lengua estaba dentro de sus labios partidos. Los ojos no se le salían de las órbitas. El paro respiratorio le había privado de oxígeno y su cuerpo tenía el color aguado de la madera. Los moratones eran apenas perceptibles.

Pasaron varias semanas antes de que la doctora Carriol pudiera enfrentar las emociones que esa visión le había provocado y entonces le fue muy difícil catalogar esas emociones. Durante el tiempo que permaneció mirándolo, sintió solamente que eso era lo correcto, lo inevitable, un modelo que se completaba, aunque faltaban unos detalles finales.

– ¡Oh, Joshua! -dijo sonriendo-. ¡Es perfecto! ¡Es hermoso! El mejor final para la Operación Mesías, que yo jamás hubiera soñado.

La enfermera blanca lloraba y la negra había caído de rodillas, los médicos estaban silenciosos y arrodillados.

Judith Carriol fue la única que pudo hablar.

– ¡Judas! -dijo, saboreando la palabra-. Sí, algunas cosas son inmutables. Yo te abandoné para tu crucifixión.

En Washington todo había terminado. La Marcha del Milenio concluyó con una gran fiesta romana. Dos millones de personas se dispersaban por las calles y las plazas de Washington y Arlington, cogidos de la mano, cantando, bailando y besándose.

El Presidente estaba a orillas del Potomac, esperando a la familia Christian, a los senadores, al alcalde de Nueva York, y a todo el resto. Habló desde la plataforma blanca de mármol, desde donde debía haber hablado el doctor Christian, después de lo cual el rey de Australia, Nueva Zelanda, el Primer Ministro de la India, el de China y otros doce jefes de Estado hablaron unas pocas palabras para no aburrir ni ofender a nadie. Agradecieron al doctor Christian por haberle dado una nueva esperanza al mundo, se maravillaron por el espíritu demostrado durante la Marcha del Milenio.

Alrededor de la una, mientras todos los dignatarios políticos, estrellas de cine, políticos y otras personalidades se reunían en un lugar especial, erigido cerca del Lincoln Memorial, para refrescarse después de la ceremonia y antes del Baile del Milenio, un asistente se acercó al Presidente y le susurró algo al oído. Aquellos que le observaban se dieron cuenta de que su rostro denotaba un estado de conmoción, con los labios abiertos para decir algo, pero sin producir ningún sonido. Luego pareció reaccionar, asintió con la cabeza y dio las gracias. Luego siguió conversando con Su Majestad, pero tan pronto como pudo se excusó y se retiró del lugar. Regresó a la Casa Blanca y esperó a la doctora Carriol.

Llegó poco después de las dos de la tarde, en uno de los helicópteros más rápidos de que disponía.

Cuando entró en la Oficina Oval, el Presidente pensó que ella estaba muy calmada, considerando la magnitud del acontecimiento. Pero luego, cuando la conoció mejor, decidió que era una clase admirable de mujer, incapaz de sentir pánico, excesos emocionales, cálida y sin ser efusiva y, por encima de todo, apreció su inteligencia mucho más que su apariencia. Todo ello aumentó la atracción que Tibor Reece sentía por ella, por el fuerte contraste con Julia, hasta límites que él desconocía.

– Siéntate, Judith. ¡No puedo creerlo! ¿Es verdad? ¿Está realmente muerto?

Judith se pasó una mano por los ojos.

– Sí, señor Presidente, está muerto.

– Pero, ¿qué sucedió?

– Debido a la enfermedad del señor Magnus, el equipo médico no fue enviado a Pocahontas. Supongo que el helicóptero que llevó al doctor Christian allí esta mañana, le dejó allí sin darse cuenta de que no había nadie. Deben haberse ido porque no hay nadie en toda la isla, pero Billy y el soldado que le acompañaban han desaparecido de la faz de la tierra. Los guardacostas, la marina y la fuerza aérea les buscaron durante más de dos horas y no encontraron rastro de ellos. Es como si se hubieran desvanecido con el secreto. -Se estremeció de forma involuntaria y Tibor Reece pensó que era la primera vez que la veía incapaz de controlarse.

– Deben haber caído al mar -dijo pensativo.

– Si fuera así, tendría que haber una mancha de aceite. El pronóstico del tiempo en esa zona era bueno y no hay razón para suponer que perdieron el curso como si se tratara de un avión. Billy tenía todas las cartas de navegación antes de salir y usted ya le conoce. ¡Es el mejor piloto!