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– No voy a poderlo olvidar mientras viva, Charles. ¿Conoces esos retratos de Jesús, cuya mirada te sigue a donde vayas? Bueno, así eran sus ojos. Tuve que moverme alrededor de él. Pero sus ojos me seguían…

La señorita Lurline Brown, enfermera especializada en terapia intensiva y mayor del Ejército norteamericano, le decía a su ministro:

– ¡Oh, reverendo Jones, yo tenía que estar allí! Cada vez que regreso tengo una experiencia mística. Ahora sé por qué. Así que le dije a mi marido y a mis hermanos que vayan a la isla y consigan esa cruz. ¡Él es el nuevo Redentor! ¡Aleluya!

Dos días más tarde, Tibor Reece, apesadumbrado, recordó algo que había olvidado hacer y dio las órdenes. Como resultado de esas órdenes, tres malhumorados marinos profesionales, se trasladaron en helicóptero a Pocahontas Island. Recibieron órdenes de entrar en el patio, encontrar un cobertizo de piedra, sacar todos los maderos que encontraran, llevarlos a una zona despejada, rociarlos con combustible y esperar a que se convirtieran en cenizas.

No les explicaron los motivos de esas órdenes. Aterrizaron, entraron en el patio y sacaron los maderos del cobertizo. Los arrastraron hasta un claro frente a la pared del patio y les prendieron fuego. Las maderas ardieron bien, porque estaban secas y eran muy viejas. En media hora, todo lo que quedó de ellas fue una mancha negra en el suelo.

Los marines subieron al helicóptero y se alejaron. Cuando llegaron a Quantico, informaron a su jefe de que la misión estaba cumplida. El oficial informó a su general y éste pasó la noticia a la Casa Blanca. Como nadie había mencionado que uno de los maderos tenía la forma de una T, ellos no advirtieron nada raro, pero la cruz no estaba en la isla.

A la semana siguiente, un muchacho, perteneciente a una familia tabacalera de Carolina del Norte, telefoneó al Ministerio del Medio Ambiente para informarles de que, lamentablemente, su familia había decidido retirar la oferta de donación del lugar del Presidente, porque consideraron que el Presidente no usaría un lugar tan desolado.

– Tenemos una oferta que no podemos rechazar, una oferta mucho más grande que la que ustedes nos ofrecían originalmente. La oferta proviene de una organización religiosa negra, muy poderosa y muy grande. Parece ser que quieren convertir el lugar en un centro de trabajo. Y como además preservarán los pájaros y la vida silvestre, honestamente nos parece que no podemos negarnos. Voy a ser sincero. ¡Necesitamos urgentemente ese dinero!

El funcionario terminó la conversación con un suspiro, pero sin sentirse demasiado molesto. De todas maneras, cuando bajó a informar de la llamada, no lo hizo al señor Magnus, porque éste había sido retirado de su puesto de forma repentina e inesperada. La razón oficial que se dio fue un problema de salud, pero corrían rumores por todo el Ministerio de que Harold Magnus estaba comprometido con la muerte del doctor Christian. El nuevo candidato era un profesional, una decisión del Presidente, que agradó a todo el departamento: la doctora Judith Carriol.

El funcionario informó del asunto a la doctora Judith Carriol.

Se puso muy rígida y sus ojos, que siempre parecían lejanos, cobraron vida. Rió hasta que se le cayeron las lágrimas y tuvo que toser para no ahogarse.

– Por supuesto, si usted quiere, podemos insistir -dijo el empleado-. La oferta fue verbal, pero tenemos una carta.

Después del ataque, la doctora Carriol sacó un pañuelo, se secó los ojos y se sonó la nariz.

– Yo no soñaría en insistir -dijo, reprimiendo otro espasmo de risa-. ¡Oh, Dios mío, no! Nuestro interés en esa zona es preservar la vida silvestre y los pájaros. En realidad, creo que es una bendición. Puedo asegurar que el Presidente no tiene ninguna intención de adquirir la propiedad. No es la parte de esta nación que más le gusta. Por otra parte, si una organización religiosa quiere la isla, no creo que sea una buena política el evitarlo. Dígale a su amigo que siga adelante con la venta. Apostaría mi vida a que esa venta no fracasará en el último momento.

Y comenzó otra vez a reír a gritos.

– Lo que no puedo entender, Judith -dijo el doctor Chasen a su nuevo ministro, varios días después del banquete de recepción-, es por qué aceptaste ese nombramiento. No puedes servir a dos amos. Ahora estás atada para siempre a la política de Tibor Reece. Cuando él deje la Casa Blanca, cosa que tarde o temprano sucederá, es muy probable que te pidan tu cargo y no podrás pedir que te devuelvan tu posición anterior. Es un cargo político y ya no podrás regresar al equipo permanente. Mi opinión es que los servicios públicos no deben tener afiliación política. -Se encogió de hombros-. Los jefes elegidos van y vienen y están preparados para tirar su carga ante los que ocupan el poder.

– No sabía que pensaras así -dijo la doctora Carriol con una mirada secreta de diversión.

El doctor Chasen no pudo contestar porque llamó la señora Taverner.

– ¿Doctora Carriol?

– Sí, Helena.

– El Presidente la llama.

– ¡Oh! ¿Puede decirle que estoy en una conferencia y que le llamaré más tarde?

Las cejas del doctor Chasen se alzaron.

– ¡No puedo creerlo, Judith! ¡No puedes contestar de ese modo a un mensaje del Presidente! ¡Es increíble!

– Tonterías -dijo con seriedad-. No me telefonea por asuntos oficiales. Tengo que cenar esta noche con él.

– ¡No me lo creo!

– ¿Por qué no? Ahora él es un hombre libre y yo estoy libre como siempre. Acabas de decirme que mi carrera como servidora pública está terminada, que soy un nudo en la soga de la Casa Blanca. ¿Quién puede objetar que cenemos juntos?

El doctor Chasen decidió que lo mejor era la discreción y cambió de tema.

– Judith, quiero preguntarte algo, porque creo que necesito un sí o un no tuyo. Me gustaría mucho ir a Holloman a visitar a los Christian. Pero si crees que no es una buena idea, no iré.

Frunció el entrecejo.

– Bueno, no puedo decir que la idea me fascine, pero no tengo motivos para objetarla. ¿Es algo personal?

– Sí. Nunca conocí a nadie de la familia de Joshua hasta el día del funeral y no me pareció una buena oportunidad para acercarme a ellos. Pero realmente me gustó la madre de Joshua. ¡Qué persona tan encantadora! Y me gustaría volver a verla para saber si está bien.

– ¿Te molesta la conciencia, Moshe?

– Sí y no.

– No te culpes nunca. Fue él, siempre fue él. Algunas personas no pueden ser moderadas. Tú le conociste. Era el hombre menos moderado del mundo. Tenía una mente brillante, pero siempre acababa pensando con sus entrañas. Nunca entendí eso. Era un desperdicio, Moshe.

– Fuera lo que fuese, sirvió bien a tus propósitos, Judith. ¿No te das cuenta? ¿No te da pena?

La doctora Carriol sacudió la cabeza sin maldad.

– Es imposible que sienta pena por Joshua Christian. Nunca morirá, lo sabes. Seguirá hasta la más remota posteridad. -Sonrió de forma misteriosa-. Yo me he asegurado de ello.

– ¡Ah! A veces pienso que el mundo es demasiado complicado para mí. -Se puso de pie mirando el reloj-. Vuelvo a la Cuarta Sección. Tengo dos conferencias esta tarde. ¡Pero casi preferiría hacer el amor con mi computadora!

– ¡Vamos, Moshe, sé justo! Yo no te obligo.

– Lo sé, lo sé, soy un judío. Tú, maneja la Cuarta Sección con tu genio habitual, Judith. Yo me encargaré del pensamiento y John Wayne de la parte administrativa. Y ya verás cómo funcionará todo.

– Moshe, ¿estás bien? ¿Te pasa algo?

– Con mi mujer no me pasa nada.

– ¿Todo está bien?

– Todo está bien -respondió, saliendo del despacho.

La doctora Carriol esperó un momento y tomó el teléfono. En el fondo, la llamada de Tibor Reece había sido muy oportuna porque le había evitado dar una explicación de por qué había abandonado su carrera en el servicio público. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Y hubiera sido un error. Moshe había cambiado desde la muerte de Joshua. ¡Y eso que no sabía cómo había muerto!