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– Tienen que ser ellos.

El director del IOE alzó a medias una mano dubitativa:

– Tal vez. Pero hay que probarlo.

– ¿Y si obtengo esas pruebas?

– En ese caso -el arzobispo ensombreció el rostro y su tono se hizo más bajo y más grave- lamentarán amargamente su inoportuna afición a la informática.

– ¿Y qué hay de las dos muertes?

– Ahí está justo el problema. Sin ellas, el conflicto no habría pasado de ser uno de tantos: un solar, unos especuladores y mucho dinero de por medio. En tiempos de crisis, si el pretexto es bueno, se derriba la iglesia y se destina el dinero de la venta a la mayor gloria de Dios. Pero las muertes lo complican todo -los ojos veteados de marrón de monseñor Spada se distrajeron al otro lado de la ventanilla; el Fíat se inmovilizaba en los embotellamientos próximos al Corso Vittorio Emmanuele-… En poco tiempo han muerto dos personas relacionadas con Nuestra Señora de las Lágrimas: un arquitecto municipal que estudiaba el edificio con intención de declararlo en ruina y ordenar su desalojo, y un clérigo, el secretario del arzobispo Corvo. Que andaba por allí, al parecer, presionando al párroco en nombre de Su Ilustrísima.

– No me lo puedo creer.

Los ojos de mastín se detuvieron en Quart.

– Pues vaya creyéndoselo. Desde hoy es usted quien se ocupa del asunto.

Seguían bloqueados en un inmenso atasco, entre ruidos de motor y bocinazos. El arzobispo se inclinó hacia la ventanilla para echarle un vistazo al cielo.

– Podemos seguir a pie. Tenemos tiempo, así que lo invito al aperitivo en ese café que a usted le gusta tanto.

– ¿El Greco? Me parece bien. Monseñor. Pero su sastre aguarda. Y su sastre es Cavalleggeri, no un cualquiera. Ni el Santo Padre se atreve a hacerlo esperar.

Sonó la risa ronca del prelado, que ya salía del automóviclass="underline"

– Ése es uno de mis raros privilegios, padre Quart. Al fin y al cabo, ni siquiera el Santo Padre sabe sobre Cavalleggeri las cosas que yo sé.

Lorenzo Quart tenía el hábito de los viejos cafés metido en la sangre. Casi doce años atrás, recién llegado a Roma como alumno de la Universidad Gregoriana, los dos siglos y medio de antigüedad del Greco, sus impasibles camareros y la historia ligada a los grandes trotamundos del XVIII y XIX, de Byron a Stendhal, lo sedujeron desde que cruzó bajo el arco de piedra blanca por primera vez. Ahora vivía a dos pasos de allí, en un ático alquilado por el IOE en el 119 de la Vía del Babuino, con una pequeña terraza donde había macetas y una buena vista sobre media Trinitá dei Monti y las azaleas en flor de la escalinata, en la plaza de España. El Greco era su lugar favorito de lectura y solía instalarse en él en horas tranquilas, bajo el busto de Víctor Manuel II; la mesa, decían, de Giacomo Casanova y Luis de Baviera.

– ¿Cómo reaccionó monseñor Corvo a la muerte del secretario?

Monseñor Spada estudió el color rojo de los cinzanos que tenían delante. Había escaso público en el locaclass="underline" un par de parroquianos habituales leyendo el periódico en las mesas del fondo, una dama elegante con bolsas de compras Armani y Valentino que hablaba por teléfono móvil, y unos turistas ingleses fotografiándose mutuamente junto al mostrador del vestíbulo. La mujer del teléfono parecía incomodar al arzobispo, pues éste le dirigió una crítica mirada antes de volverse por fin a Quart:

– Se lo tomó muy mal. Francamente mal, diría yo. Ha jurado no dejar piedra sobre piedra.

Quart movió la cabeza:

– Me parece desproporcionado. Un edificio no posee voluntad propia. Y menos para causar daño.

– Eso espero -los ojos del Mastín no bromeaban-. Eso espero realmente. Mejor para todos que así sea.

– ¿No buscará monseñor Corvo un pretexto para demoler la iglesia y zanjar el asunto?

– Sin duda es un pretexto. Pero hay algo más. El arzobispo tiene una cuestión personal con esa iglesia, o con su párroco. Quizá con ambos.

Se quedó en silencio, mirando un cuadro de la pared: un paisaje romántico de cuando Roma todavía era ciudad del papa-rey, con el arco de Vespasiano en primer término y la cúpula de San Pedro al fondo, entre tejados y lienzos de viejas murallas.

– ¿Fueron muertes naturales? -preguntó Quart.

El otro encogía los hombros:

– Depende de lo que consideremos natural. El arquitecto se cayó del tejado y al clérigo se le vino encima una piedra de la bóveda.

– Espectacular -concedió Quart, llevándose el vaso a los labios.

– Y sangriento, creo. El secretario quedó hecho una lástima -monseñor Spada levantó el índice hacia el techo-. Imagínese una sandía a la que le caen encima diez kilos de cornisa. Plaf.

La onomatopeya ayudó a Quart a imaginarlo sin problemas. Fue eso, y no el sabor del vermut, lo que le hizo torcer la boca.

– ¿Qué dice la policía española?

– Accidentes. De ahí lo siniestro de esa línea: una iglesia que mata para defenderse… -monseñor Spada frunció el ceño-. Inquietud que ahora comparte el Santo Padre, gracias a la impertinencia de un pirata informático. Y que el IOE debe despejar.

– ¿Por qué nosotros?

El arzobispo soltó una breve risa entre dientes, sin responder en seguida. Iba vestido de cura pero ni siquiera lo parecía. Quart observó su perfil de gladiador, que le recordaba una antigua estampa sobre el centurión que crucificó a Cristo. El cuello ancho, las manos fuertes, desproporcionadas, que reposaban a cada lado de la mesa. Tras su tosca apariencia de campesino lombardo, el Mastín poseía las claves de todos los secretos de un Estado que incluía tres mil funcionarios vaticanos, tres mil obispos en el exterior, y el liderazgo espiritual de mil millones de almas. Se contaba que en el último cónclave había logrado hacerse con el historial médico de todos los candidatos al trono de Pedro, a fin de estudiar sus niveles de colesterol y predecir, en lo posible, si el remado del nuevo pontífice iba a ser demasiado corto o demasiado largo. En cuanto a Wojtila, el director del IOE había predicho el golpe a la derecha cuando las papeletas con su nombre aún daban fumata negra.

– ¿Por qué nosotros?… -dijo por fin, repitiendo la pregunta de Quart-. Porque en teoría somos los hombres de confianza del Papa. De cualquier papa. Pero el poder en el Vaticano es un hueso que se disputa más de un perro de presa, y últimamente el Santo Oficio crece a nuestra costa. Antes cooperábamos en fraternal concordia. Policías de Dios, hermanos en Cristo -hizo un gesto con la mano izquierda para descartar aquellos lugares comunes-… Usted lo sabe mejor que nadie.

Quart, en efecto, lo sabía. Hasta el escándalo que desmanteló todo el aparato de finanzas vaticano, y el viraje del equipo polaco hacia la ortodoxia, las relaciones entre el IOE y el Santo Oficio fueron cordiales. Pero el acoso y derribo del sector liberal había terminado por desencadenar un despiadado ajuste de cuentas en el seno de la Curia.

– Corren malos tiempos -suspiró el arzobispo.

Abismaba la mirada en el cuadro de la pared. Después bebió un poco y se echó hacia atrás en el sillón, chasqueando la lengua.

– Fíjese -añadió, señalando con el mentón la cúpula de Miguel Ángel pintada al fondo-. Ahí sólo los papas tienen derecho a morir. Cuarenta hectáreas que contienen el Estado más poderoso de la tierra, pero cuya estructura sigue fiel al molde monárquico absolutista medieval. Un trono que hoy se sostiene merced a la religión convertida en espectáculo, los viajes papales televisados y toda esa parafernalia del Totus tuus. Y por debajo, el integrismo más reaccionario y más oscuro: Iwaszkiewicz y compañía. Sus lobos negros.

Suspiró de nuevo y, casi con desdén, apartó los ojos del cuadro.