Выбрать главу

Su voz sonaba monótona, como si estuviese contando una historia normal y corriente, no un asesinato.

– Le quité toda la ropa. Creía que iba a poder con ella, tengo mucha fuerza en los brazos, después de tantos años trabajando, pero comprobé que era imposible. Así que tuve que arrastrarla hasta el cuarto de baño y meterla como pude en la bañera. Luego le corté las venas de las dos muñecas con una cuchilla que había en el armario del baño. Después de haberle limpiado la casa una vez a la semana durante varios años, sabía dónde encontrar lo que necesitaba. Fregué la copa de la que había bebido, apagué la luz y cerré la puerta con la llave, que luego dejé en el lugar de siempre.

Patrik estaba conmocionado, pero se obligó a hablar con calma.

– Comprenderás que tienes que venir conmigo. No creo que tenga que llamar a la comisaría para pedir refuerzos, ¿verdad?

– No, no es necesario. ¿Puedo recoger unas cosas que quiero llevarme?

Patrik asintió.

– Sí, claro.

La mujer se levantó. En el umbral de la puerta, se volvió hacia él.

– ¿Cómo iba yo a saber que estaba embarazada? Cierto que no bebió alcohol, la verdad es que no caí en ese detalle, pero no tenía ni idea de que fuera por eso. Tal vez no fuese muy dada a la bebida, o pensaba conducir después. ¿Cómo iba yo a saberlo? Era imposible, ¿verdad?

Su voz tenía ahora un timbre suplicante y Patrik no pudo por menos de asentir sin pronunciar palabra. Llegado el momento, le contaría que el niño no era de Anders, pero por ahora no quería arruinar el equilibrio logrado con su confesión. Vera tendría que contarles su historia a más personas, antes de que ellos pudieran cerrar definitivamente el caso del asesinato de Alexandra Wijkner. Pero había algo que lo inquietaba. Su intuición le decía que Vera no se lo había contado todo aún.

Cuando se sentó en el coche, tomó la copia de la carta de despedida que había dejado Anders como su último mensaje destinado al mundo. Muy despacio, Patrik fue leyendo lo que Anders había escrito y, una vez más, sintió el dolor que emanaban aquellas palabras plasmadas en un trozo de papel.

Capítulo 6

A menudo me llamó la atención la ironía de mi vida. Cómo soy capaz de crear belleza con mis dedos y mis ojos al tiempo que, en todo lo demás, sólo soy capaz de generar fealdad y destrucción. De ahí que mi última acción consista en destruir mis cuadros. Con el fin de darle a mi vida un poco de coherencia. Es mejor ser coherente y sólo dejar tras de mí suciedad, que dar la impresión de ser una persona más compleja de lo que en realidad merezco.

En el fondo, soy bastante simple. Lo único que siempre deseé de verdad era borrar unos meses y sucesos de mi vida. No creo que fuera mucho pedir. Pero tal vez me merecía lo que me pasó. Tal vez me había hecho culpable de algo terrible en otra vida anterior, algo por lo que debía pagar en esta vida. Y no es que tenga la menor importancia, en realidad. Pero, de ser así, habría sido un alivio saber qué estaba pagando.

Os preguntaréis por qué elijo precisamente este momento para dejar una vida que lleva tanto tiempo siendo absurda. Sí, es una buena pregunta. Pero ¿por qué hace uno las cosas en un momento determinado y no en otro? ¿Acaso amaba a Alex hasta tal punto, que la vida perdió su único sentido? Esa será, sin duda, una de las explicaciones a las que recurriréis. Pero, si he de ser sincero, no lo sé.

La idea de la muerte ha sido una compañera con la que he convivido mucho tiempo, aunque hasta ahora no me había sentido preparado. Tal vez la muerte de Alex haya hecho posible mi liberación. Ella siempre fue un ser inalcanzable, un ser en cuya superficie resultaba imposible provocar el menor rasguño. El hecho de que ella pudiese ser víctima de la muerte me abrió de pronto la posibilidad de optar por la misma vía. Llevaba ya mucho tiempo listo para partir; sólo tenía que subirme al tren.

Mamá, perdóname.

Anders

—–

Jamás había logrado deshacerse de la costumbre de levantarse temprano, o a medianoche, como dirían algunos. Lo que, en este caso, le resultó muy útil. Svea no reaccionaba cuando él se levantaba a las cuatro de la mañana, pero, por si acaso, bajó la escalera sin hacer ruido, con la ropa en la mano. Eilert se vistió en silencio en la sala de estar antes de sacar la maleta que había escondido cuidadosamente en el fondo de la despensa.

Llevaba meses planeando aquello y no había dejado nada al azar. Hoy era el primer día del resto de su vida.

El coche arrancó al primer intento, pese al frío, y a las cuatro y veinte de la mañana dejó la casa en la que había vivido los últimos cincuenta años.

Atravesó una Fjällbacka dormida, pero no pisó el acelerador hasta que no hubo dejado atrás el viejo molino, antes de girar en dirección a Dingle. Poco más de doscientos kilómetros lo separaban de Gotemburgo y del aeropuerto de Landvetter, así que podía tomárselo con calma. El avión rumbo a España no salía hasta las ocho de la mañana.

Por fin podría vivir su vida como gustase.

Llevaba planeándolo mucho tiempo, varios años. Cada año que pasaba, le pesaban más los achaques y la frustración que le producía la vida con Svea. Eilert pensaba que merecía algo mejor. A través de Internet había encontrado una pequeña pensión en un pueblecito de la Costa del Sol española. A cierta distancia de las playas y la zona turística, así que el precio era asequible. Se había comunicado con ellos por correo electrónico para cerciorarse de que podía vivir allí todo el año; de este modo, la propietaria le haría un precio aun mejor. Le había llevado mucho tiempo reunir el dinero bajo la estrecha vigilancia que Svea ejercía sobre lo que hacía o dejaba de hacer, pero lo había conseguido. Contaba con que podría arreglárselas con sus ahorros durante dos años aproximadamente, si vivía sin excesos, y después no le quedaría más remedio que encontrar una solución. En aquellos momentos, nada podía poner freno a su entusiasmo.

Por primera vez en cincuenta años, se sentía libre e incluso se sorprendió a sí mismo pisando el acelerador del viejo Volvo más de la cuenta, de pura alegría. Dejaría el coche en el aparcamiento de larga estancia del aeropuerto; Svea se enteraría en su momento de dónde estaba. No es que eso tuviese la menor importancia. Ella jamás se había molestado en sacarse el permiso de conducir, sino que lo usaba a él de chófer gratuito cada vez que necesitaba ir a algún sitio.

Lo único que le daba un poco de cargo de conciencia eran los hijos. Por otro lado, siempre habían sido más hijos de Svea y, a su pesar, se habían vuelto tan mezquinos y cerrados como ella, lo cual era en parte, a buen seguro, responsabilidad suya, pues él había estado siempre trabajando de sol a sol y había hecho lo posible por encontrar excusas para estar fuera a todas horas.