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– Me refiero a usted -protestó-. Me refiero a todo. Nunca pensé…

– ¿Que una anciana pueda moverse con facilidad a través de esto?… -irguió un poco la cabeza, la mirada ausente, reflexionando sobre ello-. Bien. No es usual, lo admito. Pero ya ve. Un día te acercas, por curiosidad. Pulsas una tecla y descubres que ocurren cosas en esa pantalla. Y que puedes viajar a lugares increíbles y hacer cosas que nunca soñaste hacer… -los labios apergaminados se curvaron en otra sonrisa que le rejuveneció el rostro-. Es más divertido que bordar o ver telenovelas venezolanas.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo eso?

– Oh, no mucho. Tres, cuatro años -se volvía hacia su hija, pidiéndole que la ayudara a hacer memoria-. Siempre fui una mujer curiosa, incapaz de pasar ante dos líneas impresas sin detenerme a leerlas… Un día Macarena compró un ordenador para su trabajo. Cuando se iba yo me sentaba ante él, impresionada. Había un juego, una especie de bolita de ping-pong, y con ella aprendí a manejar el teclado. Tengo dificultades para dormir, como sabe, así que terminé pasando muchas horas ante el ordenador… Creo que me hice adicta.

– A su edad -dijo Macarena, dulcemente.

– Pues sí -la anciana miraba a Quart como animándolo a expresar su reprobación-. Pero ya ve. Sentía tanta curiosidad que empecé a leer cuanto se relacionaba con la informática. Hablo inglés desde que lo estudié de niña en las Irlandesas, así que terminé suscrita a cursos por correspondencia y a revistas especializadas -emitió una breve risa tapándose la boca con una mano, casi escandalizada de sí misma-… Por suerte, aunque mi salud deja que desear, mi cabeza sigue en su sitio. En poco tiempo me convertí en una experta… Y le aseguro que, a mis años, eso es terriblemente divertido.

– También se enamoró -dijo Macarena.

Ahora madre e hija rieron juntas. Quart se preguntó si no estarían las dos mal de la cabeza; aquello parecía una monumental tomadura de pelo. O quizá era otra razón, la suya, la que empezaba a flaquear. Esta ciudad se te ha subido al cerebro, pensó atropelladamente. Haces bien en largarte ahora que estás a tiempo.

– Ella exagera -explicaba Cruz Bruner-. Lo que ocurrió fue que obtuve el equipo apropiado y poco a poco salí al exterior. Y bueno, sí, me enamoré cibernéticamente hablando. Una noche entré por casualidad en el ordenador de un joven hacker de dieciséis años… Debería usted mirarse a un espejo, padre. Tiene la cara más estupefacta que he visto en mi vida.

– No esperará que lo encuentre normal.

– No. Supongo que no.

La anciana acercó la mano al montón de revistas técnicas que tenía sobre la mesa y pasó un dedo pulgar por las hojas de algunas. Después señaló el modem conectado a la línea telefónica.

– Imagínese -añadió- lo que descubrir ese mundo supuso para una anciana de casi setenta años… Mi amigo respondía al nick, el apodo en jerga informática, de Mad Mike, aunque a veces operaba bajo el nombre de Vizconde Valmont. Y de la mano de mi vizconde, cuya voz y rostro desconoceré siempre, empecé a recorrer los vericuetos de este mundo fascinante… Su ordenador tenía una BBS pirata, y así entré en contacto con otros adictos a la alta tecnología, a menudo muchachos que pasan horas solos en sus dormitorios, manipulando ordenadores ajenos.

Lo dijo con un gesto de orgullo, como refiriéndose al más exclusivo club. El desconcierto debía de reflejarse otra vez en la expresión de Quart, porque Macarena sonrió de nuevo:

– Explícale qué es una BBS pirata -le dijo a su madre.

– Una especie de tablón de anuncios -la vieja dama puso una mano sobre el teclado-: un ordenador cargado con software especializado, en conexión con un modem telefónico. Si accedes a él, significa que has llegado a cierto nivel en la clandestinidad informática. Cuando llamas por primera vez lo que hacen es pedirte el nombre real de usuario y el número de teléfono, y los incautos que responden con sus datos auténticos no son aceptados… El truco consiste en introducir un alias y un número de teléfono falso; una cierta dosis de paranoia es el mejor aval para un hacker.

– ¿Cuál es su alias real?

– ¿De veras le interesa?… Está contra las normas, pero se lo diré; ya que esta noche, gracias a Macarena, ha llegado usted tan lejos -irguió la cabeza, orgullosa e irónica-. Reina del Sur, ése es mi nick.

Algo se puso a parpadear en la pantalla, y la duquesa se interrumpió para pulsar algunas teclas. Un largo texto, de apretada letra pequeña, se alineaba en el monitor. Cruz Bruner miró a su hija sin decir palabra y luego siguió hablándole a Quart:

– El caso -dijo- es que después de las BBS telefónicas empecé a acceder a los Sites clandestinos escondidos en la red Internet… Si la BBS es un tablón de anuncios, el Site es como una taberna de piratas. Allí haces amigos, te diviertes e intercambias trucos, juegos, virus, informaciones útiles y cosas así. Poco a poco aprendí a moverme por todas las redes, viajar al extranjero, camuflar las entradas y salidas, penetrar en sistemas protegidos… Nunca fui tan feliz como el día que entré en el Ayuntamiento de Sevilla para manipular mis recibos de contribución urbana.

– Que es un delito -la reconvino su hija; era evidente que no por primera vez-. Cuando me enteré fui corriendo a las oficinas municipales. ¡Había saldado todos los recibos hasta el año 2005!… Tuve que decir que se trataba de un error.

– Quizá sean delitos -consintió la anciana-. Pero cuando estás aquí sentada no lo parece. Nada lo parece -le sonrió a Quart con una combinación de inocencia y malicia-. Y eso es lo maravilloso.

Hablar de todo aquello la rejuvenecía. La sonrisa refrescaba sus labios y la humedad rojiza de los ojos chispeaba, pícara.

– Ahora -prosiguió-, además de con mi vizconde favorito, mantengo contacto habitual con varios Sites y BBS de alto nivel, y con una veintena de hackers que en su mayor parte no pasan de los veinte años… Ignoro sus nombres reales y sexo; sólo conozco sus alias. Pero mantenemos apasionantes citas cibernéticas en lugares como las galerías Lafayette de París, el Imperial War Museum o las sucursales de la Confederación Bancaria Rusa… Que por cierto son tan vulnerables que hasta un niño podría manipular sus cuentas en ellas. Suelen usarse como pista de pruebas por los piratas novatos.

Desde luego, era ella. Vísperas en persona. Quart la imaginó por fin sin esfuerzo, inclinada noche tras noche sobre el ordenador, viajando en silencio por el espacio electrónico, encontrándose en su camino con otros navegantes solitarios. Encuentros inesperados, fugaces, intercambios de información y de sueños, la excitación de violar secretos y transgredir los límites de lo prohibido: una cofradía secreta en la que el pasado y el presente, el tiempo, el espacio, la memoria, la soledad, el triunfo o el fracaso perdían su sentido tradicional para componer un espacio virtual donde todo era posible y nada estaba sujeto a límites concretos, a normas inviolables. Una formidable ruta de escape llena de posibilidades infinitas. A su modo, también Cruz Bruner se vengaba de la Sevilla encarnada en el hombre apuesto retratado en el vestíbulo, junto a la niña rubia pintada por Zuloaga.

– ¿Cómo consiguió entrar en el Vaticano?

– Casualidad. Un contacto romano, Deus ex Machina, que sospecho es un seminarista o un sacerdote joven, se había estado paseando por el sistema de forma periférica, por simple juego. Simpatizamos y me pasó un par de buenas pistas. De eso hace seis o siete meses, cuando aquí se planteaba con mayor gravedad el problema de Nuestra Señora de las Lágrimas… Ni en el Arzobispado de Sevilla ni en la Nunciatura de Madrid le hacían caso al padre Ferro, y se me ocurrió que era una buena forma de hacerse oír en Roma.