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Con el tiempo, el azar le fue trayendo más detalles sobre los diversos finales de la historia. Una carta del padre Óscar Lobato, que había seguido un complicado itinerario desde un pueblecito de Almería hasta Roma, siendo reexpedida de allí a Bogotá, trajo -con algunas consideraciones de carácter general y un par de rectificaciones sobre el concepto que de Quart había tenido el joven vicario- la noticia de que Nuestra Señora de las Lágrimas continuaba abierta al culto y funcionando como parroquia. Respecto a Pencho Gavira, lo único que Quart supo de él fue una breve mención en las páginas económicas de la edición americana de El País, donde se daba cuenta de la jubilación de don Octavio Machuca al frente del Banco Cartujano de Sevilla, y el nombramiento de un desconocido como presidente del consejo de administración. La nota de prensa también daba cuenta de la dimisión de Pencho Gavira y su renuncia a todas sus facultades ejecutivas como vicepresidente y director general del banco.

En cuanto al padre Ferro, Quart fue recibiendo esporádicas noticias sobre su estancia en el hospital penitenciario, el juicio que lo declaró responsable de homicidio en grado involuntario, y su posterior confinamiento en una residencia vigilada de la diócesis sevillana destinada a sacerdotes ancianos. Allí seguía, en precario estado de salud, al final del invierno en que murió Vísperas; y según la cortés y breve carta que el director del centro remitió como respuesta a Quart cuando éste se interesó por el viejo párroco, era poco probable que viviese hasta la primavera. Pasaba los días en su habitación sin relacionarse con nadie; y por las noches, con buen tiempo, salía al jardín acompañado de un celador a sentarse en un banco para contemplar en silencio las estrellas.

Del resto de los personajes cuyas vidas se habían cruzado con la de Quart durante las dos semanas que pasó en Sevilla, nunca supo nada más. Se hundieron poco a poco en su memoria, uniéndose a los fantasmas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc que a menudo lo acompañaban en sus largos paseos al atardecer por el barrio colonial del viejo Santa Fe. Desaparecieron todos menos uno, e incluso la de éste fue una visión fugaz, incierta, de la que nunca estuvo seguro por completo. Ocurrió mucho más tarde, cuando Quart, recién transferido a otra secretaría aún más oscura en Cartagena de Indias, hojeaba cierto periódico local con un informe sobre la insurrección campesina en el estado mejicano de Chiapas. El reportaje gráfico mostraba la vida en un pueblecito anónimo de la zona rural bajo control de la guerrilla, y en la escuela local un grupo de muchachos habían sido fotografiados junto a su maestra. La foto era confusa, y al observarla con una lente de aumento Quart no logró establecer gran cosa, excepto el parecido: la mujer llevaba pantalón tejano, tenía el pelo gris recogido en una corta trenza, y apoyaba las manos en los hombros de sus alumnos mirando a la cámara con ojos claros y fríos, desafiantes. Unos ojos idénticos a los que Honorato Bonafé había visto por última vez antes de caer fulminado por la ira de Dios.

La Navata, noviembre de 1995