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– ¿Qué aspecto tenía?

En un primer momento, Erica no oyó bien a Birgit, que habló con la voz de una niña. Y no sabía qué responder.

– Sola -se oyó decir finalmente para arrepentirse enseguida-. No quería decir… -la frase quedó a medias y murió en el silencio reinante.

– ¡Alex no se quitó la vida!

La voz de Birgit sonó de repente fuerte, decidida. Karl-Erik tomó la mano de su esposa asintiendo conforme. Probablemente, advirtieron la expresión de escepticismo de Erica, pues Birgit insistió:

– ¡Alex no se quitó la vida! La conozco mejor que nadie y sé que jamás recurriría al suicidio. Jamás habría tenido el valor necesario para hacer tal cosa. Tú también debes saberlo. ¡Tú también la conocías!

La mujer se erguía cada vez más, subrayando cada sílaba y Erica vio una chispa de esperanza en sus ojos. Birgit cerraba y abría las manos convulsamente, una y otra vez, y miraba a Erica fijamente a los ojos, hasta que una de las dos tuvo que apartar la mirada. Fue Erica quien cedió primero y echó una ojeada a la habitación. Cualquier cosa, con tal de no tener que ver el dolor en el rostro de la madre de Alexandra.

La habitación era acogedora, aunque de decoración algo recargada para el gusto de Erica. Las cortinas, colgadas con un sistema complejo y adornadas con grandes volantes, estaban coordinadas con los cojines del sofá, confeccionados con el mismo estampado de grandes flores. Cada superficie aparecía cubierta de adornos y figurillas. Centros de madera artesanalmente tallada colocados sobre tapetes a punto de cruz compartían el espacio con perros de porcelana de ojos siempre llorosos. Lo único que salvaba la habitación era el enorme ventanal que ofrecía una vista extraordinaria. Erica deseó poder congelar el instante y seguir mirando por la ventana en lugar de verse arrastrada al dolor de aquellas dos personas. Pese a todo, volvió de nuevo el rostro al matrimonio Carlgren.

– La verdad, Birgit, no sé qué decir. Alexandra y yo fuimos amigas hace veinticinco años. En realidad, no sé cómo era. A veces no conocemos a la gente tan bien como creemos…

Erica oyó lo patético que aquello sonaba y dejó la frase inconclusa. Entonces, Karl-Erik tomó la palabra. Tras liberarse de la mano nerviosa de Birgit, se inclinó hacia delante, como si quisiera asegurarse de que Erica no se perdiese una sola de las palabras que pensaba decir.

– Sé que suena como si nos negásemos a aceptar lo sucedido y es posible que, en estos momentos, no demos una imagen de sosiego, precisamente; pero sabemos que, aunque Alex hubiese pensado quitarse la vida, jamás lo habría hecho de ese modo. Tú misma recordarás que se ponía histérica de miedo cuando veía sangre. Si se hacía un corte, por pequeño que fuera, perdía los nervios hasta que no le ponían una tirita. ¡Si hasta era capaz de desmayarse con tan sólo ver la sangre! Por eso estoy completamente seguro de que más se habría atrevido a tomar somníferos, por ejemplo. No existe la menor jodida posibilidad de que Alex lograse cortarse a sí misma con una cuchilla de afeitar, primero en un brazo y luego en el otro. Y luego, mi mujer tiene razón, Alex era frágil, no era una persona valiente. Y, para quitarse la vida, es preciso tener cierto grado de valentía, de la que ella carecía.

El hombre habló con convicción y, pese a que seguía persuadida de que aquello era la última esperanza de dos desesperados, Erica no pudo por menos de dejarse afectar por la duda. Bien mirado, había algo anómalo ayer en aquel baño. No porque, bajo ninguna circunstancia, pueda resultar normal encontrar un cadáver, pero había algo en el ambiente de la habitación que no acababa de encajar. Una presencia, una sombra. No sabía describirlo mejor. Seguía creyendo que Alexandra Wijkner se había visto abocada al suicidio, pero no podía negar que las insistentes observaciones de la pareja Carlgren habían suscitado sus dudas.

De repente, cayó en la cuenta de hasta qué punto Alex había llegado a parecerse de adulta a su madre. Birgit Carlgren era pequeña y esbelta, con el cabello rubio de su hija aunque, en lugar de la abundante y larga melena de Alex, ella lo llevaba con un elegante corte con flequillo. Ahora iba totalmente vestida de luto y, pese a su dolor, parecía consciente del llamativo efecto que producía el contraste del negro con el rubio de sus cabellos. Algunos de sus movimientos desvelaban cierto grado de vanidad. Una mano que mesaba a conciencia el flequillo, el movimiento al colocarse el cuello de la camisa, hasta dejarlo perfecto… Erica recordaba que su armario había sido una auténtica Meca para dos niñas de ocho años en edad de disfrazarse y su joyero era, sin duda, lo más parecido al reino de los cielos en aquella época.

A su lado, su esposo presentaba un aspecto bastante corriente. No porque careciese de atractivo, en absoluto, sino porque, simplemente, no estaba a la altura. Era un hombre de rostro alargado con rasgos definidos y el nacimiento del pelo rezagado en la coronilla. También él vestía de negro, pero, a diferencia de su esposa, ese color le daba un aspecto más triste aún. Erica intuyó que había llegado el momento de marcharse mientras se preguntaba qué era lo que había pretendido conseguir con aquella visita.

Se levantó, pues. Y otro tanto hicieron los Carlgren. Birgit miró acuciante a su marido, como exhortándolo a decir algo. Evidentemente, algo de lo que ya habían estado hablando antes de que llegase Erica.

– Nos gustaría que escribieras un panegírico sobre Alex. Para publicarlo en el diario Bohusläningen. Algo sobre su vida, sus sueños…, y sobre su muerte. Un recordatorio de su vida y su persona. Significaría mucho para Birgit y para mí.

– Pero ¿no preferís que lo publique el diario Göteborgs Posten? Después de todo, ella vivía en Gotemburgo. Y vosotros también.

– Fjällbacka siempre fue y será nuestro hogar. Y Alex pensaba lo mismo. Podrías empezar por entrevistarte con Henrik, su marido. Ya hemos hablado con él y dice que está dispuesto. Ni que decir tiene que te pagaremos el trabajo.

Era evidente que, con aquello, daban por concluida la negociación. Y, sin haber llegado a aceptar el trabajo realmente, cuando la puerta se cerró a su espalda, Erica se encontró en la escalera con el teléfono y la dirección de Henrik Wijkner en la mano. Pese a que, sinceramente, no sintió el menor deseo de aceptar el encargo al oír la propuesta, en la mente de la escritora que llevaba dentro empezó a bullir una idea. La desechó, llena de remordimientos por haberla pensado siquiera, pero resultó ser una idea pertinaz, que parecía dispuesta a no darle tregua. En efecto, tenía ante sí lo que tanto tiempo llevaba buscando, la base para su nuevo libro. El relato del trayecto recorrido por una persona hasta encontrar su destino. La explicación de lo que había llevado a una mujer joven, hermosa y a todas luces privilegiada hacia la opción de la muerte. Claro que no daría el nombre de Alex, por supuesto, pero sí una historia basada en lo que pudiese averiguar sobre su camino hacia la muerte. Erica había publicado hasta el momento cuatro libros, todos ellos biografías de grandes escritoras suecas y aún no había tenido el valor de crear una narración propia. Pese a todo, sabía que, en su interior, había libros que esperaban que ella los plasmase sobre el papel. Y este cometido tal vez le diese las alas, la inspiración que había estado esperando. El hecho de haber sido amiga de Alex en el pasado sería, desde luego, una ventaja.

Como persona, se retorcía de aversión ante la idea, pero, como escritora, no cabía en sí de júbilo.

El pincel dejaba grandes trazos rojos sobre el lienzo. Llevaba pintando desde el alba y ahora, por primera vez, se apartó unos pasos para contemplar su creación. Para un ojo profano, no eran más que amplios campos en rojo, naranja y amarillo distribuidos de forma irregular sobre el gran lienzo. Para él eran la humillación y la resignación recreadas en los colores de la pasión.