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Erica se sentó en el porche a contemplar el archipiélago. Aquellas vistas siempre la dejaban sin aliento. Cada estación llegaba acompañada de un espectacular escenario y aquel día, en concreto, traía un sol cegador que arrojaba cascadas de destellos sobre la gruesa capa de hielo que recubría el mar. A su padre le habría encantado un día así.

El llanto se le ahogó en la garganta y el aire de la casa le resultó de pronto sofocante y difícil de respirar. De modo que decidió dar un paseo. El termómetro indicaba quince grados bajo cero, por lo que se abrigó con varias capas de ropa. Pese a todo, sintió frío al salir, pero sabía que no tardaría en entrar en calor tan pronto como empezase a caminar a buen paso.

La tranquilidad que reinaba en la calle era una liberación. Nadie más circulaba fuera. El único ruido que oía era el de su propia respiración, lo que suponía un fuerte contraste con los meses de verano. Entonces, la vida bullía en el pueblo. Erica prefería mantenerse apartada de Fjällbacka los veranos. Aunque era consciente de que la supervivencia del pueblo dependía del turismo, no lograba librarse de la sensación de que, cada estío, los invadiese una ingente plaga de langostas. Un monstruo de mil cabezas que, poco a poco, año tras año, absorbía el viejo pueblo pesquero al comprar las casas junto a la playa, convirtiendo así el lugar en una ciudad fantasma los nueve meses restantes.

La pesca había sido durante siglos el medio de sustento de Fjällbacka. El árido entorno y la constante lucha por la supervivencia, que dependía de que el arenque abundase más o menos, había hecho de sus habitantes personas ariscas y fuertes. Desde que se convirtió en un paraje pintoresco y empezó a atraer a turistas de repletas billeteras, al mismo tiempo que la pesca comenzó a perder importancia como fuente de ingresos, Erica había empezado a observar que los habitantes del lugar andaban cada año más abatidos y cabizbajos. Los jóvenes emigraban y los mayores soñaban con tiempos ya idos. Ella era, de hecho, una de los muchos que optaron por marcharse.

Apremió el paso aún más y giró a la izquierda, hacia la ladera que desembocaba en la escuela de Håkebackenskolan. Cuando ya se acercaba a la cima, oyó que Eilert Berg le decía a grandes voces algo que ella no entendió. El hombre manoteaba al tiempo que bajaba a su encuentro.

– ¡Está muerta!

Eilert jadeaba entrecortadamente y su pecho emitía un desagradable pitido.

– Tranquilízate, Eilert. Dime ¿qué ha pasado?

– Está muerta, ahí dentro.

Eilert señalaba la gran casa de madera pintada de azul claro que había en la cima de la ladera sin apartar de ella su mirada acuciante.

A Erica le llevó un instante tomar conciencia de lo que le decía pero, cuando por fin registró sus palabras, abrió de un empellón la tozuda verja y se abrió paso a grandes zancadas hasta la puerta de la casa. El hombre la había dejado abierta y ella cruzó el umbral cautelosa, preguntándose qué visión la aguardaría. Por alguna razón, no se le ocurrió preguntar.

Eilert la seguía expectante y, sin pronunciar palabra, señaló la puerta del baño. Erica se tomó su tiempo, sin premura, se dio la vuelta y miró a Eilert con gesto inquisitivo. El hombre estaba pálido y, con un hilo de voz, le dijo:

– Ahí dentro.

Hacía mucho que Erica no ponía un pie en aquella casa, pero la conocía bien y sabía perfectamente dónde estaba el baño. Se estremeció de frío, pese a que llevaba ropa de abrigo. La puerta del baño fue abriéndose despacio; y ella entró.

No sabía exactamente qué esperaba encontrar, dada la deficiente información proporcionada por Eilert, pero nada la había preparado para el espectáculo de la sangre. El cuarto de baño estaba alicatado en blanco, de ahí que el efecto de la sangre que había tanto dentro como alrededor de la bañera resultase aún más llamativo. Por un segundo, pensó que el contraste era hermoso, hasta que interiorizó el hecho de que quien yacía en la bañera era un ser humano de verdad.

Pese a lo antinatural de los tonos blancos y de la lividez que se apreciaba en el cuerpo, Erica la reconoció en el acto. Era Alexandra Wijkner, cuyo apellido de soltera era Carlgren, hija de los propietarios de la casa en la que ahora se encontraba. Habían sido muy buenas amigas durante su niñez, que ya se le antojaba muy remota. Ahora, la mujer de la bañera le parecía una extraña.

Los ojos del cadáver estaban cerrados, sin duda obra de un gesto compasivo, pero los labios presentaban un vivo tono azulado. Una delgada capa de hielo flotaba en la bañera ocultando el cuerpo por completo. El brazo derecho colgaba laxo y veteado sobre el borde de la bañera y los dedos se hundían en el charco de sangre coagulada que manchaba el suelo. Junto al brazo, también sobre el borde de la bañera, había una hoja de afeitar. Del otro brazo sólo se veía la parte superior del codo, pues el antebrazo yacía invisible bajo la capa de hielo. También las rodillas sobresalían de la helada superficie. El largo cabello rubio de Alex flotaba esparcido como un abanico sobre el cabecero de la bañera, pero aparecía quebradizo y congelado por el rigor.

Erica se quedó mirándola largo rato. Tiritaba tanto por el frío como por la soledad que ilustraba el macabro cuadro viviente. Muy despacio, fue reculando hasta salir de la habitación.

Después todo sucedió como en un paisaje brumoso. Llamó al médico de guardia desde su móvil y esperó junto con Eilert hasta que el doctor llegó con la ambulancia. Reconoció los indicios de la misma conmoción que sufrió al recibir la noticia de la muerte de sus padres y se sirvió una generosa copa de coñac tan pronto como llegó a casa. Tal vez no fuese lo que el médico le había prescrito, pero le ayudaba a controlar el temblor de sus manos.

Ver a Alex la había hecho retrotraerse a su niñez.

Hacía más de veinticinco años que habían sido amigas, pero, pese a que un sinfín de personas había pasado por su vida desde entonces, aún conservaba el recuerdo de Alex en su corazón. No eran más que unas niñas en aquella época. De mayores, llegaron a convertirse en extrañas la una para la otra. Aun así, a Erica le costaba reconciliarse con la idea de que Alex se hubiese suicidado, lo que, por otro lado, había de ser la interpretación ineludible de lo que acababa de ver. La Alexandra a la que ella recordaba era una de las personas más llenas de vida, más estables que había conocido. Una mujer hermosa y segura de sí misma, con tanto carisma que hacía que la gente se volviese a su paso. Según los rumores que Erica había oído y conforme a lo que ella misma siempre había pensado, la vida había sido generosa con Alex. La joven dirigía una galería de arte en Gotemburgo, estaba casada con un hombre tan guapo como bien situado y vivía en Särö, en una casa que parecía una mansión. Aun así, era evidente que algo no iba bien.

Sintió que necesitaba despejar su mente y marcó el número de su hermana.