– Es lo que ha estado haciendo aquí -observó Michael.
– Hemos encontrado unos cuantos que requieren una atención más detallada. Su conocimiento y familiaridad con estos casos es importante.
– Yo la acompañaré.
– Gracias -dijo Quinn cuando abría la puerta para irse-. Se lo agradezco.
Rowan oyó que se cerraba la puerta de entrada y se sintió aliviada con la partida de Quinn. Era un buen agente pero, maldita sea, ella creía que la conocía mejor. El dinero. Le importaba un rábano el dinero. Ella escribía porque tenía que hacerlo, como una purga del dolor que había guardado encerrado tantos años. En sus libros, la justicia siempre triunfaba. En su mundo de fantasía, los malos siempre morían. Las víctimas eran vengadas, el bien prevalecía sobre el mal.
Sin embargo, en la vida real nada de eso era verdad. A veces, las víctimas recibían una compensación de la justicia. A veces se castigaba a los malos. A veces el bien derrotaba al mal.
Pero, con la misma frecuencia, el que vencía era el mal.
Oyó unos pasos que llegaban hasta su puerta y se detenían. No quería hablar con Michael. Tenía buenas intenciones, pero era imposible que la entendiera. Por suerte, los pasos pasaron de largo y se alejaron por el suelo de baldosas.
Respiró como si hubiera estado conteniendo la respiración sin darse cuenta y miró la pistola que sostenía en la mano. Todo su dolor podía desaparecer en ese instante con una sola bala.
Era una cobarde. No se atrevía a acabar con su propia vida. Sólo quería que ese cabrón viniera a por ella antes de que nadie más muriera.
El director adjunto Roger Collins tomó el primer vuelo a Portland para inspeccionar la última escena del crimen del «Asesino Imitador», el nombre que los medios de comunicación habían dado al último asesino en serie de Estados Unidos. Tres horas más tarde, volvía al este, pero no al aeropuerto de Dulles.
– ¿A qué hora está previsto que lleguemos a Logan? -le preguntó a un auxiliar de vuelo que pasaba.
– Aterrizamos a las dieciséis y diez, hora del Este.
Collins sacó su cartera y extrajo una tarjeta que guardaba debajo de su carné de conducir. La miró un rato largo antes de sacar el teléfono móvil del respaldo del asiento delantero, marcó la clave de su tarjeta de crédito y pidió hablar con el director.
– Roger.
La voz del doctor Milton Christopher era grave y áspera, y no había cambiado en los más de veinte años que Roger lo conocía.
– Milt, ojalá te estuviera llamando para charlar.
– ¿Qué pasa?
– Voy camino de Boston y necesito hablar con MacIntosh.
Siguió una larga pausa.
– No ha habido cambios.
– Ya lo sé, pero tengo que verlo. Llegaré después de las horas de visita.
– ¿Tiene algo que ver con ese asesino en serie de la costa Oeste?
Ahora le tocó a Roger hacer una pausa.
– Puede ser.
– Estaré aquí -dijo el médico, con un suspiro.
– Gracias. -Roger colgó y miró por la ventana. Tenía que hacer una llamada más. Marcó el número.
– Penitenciaría de Shreveport.
– Tengo que hablar con el director acerca de un preso.
Cuando Roger aparcó el sedán de alquiler frente al Hospital de Bellevue para Presos Discapacitados Mentales, acababa de hablar por teléfono con las autoridades del sistema penitenciario de Texas. Se miró en el espejo retrovisor y no le sorprendió ver que tenía ojeras. El pelo canoso que a Gracie siempre le parecía tan «distinguido» le daba un aspecto más avejentado que sus cincuenta y nueve años.
Iban a rodar cabezas por haber trasladado a esa semilla del diablo sin haberle informado. Sin embargo, después de cuatro horas y media de llamadas, desvíos de llamadas y amenazas, Roger había descubierto dónde estaba y había hablado con el director de Beaumont, una cárcel de alta seguridad en Texas. El director James Cullen tenía respuestas a todas sus preguntas y había pasado la noche revisando una copia de todos los antecedentes pertinentes.
Roger iba a bajar de su coche en Bellevue cuando sonó su móvil. Estuvo a punto de no contestar. Eran más de las seis y no quería que Milt esperara mucho más. Pero echó una mirada al número y enseguida reconoció el de Rowan.
Sintió un nudo en el estómago, porque sabía que si algún día se sabía la verdad, ella nunca lo perdonaría. El hecho de que todo lo que hiciera fuera para protegerla no le serviría de excusa.
– Collins -contestó.
– ¿Ha hablado Quinn contigo hoy?
– Sí. -Por eso estaba en Boston, pero no podía decírselo.
– Le has puesto protección a Peter, ¿no? Si se entera de lo de Dani, puede que…
– Peter está a salvo, Rowan.
– Contrataré a un guardaespaldas, si es necesario. Si hay un problema de dinero, tengo suficiente.
– Ya está hecho.
– Gracias. -Siguió una pausa y Roger tuvo ganas de contárselo todo. Pero no lo hizo.
– ¿Alguna otra cosa?
Sonaba derrotada. Deseaba estar allí con ella, ser el padre que necesitaba y que nunca había tenido. Incluso cuando Rowan vivía con él y Gracie, él trabajaba doce y catorce horas al día. Sobre todo al principio, cuando ella lo había necesitado más.
– Vamos a coger a ese hijo de perra.
– Lo sé. -No daba la impresión de que Rowan le creyera-. Adiós.
– Espera… -Pero Rowan ya había colgado.
Cerró el móvil de un golpe y dio un puñetazo en el techo del coche. Mierda, mierda, mierda.
– ¿Te puedo ayudar en algo?
Roger se giró rápidamente. Milt Christopher ya lo había visto. En realidad, estaba demasiado cansado para hacer las cosas bien. Sacudió la cabeza.
– Sólo quiero que me lleves a ver a MacIntosh.
Caminaron en silencio por el césped. Se suponía que los prados amplios y bien cuidados calmaban la locura que se escondía tras las paredes.
Milt utilizó su pase de seguridad para abrir una puerta en un extremo del patio. Él y Roger tuvieron que firmar ante un guardia y luego siguieron por un pasillo ancho y blanco; cruzaron otras dos puertas de seguridad hasta llegar a la entrada de la habitación de Robert MacIntosh.
– ¿Estás seguro de que no confías en mí para esto?
– Confío en ti, Milt, pero tengo que verlo en persona.
Milt asintió con la cabeza y luego abrió la puerta con una llave.
Robert MacIntosh estaba sentado en una silla frente a una ventana con barrotes que daba al patio que acababan de cruzar. Estaba casi oscuro, pero por la mirada vacía de sus ojos azules, Roger pensó que MacIntosh no lo sabía o no le importaba. Acercó una silla, la puso frente a él y lo miró, deseando ver algo, cualquier cosa menos la expresión vacía que recordaba.
Roger creía que la mayoría de las personas no estaban desequilibradas cuando cometían crímenes odiosos. Según todos los documentos públicos, Robert MacIntosh había estado en sus cabales veintitrés años antes. ¿Qué lo había quebrado? ¿Qué había cortado el fino hilo de la cordura? ¿Acaso estaba desequilibrado cuando mató a su mujer, o su brutal asesinato le vació la mente para encontrarse con su alma muerta?
No era justo. Había querido que el peso de la ley cayera sobre ese cabrón más que sobre cualquier otro asesino que había conocido en sus treinta y cinco años en el FBI. Y MacIntosh no había pronunciado ni una palabra desde el día en que lo encontraron sentado junto al cuerpo desmembrado de su mujer muerta, embadurnado con la sangre que manchaba la cocina donde ella murió.
– Cabrón -susurró.
Milt, el médico, carraspeó.
Roger buscó los ojos ciegos de Robert MacIntosh, y no encontró nada humano, nada que estuviera vivo en sus profundidades. Aquel caparazón vacío de ser humano vivía del erario público a un coste de más de cien mil dólares al año. Tendrían que haberlo ajusticiado en la escena del crimen cuando el primer agente de policía llegó a la casa de los horrores de Boston.
Roger se incorporó.
– ¿Ha venido a verlo alguien recientemente?
– La verdad es que sí -dijo Milt, y parpadeó.
– Tengo que ver los registros de seguridad.
Una hora más tarde, Roger salía con copias de los registros de visitas desde el 10 de mayo hasta el 23 de septiembre del último año, y con la promesa de que Milt pediría los vídeos de seguridad correspondientes a aquellos días y los enviaría inmediatamente a la sede del FBI.