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– Sí.

– Le aseguro que ese helicóptero desapareció.

El Presidente decidió que era más conveniente apartar esos pensamientos del aparato desaparecido y que a la doctora Carriol todavía le quedaba un hueso duro de roer.

– ¿Así que a causa… del ataque del señor Magnus, el doctor Christian fue abandonado allí y murió por negligencia?

La doctora Carriol le lanzó una mirada y sus extraños ojos verdes brillaron de forma demoníaca.

– El doctor Joshua Christian -dijo con lentitud- murió crucificado.

– ¿Crucificado?

– En realidad, se crucificó él mismo.

El Presidente perdió el color, sus labios se movieron sin producir ningún sonido y su mente se formulaba tantas preguntas que era incapaz de hablar. Por último, pudo hablar.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo, cómo pudo hacer algo así?

Se encogió de hombros.

– Estaba loco, por supuesto. Yo lo supe esta mañana y observé todos los síntomas que habían ido creciendo desde un mes después de que publicaran el libro. Pero hoy se suponía que iba directo a las manos de los médicos y no había razón para que pensara lo contrario. No digo que su locura fuera permanente. Más pien… pienso que se debió al exceso de trabajo al principio y luego, a los esfuerzos físicos. Normalmente, debía haber recuperado la cordura al recuperar la salud de su cuerpo. Después de un verano de descanso, debería haber regresado a su estado normal.

– Entonces, ¿qué sucedió, por el amor de Dios?

– Aparentemente, llegó a Pocahontas y se encontró completamente solo. Hizo una cruz con dos durmientes de ferrocarril, que encontró, junto con las herramientas, en un cobertizo al lado del patio. El patio de esa casa tiene el suelo hecho de durmientes similares a las que usó para hacer la cruz. Había pedazos de madera por todo el lugar. Por supuesto, no pudo clavarse y se ató. Se subió a un taburete, que luego retiró de un puntapié. Murió por paro respiratorio, que parece ser la causa por la que morían los crucificados.

El Presidente parecía agobiado y lo estaba. Las imágenes que la doctora Carriol le brindaba eran imposibles de asociar al hombre, con el que pasó una velada en la Casa Blanca, disfrutando del coñac, citando a Kippling, fumando un cigarro y comportándose de la forma más humana.

– ¡Es una blasfemia! -dijo.

– Para ser justos con el doctor Christian, no es una blasfemia, porque eso significa un estado de mente suficientemente organizado para poder burlarse. El doctor Christian estaba loco y la convicción de que uno es Jesucristo es muy típica de los dementes. Su propio nombre, su extraordinaria posición, la adulación que recibía a donde iba; todos esos recuerdos y experiencias fueron afianzándose en su mente y cuando su pensamiento se desintegró, perdió el contacto con la realidad y se creyó que era Jesucristo.

Lo que me parece increíble es que haya podido crucificarse a sí mismo. Físicamente estaba extremadamente enfermo. Todas esas caminatas en el frío le destruyeron. Anduvo entre la gente como Jesucristo, señor Presidente. Y verdaderamente era un hombre bueno, como Jesucristo.

Las implicaciones de lo que estaba diciendo la doctora Carriol, comenzaron a deprimirle. Se enderezó y preguntó.

– ¿Qué sucedió con el cadáver?

– Le bajamos de inmediato.

– ¿Y la cruz que él hizo?

– La colocamos en un cobertizo de piedra del patio, junto con las otras tablas que se guardaban allí.

– ¿Dónde está ahora el cadáver?

– Di instrucciones al equipo para que lo llevaran a Walter Reed y lo dejaran en el depósito en secreto, mientras esperaban sus instrucciones personales.

– ¿Cuánta gente le vio allí? -Una expresión de disgusto borró todo el afecto y respeto que sentía por ese hombre. La aseveración de la locura le hizo preguntar-: ¿Cuánta gente le vio colgado de la cruz?

– Solamente el equipo médico y yo, señor Presidente. Afortunadamente, había enviado al piloto para que se ocupara de poner en marcha el generador. Después de encontrar al doctor Christian, mantuve al piloto alejado de la zona. Sabe que el doctor Christian ha muerto, pero cree que la causa es la enfermedad.

– ¿Dónde está ahora el equipo médico? ¿Quiénes son?

– Regresaron todos a Walter Reed. Son todos oficiales de alto rango y han sido investigados a fondo. Me aseguré de ello antes de viajar a Pocahontas.

La doctora Carriol le observaba imperturbable mientras Tibor Reece consideraba todas las alternativas y sopesaba sus méritos. No podía eliminar al equipo médico, porque ésa era la clase de cosas que se podían hacer con desconocidos, pero ni siquiera el Presidente de los Estados Unidos podía hacer que desaparecieran ocho oficiales de alto rango de sus propias Fuerzas Armadas. Aunque se hiciera con la mayor profesionalidad, todas las narices detectarían el mal olor. Una larga carrera en Washington había hecho que la doctora Carriol fuera muy escéptica sobre las acusaciones de asesinato en las altas esferas. No creía que existieran entre los políticos, porque éstos eran demasiado prudentes para arriesgar sus propios cuellos. Y el asesinato implicaba siempre un riesgo.

Tibor Reece estaba estudiando la posibilidad de suprimir la horrible naturaleza de la muerte del doctor Christian, porque si no lo hacía habría que pensar en otras alternativas.

Decidió que lo mejor sería ocultarlo todo y la sonrisa de la doctora Carriol lo aprobó. Eso era lo más prudente y lo más sensato. Tibor Reece invitaría al equipo médico a la Casa Blanca para hablar de sus vanos y heroicos intentos de salvar la vida al doctor Christian y mientras lo hacía, podía pedirle que guardaran silencio sobre todo lo ocurrido en la isla. Naturalmente, todos se comprometerían a guardar silencio. Pero se preguntaba si el Presidente comprendía que el tiempo era un enemigo implacable. Pese a que la desnuda descripción de la muerte del doctor Christian había impresionado al Presidente, sabía que ni comprendía bien la visión que conservaban los que la habían visto. El horror podía amortiguarse y la impresión podía desaparecer, pero ninguno de los que le habían visto crucificado, podría olvidar esa visión en toda su vida. La muerte del doctor Christian perseguiría a esas ocho personas mientras vivieran. Cuando Tibor Reece pudiera reunirles para rogarles su absoluta discreción, ellos ya habrían hablado, no con sus superiores ni con sus compañeros, pero sí con los seres queridos porque uno no puede dejar de compartir semejante experiencia con aquellos que ama.

El Presidente había considerado las consecuencias personales de esa muerte y debía considerar la repercusión de la noticia en el país en el mundo y en su gobierno.

– Siempre estuvimos de acuerdo en que no podemos tener un mártir -dijo con amargura.

– Señor Presidente, la muerte del doctor Christian es el resultado de varios fenómenos cósmicos, que escapan a nuestro control, por lo cual no pueden considerarle un mártir. Los mártires se hacen, son víctimas de la persecución. ¡Pero nadie acosó jamás al doctor Christian! El Gobierno de este país siempre colaboró con él, transportándole en sus viajes hasta la Marcha del Milenio. Ésos son hechos de los que usted puede enorgullecerse, hechos que indican claramente el aprecio de este Gobierno por él. Y eso, señor, es algo que no debe olvidar cuando considere la muerte del doctor. El martirio es algo de lo que no debe preocuparse.

Apoyó el mentón en su mano, se mordió el labio y luego la miró irónicamente.

– Los mártires pueden ser de dos clases: los perseguidos y los que se hacen a sí mismos. Él es de esa última clase. Es un mártir que se ha hecho a sí mismo. Seguramente, Judith, admitirá que ese tipo de mártires existen, mire si no a la mitad de las madres del mundo.

– Entonces, deberemos asegurarnos de que la gente no lo mire desde esa perspectiva -dijo la doctora, poniéndose de pie-. Si no me necesita ahora, señor Presidente, si no le importa, voy a ir a Walter Reed para ver al señor Magnus.