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En fin, resolvió, no se preocuparía en serio por la casa hasta haberse informado de cuál era su situación desde el punto de vista puramente jurídico. Antes de haber hablado con el abogado, se negaba a dejarse abatir por la última invención de Lucas. Y ahora quería concentrarse en la conversación que no tardaría en mantener con el marido de Alex.

Henrik Wijkner le pareció agradable por teléfono y, cuando oyó su nombre, ya sabía cuál era el motivo de su llamada. Claro que podía visitarlo para hacer preguntas sobre Alexandra, puesto que el artículo panegírico parecía tan importante para sus padres.

Por más que le costase enfrentarse al dolor de una persona más, le resultaba emocionante pensar que iba a ver la casa de Alex. El encuentro con sus padres había sido desgarrador. Como escritora, prefería observar la realidad en la distancia. Estudiarla desde arriba, segura y con perspectiva. Al mismo tiempo, aquella visita le ofrecía la oportunidad de ver en qué clase de persona se había convertido Alex con los años.

Erica y Alex habían sido inseparables desde los primeros años de la escuela. Erica se sentía muy orgullosa de haber sido elegida por Alex, que atraía como un imán a cuantos se le acercaban. Todo el mundo quería estar con Alex que, por su parte, vivía inconsciente del alto grado de aceptación que inspiraba. Era reservada, pero de un modo que revelaba una seguridad en sí misma que, según Erica llegó a comprender en la edad adulta, debe de ser insólita en los niños. Y, al mismo tiempo, era abierta y generosa y, pese a ser reservada, no daba la impresión de ser tímida. Fue ella quien eligió a Erica como amiga. Erica nunca se habría atrevido a acercarse a Alex por sí misma. Fueron inseparables hasta los últimos años, hasta que Alex se marchó a la ciudad y desapareció para siempre de su vida. Alex empezó a aislarse y Erica se pasaba sola horas enteras, llorando por su amistad encerrada en su habitación. Y un día, cuando llamó a la puerta de la casa de Alex, nadie respondió. Veinticinco años después, Erica recordaba con todo detalle el dolor que sintió cuando comprendió que Alex se había marchado sin decirle una palabra y sin despedirse de ella. Seguía sin tener la menor idea de lo que había sucedido, pero, como suelen hacer los niños, se culpó a sí misma suponiendo que Alex se había cansado de ella.

A Erica le costó orientarse a través de Gotemburgo para dirigirse a Särö. Conocía bien la ciudad, puesto que había estudiado allí cuatro años, pero en aquella época no tenía coche y en ese sentido Gotemburgo no era para ella más que una nebulosa en el mapa. Si hubiese podido conducir por los carriles para bicicletas, le habría resultado mucho más fácil orientarse. Gotemburgo era la pesadilla del conductor inseguro con sus innumerables calles de una sola dirección, rotondas llenas de coches y el estresante timbre de los tranvías que se acercaban por todas partes. Además, a ella le daba la impresión de que todos los caminos conducían a Hisingen: si tomaba la salida equivocada, siempre acababa allí.

Las indicaciones que Henrik le había dado eran claras y encontró el camino a la primera, con lo que, en esta ocasión, consiguió mantenerse lejos de Hisingen.

La casa superaba todas sus expectativas. Una construcción enorme de finales del siglo anterior, en color blanco, con vistas al mar y un pequeño cenador que sugería la promesa de cálidas noches estivales. El jardín, oculto bajo una gruesa capa de nieve, estaba bien diseñado y, sólo por sus dimensiones, exigía los cuidados de un experto jardinero.

Atravesó un sendero de sauces y cruzó un alto enrejado hasta llegar a la explanada de gravilla que se extendía ante la casa.

La escalinata de piedra conducía hasta una robusta puerta de roble. No había timbre, sino una aldaba maciza que golpeó con decisión. La puerta se abrió de inmediato. Ya imaginaba que le abriría una doncella con cofia y delantal almidonado pero quien la recibió fue un hombre que supuso debía de ser Henrik Wijkner. Era terriblemente guapo y Erica se alegró de haberse esforzado algo más de lo habitual en arreglarse antes de salir de casa.

Entró en un vestíbulo enorme que, tras una rápida apreciación, debía de ser más grande que su apartamento de Estocolmo.

– Hola, soy Erica Falck.

– Hola, Henrik Wijkner. Si no recuerdo mal, nos conocimos el verano pasado en una cafetería de la plaza de Ingrid Bergman.

– Sí, es cierto, en el Café Bryggan. Parece que hace siglos desde el verano, sobre todo con el tiempo que tenemos ahora.

Henrik asintió educado mientras le ayudaba a quitarse el chaquetón y le indicaba con la mano el camino hacia el salón contiguo al vestíbulo. Con suma delicadeza, Erica se sentó en un sillón que, con su limitado conocimiento sobre antigüedades, sólo pudo calificar de muy antiguo y probablemente muy valioso, al tiempo que aceptó el café que le ofrecía Henrik. El joven empezó a servirlo y, mientras intercambiaban unas frases sobre el tiempo tan desapacible que tenían que sufrir, ella lo estudió a hurtadillas y constató que no parecía especialmente desolado, aunque sabía que eso no tenía por qué ser así. Cada uno tenía su modo de expresar el dolor.

Henrik vestía algo informal, aunque llevaba unos chinos perfectamente planchados y una camisa de Ralph Laurent de color azul claro. Tenía el cabello oscuro, casi negro y con un corte elegante sin llegar a parecer repeinado. Sus ojos castaños le daban un aspecto sureño. Ella prefería un tipo de hombre de físico algo más salvaje y, aun así, no podía sustraerse a la atracción que ejercía aquel hombre, que parecía salido de una revista de moda. Henrik y Alex debían de hacer una pareja estupenda.

– ¡Es una maravilla de casa!

– Gracias. Yo soy la cuarta generación de Wijkner que la habita. Mi bisabuelo la mandó construir a principios de siglo y, desde entonces, ha pertenecido a la familia. Si estas paredes hablasen…

Abarcó con la mano la habitación y sonrió.

– Sí, debe ser maravilloso verse rodeado de tanta historia de la propia familia.

– Bueno, tiene ventajas e inconvenientes. También conlleva una responsabilidad insoslayable. Seguir el camino del padre y todo lo demás.

El joven se echó a reír mientras Erica pensaba que no parecía especialmente abrumado por ninguna responsabilidad. Ella, por suparte, se sentía totalmente fuera de lugar en aquella elegante sala y luchaba en vano por encontrar la forma de sentarse cómodamente en aquel hermoso pero espartano sofá. Al cabo, terminó por acomodarse en el borde mismo, mientras daba sorbitos al café servido en diminutas tazas de moca. El meñique se le agitó, aunque ella supo contener el impulso. En efecto, las tazas parecían ideales para estirar el meñique, pero la joven sospechaba que daría una impresión más sarcástica que de saber estar. Luchó consigo misma un instante al ver la bandeja de pastas que había sobre la mesa y perdió la batalla en un duelo contra una gruesa rebanada de bizcocho equivalente a unos diez puntos rojos en la ficha del peso.

– Alex adoraba esta casa.

Erica estaba pensando precisamente en cómo acercarse al auténtico motivo de su presencia allí y se sintió agradecida al comprobar que el propio Henrik sacaba a colación el tema de Alex.

– ¿Cuánto tiempo vivisteis juntos aquí?

– Tanto como duró nuestro matrimonio, quince años. Nos conocimos cuando estudiábamos en París. Ella, historia del arte y yo intentaba adquirir conocimientos sobre la economía mundial, al menos los suficientes para administrar a duras penas el emporio familiar.

Erica dudaba mucho de que Henrik Wijkner hiciese nunca algo «a duras penas».

– Después de casarnos volvimos a Suecia y nos instalamos en esta casa. Mis padres habían fallecido y la casa había estado muy descuidada los dos años que yo viví en el extranjero, pero Alex empezó a renovarla enseguida. Quería que todo estuviese perfecto. Cada detalle, el papel pintado, los muebles y las alfombras, son originales que han decorado la casa desde su construcción y restaurados según su aspecto primigenio o bien objetos que Alex compró. No sé a cuántos anticuarios acudió para encontrar objetos de decoración de la época de mi bisabuelo. Utilizó para guiarse montones de fotografías antiguas y el resultado es excelente. Al mismo tiempo, trabajaba duro para poner en marcha su galería y lo cierto es que aún no comprendo cómo le llegaba el tiempo para hacerlo todo.