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Monseñor Spada lo miró aprobador, entornados sus ojos astutos cuyo blanco surcaban vetas marrones semejantes a las de un perro viejo. Aquellos ojos, junto al aire macizo y el pelo de duras cerdas, le habían valido un sobrenombre -El Mastín- que sólo osaban utilizar, en voz adecuadamente baja, los más destacados y seguros miembros de la Curia.

– Celebro verlo de nuevo, padre Quart. Ha pasado algún tiempo.

Dos meses, recordaba Quart. Y en aquella ocasión también fueron tres los presentes en el despacho: ellos dos y un conocido banquero, Renzo Lupara, presidente del Banco Continental de Italia, una de las entidades vinculadas al aparato financiero del Vaticano. Lupara, atildado, apuesto, de intachable moral pública y feliz padre de familia, bendecido por el cielo con una bella esposa y cuatro hijos, había hecho fortuna utilizando la cobertura bancaria vaticana para evadir dinero de empresarios y políticos miembros de la logia Aurora 7, a la que pertenecía con grado 33. Aquél era exactamente el tipo de asuntos mundanos que requerían la especialización de Lorenzo Quart; así que durante seis meses se ocupó de seguir las huellas que Lupara había dejado en la moqueta de ciertos despachos de Zúrich, Gibraltar y San Bartolomé, en las Antillas. Fruto de aquellos viajes fue un completo expediente que, abierto sobre la mesa del director del IOE, puso al banquero ante la alternativa de la cárcel o un discreto exitus que dejara a salvo el buen nombre del Banco Continental, del Vaticano y, a ser posible, de la señora y los cuatro vástagos Lupara. Allí, en el despacho del arzobispo, con los ojos extraviados en el fresco que representaba el mar Tirreno, el banquero había captado la esencia del mensaje -que monseñor Spada planteó con mucho tacto, apoyándose en la parábola del mal siervo y los talentos-. Después, a pesar de la saludable advertencia técnica de que un masón no arrepentido muere siempre en pecado mortal, Lupara había ido directamente hasta una hermosa villa que poseía en Capri, frente al mar, para caerse, inconfeso al parecer, por la barandilla de una terraza que daba al acantilado; en el mismo sitio donde, según rezaba la correspondiente placa conmemorativa, una vez tomó vermut Curzio Malaparte.

– Hay un asunto adecuado para usted.

Quart siguió aguardando inmóvil en el centro de la habitación, atento a las palabras de su superior mientras sentía la invisible mirada de Iwaszkiewicz desde el sombrío contraluz en la ventana. En los últimos diez años, el arzobispo siempre había tenido un asunto adecuado para el sacerdote Lorenzo Quart; y todos ellos estaban marcados con nombres y fechas -Europa Central, Iberoamérica, la antigua Yugoslavia- en la agenda de cuero con tapas negras que era su libro de viaje: una especie de cuaderno de bitácora donde registraba, día a día, el largo camino recorrido desde la adopción de la nacionalidad vaticana y su ingreso en la sección operativa del Instituto para las Obras Exteriores.

– Mire esto.

El director del IOE sostenía en alto, entre los dedos pulgar e índice, una hoja de papel impresa en ordenador. Quart alargó la mano y en ese momento la silueta del cardenal Iwaszkiewicz se movió, inquieta, en la ventana. Aún con la hoja en la mano, monseñor Spada sonrió un poco, a medias.

– Su Eminencia opina que es un tema delicado -dijo sin apartar los ojos de Quart; aunque era evidente que sus palabras iban destinadas al cardenal-. Y no está convencido de que sea prudente ampliar el número de iniciados.

Quart retiró la mano sin asir el documento que monseñor Spada seguía ofreciéndole, y miró al superior con aire tranquilo, aguardando.

– Naturalmente -añadió Spada, cuya sonrisa se refugiaba ahora en sus ojos-. Su Eminencia está lejos de conocerlo a usted como lo conozco yo.

Quart hizo un leve gesto de asentimiento y esperó sin hacer preguntas ni mostrar impaciencia. Entonces monseñor Spada se volvió hacia el cardenal Iwaszkiewicz:

– Ya le dije que era un buen soldado.

Sobrevino un silencio mientras la silueta permanecía inmóvil, recortada en el cielo de nubes y la lluvia que caía sobre el jardín del Belvedere. Después el cardenal se apartó de la ventana, y la claridad gris, diagonal, se deslizó sobre su hombro para desvelar una huesuda mandíbula, el cuello púrpura de la sotana, el reflejo de una cruz de oro sobre el pecho, el anillo pastoral en la mano que, dirigida hacia monseñor Spada, cogía el documento y lo entregaba, ella misma, a Lorenzo Quart.

– Lea.

Quart obedeció la orden, formulada en un italiano gutural con resonancias polacas. La hoja de papel de impresora contenía un memorándum en pocas líneas:

Santo Padre:

Este atrevimiento se justifica por la gravedad de la materia.

A veces la silla de Pedro está demasiado lejos y las voces humildes no llegan hasta ella. Hay un lugar en España, en Sevilla, donde los mercaderes amenazan la casa de Dios, y donde una pequeña iglesia del siglo XVII, desamparada por el poder eclesiástico tanto como por el seglar, mata para defenderse. Ruego a Vuestra Santidad, como pastor y como padre, que vuelva los ojos hacia las más humildes ovejas de su rebaño, y pida cuentas a quienes las abandonan a su suerte.

Suplicando vuestra bendición, en el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.

– Apareció en el ordenador personal del Papa -aclaró monseñor Spada cuando su subordinado concluyó la lectura-. Sin firma.

– Sin firma -repitió Quart, mecánico. Solía repetir en voz alta algunas palabras, igual que timoneles y suboficiales repiten las órdenes de los superiores; como si al hacerlo se concediera a sí mismo, o a los demás, ocasión para reflexionar sobre ellas. En su mundo, algunas palabras equivalían a órdenes. Y ciertas órdenes, a veces sólo una inflexión, un matiz, una sonrisa, podían resultar irreparables.

– El intruso -estaba diciendo el arzobispo- utilizó trucos para disimular el punto exacto de origen. Pero la investigación confirma que el mensaje se escribió en Sevilla, con un ordenador conectado a la red telefónica.

Quart leyó por segunda vez el papel, tomándose tiempo.

– Habla de una iglesia… -se interrumpió, en espera de que alguien completara la frase por él. Sonaba demasiado estúpido dicho en voz alta.

– Sí -confirmó monseñor Spada-: una iglesia que mata, para defenderse.

– Una atrocidad -apostilló Iwaszkiewicz, sin precisar si se refería al concepto o al objeto.

– De todas formas -añadió el arzobispo-, hemos confirmado su existencia. Me refiero a la iglesia -le dirigió una fugaz mirada al cardenal antes de pasar un dedo por el filo de la plegadera-. Y comprobado también un par de sucesos irregulares y desagradables.

Quart puso el documento sobre la mesa del arzobispo, pero éste no lo tocó, limitándose a mirarlo cual si el acto pudiera acarrear dudosas consecuencias. Entonces el cardenal Iwaszkiewicz se acercó a coger el papel, y tras doblarlo en cuatro pliegues lo introdujo en un bolsillo. Después se encaró con Quart:

– Queremos que viaje a Sevilla e identifique al autor.

Estaba muy cerca, y a Quart, que casi podía oler su aliento, le desagradó la proximidad. Sostuvo su mirada unos segundos y después, haciendo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás, miró a monseñor Spada por encima del hombro del cardenal para ver que sonreía breve y ligeramente, agradeciéndole aquel modo de establecer su lealtad al escalón jerárquico.

– Cuando Su Eminencia habla en plural -aclaró el arzobispo desde su asiento- se refiere, por supuesto, a él y a mí. Y por encima de nosotros, a la voluntad del Santo Padre.

– Que es la voluntad de Dios -matizó Iwaszkiewicz, casi provocador, manteniendo la corta distancia y las pupilas negras, duras, fijas en Quart.

– Que es, en efecto, la voluntad de Dios -confirmó monseñor Spada sin que fuera posible detectar en su tono indicio alguno de ironía. A pesar de su poder, el director del IOE conocía perfectamente los límites, y su mirada era una advertencia al subordinado: ambos se movían en aguas peligrosas.