Выбрать главу

«Ofrezco un credo para este tercer milenio, tan antiguo como este tercer milenio. Un credo que se resume en tres palabras: fe, esperanza y amor. ¡Fe en ustedes mismos! ¡Fe en vuestras fuerzas y perseverancia! ¡Esperanza en un mañana mejor y más brillante! ¡Esperanza en vuestros hijos y en los hijos de vuestros hijos! Y amor… ¿Qué puedo decir sobre el amor que ustedes ya no sepan? ¡Ámense ustedes mismos! ¡Amen a aquellos que les odian! ¡Amen a los desconocidos! No gasten su amor en Dios, que ni lo espera ni lo necesita. Es perfecto y eterno y no necesita nada. Cada uno de vosotros es un hombre y es al hombre a quien debéis amar. El amor consuela la soledad. El amor calienta el espíritu. No importa lo frío que esté el cuerpo. ¡El amor es la luz del hombre!

Tibor Reece lloraba abiertamente, pero los cuatro Christian permanecían con los ojos secos y muy compuestos. Sin embargo, nadie pensó que sintieran menos pena.

– Él ha muerto -continuó el Presidente-, pero murió sabiendo que había vivido mejor que la mayoría de nosotros. ¿Cuántos de nosotros somos verdaderamente buenos, como él lo fue? Quise hablarles esta noche con sus palabras, porque no puedo ofrecerles las mías. Él era la fe. Él era la esperanza. Él era el amor. Les ha ofrecido un credo para este milenio, un credo que es el establecimiento del espíritu del hombre y de la mujer, un credo que puede ofrecerles una filosofía de vida positiva, en medio de este tercer milenio, duro y frío. Sosténganse en sus palabras y en sus recuerdos, porque el hombre del que él hablaba, nunca podrá morir verdaderamente.

Ése fue el final. La doctora Carriol apagó el televisor, antes de que empezara un reportaje especial de dos horas sobre la vida del doctor Christian.

Se puso de pie y fue a la cocina y abrió la puerta trasera. Encendió la luz que iluminaba toda esa parte.

En la leyenda, Judas se colgaba de un cerezo y entonces, como en ese momento, estaba en flor. ¡Qué hermoso morir entre tanta perfección!

En la casa de al lado alguien lloraba desconsoladamente por la muerte del doctor Christian, que había venido a salvar la raza del hombre y muriera al comienzo del experimento humano, con un sacrificio para calmar a los dioses y preservar al pueblo.

– ¡Puedes esperarme en vano, Joshua Christian! -dijo el árbol-. Todavía tengo muchas cosas que vivir.

Apagó la luz del jardín, entró y cerró la puerta de la cocina. En el patio trasero, los capullos florecían bajo la bóveda de plata de la luna, con una paciente y soñada belleza.

El que más se lamentó al oír las palabras del Presidente fue el doctor Chasen.

Cuando el Presidente pronunció sus primeras palabras, el doctor Chasen estalló en un paroxismo de dolor, gemidos y lágrimas y su esposa no pudo hacer nada para consolarlo.

– ¡No es justo! -dijo, cuando pudo hablar-. ¡No quería herirle! ¡No es justo! ¡No es justo! ¿Cuál es el modelo? ¿Por qué tuvo que ser así? ¡Yo no quería que sufriera!

Y comenzó a llorar de nuevo.

El Presidente envió a los Christian de regreso a Holloman en helicóptero, prometiéndoles que les enviaría a buscar el miércoles siguiente para el funeral de Joshua y el entierro en Arlington. Les llevaron en coche del aeropuerto hasta su casa y llegaron a primera hora de la mañana del sábado. Las plantas no habían sufrido su ausencia, porque Margaret Kelly se había ofrecido a cuidarlas y no había descuidado su trabajo. El aire era dulce y suavemente tranquilo.

– No creo que Mary y Martha lleguen a casa hasta mañana -dijo James.

– ¡Pobrecitas! Pensar que van a enterarse sin que estemos con ellas para ayudarlas -dijo su madre, que no había derramado una sola lágrima.

– Voy a hacer café -dijo Miriam, desapareciendo hacia la cocina, porque era incapaz de sentarse, incapaz de pensar o de mirar a aquellos tres rostros queridos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la madre a Andrew, que estaba sentado a su lado.

– Seguiremos. El trabajo no ha terminado. Acaba de empezar. Seguimos.

James se estremeció.

– Será muy duro, sin la gula de Joshua.

– No, va a ser más fácil.

– Sí -dijo James, después de un momento-. ¡Sí, lo haremos!

Permanecieron sentados los tres, en perfecta comunión.

Martha y Mary estaban en el tren cuando oyeron la noticia. Aunque en ese momento, Mary se disgustó por el comportamiento de Andrew con ellas dos, tuvo tiempo de calmarse en el esfuerzo por coger el tren, sobre todo porque debía de cuidar de Martha. Cuando estuvieron en el tren, Mary agradeció a Andrew su postura.

El tren estaba casi vacío a causa de la marcha. A las nueve de la noche llegó a Filadelfia y se detuvo. La plataforma estaba desierta, sin rastros de seres humanos, pero con sus despojos.

Los altavoces anunciaron en voz alta y clara las noticias de la radio local.

Mary y Martha oyeron en voz alta y clara las noticias de la radio local.

Martha se derrumbó contra Mary, pero no se desmayó. Mary escuchó la voz sin sorprenderse. El tren se puso en movimiento otra vez, como si el hombre que lo conducía prefiriera alejarse de esa voz.

«Lo sabía -pensó Mary-. Esta mañana supe que no volvería a verle y prefiero no estar con todas cuando lo anuncien. Los chicos y Miriam se ocuparán de mamá. Debo resignarme. Ya no puedo soportarlo más. Todo lo que deseaba era viajar. Y ellos me lo negaron siempre. Él me lo negó. La única persona que he amado, no me amó nunca, nunca pudo amarme.»

– ¡Oh, Mary! ¿Cómo voy a vivir? -preguntó Martha, con el rostro escondido.

– Como el resto de nosotros -respondió Mary-. A su sombra, como siempre.

El doctor Charles Miller, cirujano vascular, dijo a su esposa, que se preparaba para acostarse:

– ¡Se crucificó él mismo! ¡Te lo digo en serio! Y no puedo dejar de preguntarme: ¿Es así como le hemos hecho sentir? ¿Creyó que debía morir por nosotros? ¡Oh Dios, mío!

El doctor Ignatius O'Brien, cirujano plástico, le comentaba a su amante del mismo sexo, en su estudio de Arlington:

– ¡No creo que mi carne deje de hormiguearme! Al principio, pensé que estaba vivo, porque sus ojos miraban con una pena tan amarga y había una sabiduría en ellos… No puedo creer que esos ojos hayan muerto con el resto de su cuerpo.

El doctor Samuel Feinstein le dijo a su secretaria de mediana edad, en su consultorio del hospital Walter Reed.

– Bueno, por lo menos, esta vez no pueden culpar a los judíos, Ida. Si fuera cristiano, probablemente, sabría si lo que hizo fue una blasfemia o un martirio, pero no lo soy y nunca lo seré. ¿Pero sabe lo que más me impresionó? Esa mujer, Judith Carriol, parada allí con una gran sonrisa, diciendo algo así como: «¡Bien hecho, Joshua! Nunca pude soñar un mejor final para la Operación Mesías!» Oh, Ida, ¿significa eso que él lo fue?

El doctor Amplefforth, especialista en shock y quemaduras, le contaba a su novia de dieciocho años, durante un encuentro planeado originalmente para discutir sobre su matrimonio.

– Escucha, Sussy, cuando estoy preocupado, sé que hablo en sueños. Pero son sólo tonterías. Así que si me oyes hablar, por el amor de Dios, no te creas nada, ¿de acuerdo?

El doctor Horace Percey confesaba a su propio analista en el consultorio, al comienzo de la sesión.

– ¡Fue horroroso, Martin! El hombre de Holloman, relleno de paja. ¿Le escuchaste anoche, hablando del credo para el tercer milenio? Más bien me parece un nuevo opio para las masas.

El doctor Barney Williams le decía a su mujer durante la comida.

– ¡Pobre infeliz! Sólo en ese horrible lugar y tuvo las agallas de morir así… Debe haber tardado una hora en poder colgarse así. ¡Oh, y su cara!

La señorita Emilia Massino, enfermera general y capitán de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, le comentaba a su amante, disculpándose por no estar de buen humor.