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Parecía asombrado. Era evidente que había olvidado la existencia del ministro del Medio Ambiente.

– ¡Sí, claro! Gracias, Judith. Por favor, dele mis saludos al señor Magnus y dígale que le visitaré mañana por la mañana. -Sus ojos oscuros brillaban peligrosamente.

La doctora Carriol le miró con extrañeza. Era obvio que, de alguna manera, el Presidente se había dado cuenta de que Harold Magnus fingía.

Esa noche, una nación cansada, pero muy contenta, pensó en regresar a la rutina diaria, de acuerdo con la orden que el Presidente impartió por todas las cadenas de radio y televisión. Eso sucedió a las ocho de la noche, a la hora en que debía empezar el Baile del Milenio que, por supuesto, fue suspendido.

Cómodamente instalada en su propio living, sin zapatos y tapada con un manta, la doctora Carriol encendió su aparato de televisión. Se aproximaba el final del día más largo de su vida.

El lazo que uniera su intelecto y sus emociones y que tanto la había sofocado a veces se había roto de una forma brutal y, de alguna manera, ese corte había sido doloroso. No sabía a ciencia cierta si ella había sido el genio maléfico del doctor Christian o si había sido al revés. Probablemente, era un poco las dos cosas. El discurso de Tibor Reece para la nación marcaría el final de un capítulo de su vida llamado Joshua Christian.

Después de dejar la Casa Blanca para ir a ver a Harold Magnus en el hospital, los horrores del día no disminuyeron. Cuando se dirigió al hospital entre las delirantes multitudes que vagaban por Washington, la informaron de que el ministro tenía prohibidas las visitas. Tenía suerte, estaba realmente enfermo y había tenido un verdadero ataque después de que ella le dejara en su despacho. No había duda de que eso sería comunicado al Presidente y todo se olvidaría. ¡Maldición!, pensó. Sin embargo, tuvo la oportunidad de ver al doctor Ampleforth y descubrió que el Presidente ya se había puesto en contacto con ellos para dar órdenes sobre la absoluta discreción que debía rodear a la muerte del doctor Christian.

Mientras volvía en su coche, deseando regresar a su casa, le hicieron llegar un mensaje del Presidente en el que le pedía que diera la noticia de la muerte del doctor a su familia, y que lo hiciera pronto, antes de que les llegara por otra fuente. También debía decirles que un coche les llevaría a la Casa Blanca a las siete de la tarde para que el Presidente les diera personalmente el pésame.

La doctora Carriol se había arrastrado, doliente y afligida, hasta el hotel HayAdams, donde se alojaba la familia. Les encontró un poco perplejos. Nadie les había podido decir dónde estaba Joshua. Le explicaron que la recepción había sido impresionante, aunque estaban algo angustiados porque Joshua no estaba allí. Había sido muy agradable hablar con el rey de Australia y Nueva Zelanda, parecía muy amable y de modales refinados. También habían disfrutado con el intercambio de saludos e inclinaciones con tantos primeros ministros, congresistas y demás personalidades. Pero Joshua no estaba allí. ¡Joshua estaba enfermo! Lo que realmente deseaban era permiso para verle. Pero, en el fondo, estaban deseando que eso no ocurriera.

Cuando a las seis de la tarde, apareció la doctora Carriol, la recibieron como al hijo pródigo. Ella, a la que todos suponían futura esposa de Joshua, era el único canal de comunicación con él. Los acontecimientos de los últimos días habían reducido el grupo de seis a cuatro y la rebelión surgía entre ellos. La preocupación había convertido rápidamente la indignación en ira. Andrew había condenado la conducta de su mujer con Judith, pero las palabras de Martha habían penetrado en la mente de su madre y en ese momento exigía respuestas.

¿Se vería obligado Judas a hablar con Mary y los demás después de la muerte de Jesús y antes de que Judas se ahorcara? Judith, Judas, Judas. La figura de Judas era necesaria. Siempre habría un Judas. Sin él, la humanidad nunca se salvaría, porque era el elemento que justificaba el nacimiento del dolor y de la muerte y todos los estadios intermedios, y el dolor. Judas era aquel que tenía grandes ambiciones, pero necesitaba el talento de otros para alcanzar el éxito. Judas era aquel que iba tras el genio de los otros. Judas sacaba provecho y perdía, hacía chantaje emocional, manipulaciones, desesperación, el autocastigo, era la intención más pura. ¡Judas no era traidor! ¡Nunca necesitó traicionar! Y Judas no era una aberración. Judas era la norma.

– Joshua ha muerto -dijo, antes de que la furia de los Christian la alcanzara.

Y, después de todo, la noticia no debió sorprenderles demasiado. Ya lo sabían. James se acercó a Miriam y Andrew a su madre. Y se quedaron mirándola. Nadie exclamó o lloró o demostró sus verdaderos sentimientos. Pero sus ojos la obligaron a cerrar los suyos para no ver.

– Murió -dijo con voz serena- a eso de las diez de la mañana. No creo que sufriera dolores. No lo sé. Su cuerpo está en el Walter Reed Hospital. Va a tener un funeral nacional dentro de cinco días y si ustedes lo permiten lo enterrarán en el cementerio de Arlington. La Casa Blanca se ocupará de todos los arreglos. El Presidente les enviará un coche porque quiere verles.

Con auténtica e ingenua sorpresa, descubrió que le resultaba imposible abrir los ojos y mirarlos. Tenía que hacerlo. Tenía que asegurarse de que aceptaban esa poca información. Tal vez creyeran que el Presidente les daría más detalles, pero ella sabía que no era así. Nadie les diría cómo había muerto Joshua o por qué razón.

Abrió los ojos y les miró directamente. Le devolvieron la mirada sin sospecha ni crítica. ¡Eso no era justo!

– Gracias, Judith -dijo su madre.

– Gracias, Judith -dijo James.

– Gracias, Judith -dijo Andrew.

– Gracias, Judith -dijo Miriam.

Judas Carriol sonrió con tristeza y les abandonó. Nunca volvió a ver a ninguno de los Christian.

En ese momento, la doctora Carriol estaba sola y podía cambiar su imagen pública. Observaba la pantalla que se llenaba con un primer plano del exterior de la Casa Blanca. Luego se borraba y aparecía la Oficina Oval. Se desvanecía esa imagen y finalmente, aparecía su sala privada. Estaba sentado en el sofá con la madre del doctor Christian a su lado, con aspecto sereno, maravillosa con su vestido blanco. Miriam estaba sentada en una silla, vestida de blanco y James estaba de pie, detrás de ella. A la izquierda del Presidente estaba Andrew. Los tres hombres vestían pantalones y jerseys azules. El que dispuso eso había hecho un brillante trabajo. La impresión para el espectador era impactante.

La cámara se aproximó al rostro del Presidente, cuyo aspecto era muy solemne, casi lincolniano. O tal vez el nuevo adjetivo fuera Christianiano.

– A las diez de esta mañana -dijo Tibor Reece- murió el doctor Christian. Hacía tiempo que sufría una grave enfermedad, pero se negó a someterse a tratamiento hasta que terminara la Marcha del Milenio. Tomó una decisión de conciencia, con pleno conocimiento médico de su condición.

Hizo una pausa y luego continuó.

– Me gustaría citar el discurso que él pronunció el otro día en Filadelfia, durante la marcha. Fue su último discurso. Creo que fue el mejor.

Sus ojos cambiaron sutilmente y la doctora Carriol se dio cuenta de que el Presidente estaba leyendo una pizarra.

– Estén tranquilos. Quédense quietos. Tengan confianza en el futuro, una confianza, sostenida por el conocimiento de que no están solos, no están abandonados porque son una parte esencial de la congregación de almas humanas llamada Norteamérica; una confianza, sostenida por el hecho de que han recibido una misión de Dios: preservar e iluminar el planeta en nombre del Hombre. ¡No en el nombre de Dios! ¡En el nombre del Hombre! Tengan esperanza en el mañana, porque vale la pena. No habrá un mañana sin la luz, si todos trabajamos para preservar esa luz. Porque, aunque en principio, es un don de Dios, sólo el hombre puede mantenerla ardiendo. Recuerden siempre que son hombres y que los hombres son fruto de la unión del hombre y de la mujer.