Pero su problema era más inmediato.
No podía meterse en un hoteclass="underline" los establecimientos hoteleros autorizados seguían teniendo la obligación de enviar todas las noches a la policía una relación de huéspedes. Tampoco podía coger un avión, ni un tren, porque todos los puntos de embarque estarían vigilados. Ni podía alquilar un coche, sin permiso de conducir ruso. Tampoco podía volver tranquilamente al Voljov. Dicho en pocas palabras, estaba atrapado: el país entero era una cárcel para él. Tenía que ponerse en contacto con la embajada norteamericana. Allí encontraría a alguien que le hiciera caso. Pero no era cosa de coger el teléfono y llamar. Con seguridad, quien tenía pinchados los teléfonos del Voljov también controlaría las líneas de la embajada. Le hacía falta alguien que estableciese el contacto, y algún sitio en que ocultarse mientras.
Echó un nuevo vistazo al periódico y se fijó en un anuncio. Era del circo: función todas las tardes, a las seis. El anuncio intentaba atraer a los visitantes con promesas de estupendo esparcimiento para todos los públicos.
Miró el reloj: las cinco y cuarto de la tarde.
Akilina Petrovna. Recordó su pelo rubio alborotado y su carita de duende. Lo habían impresionado su valor y su paciencia. De hecho, a ella le debía la vida. Y ella era quien tenía su maletín y quien le había dicho que fuera a recogerlo.
¿Por qué no, pues?
Se levantó de la mesa y echó a andar hacia la salida. Se le ocurrió una idea estimulante: iba a acudir a una mujer para que lo sacara de un aprieto.
Igual que su padre.
Monasterio Trinitario de San Sergio
Sergiev Posad
17:00
Hayes se hallaba a ochenta kilómetros de Moscú, en dirección noreste, cerca ya del lugar más santo de toda Rusia. Conocía su historia. Cuando primero se alzó la irregular fortaleza por encima del bosque que la rodea fue en el siglo xiv. Cien años después, los tártaros pusieron sitio a la ciudadela y acabaron saqueándola. En el siglo xvii, los polacos intentaron, sin éxito, echar abajo las murallas del monasterio. Pedro el Grande se refugió en San Sergio durante una revuelta popular, al principio de su reinado. Y en la actualidad es centro de peregrinación de millones de rusos ortodoxos, un lugar tan sagrado como el Vaticano lo es para los católicos. Aquí, en un féretro de plata, yace san Sergio, y los fieles acuden de todo el país sólo para besar su tumba.
Llegó cuando el sitio cerraba. Se bajó del coche y se abrochó en seguida el cinturón del abrigo, para ponerse a continuación un par de guantes negros de cuero. El sol se había ocultado ya y se tendía la noche de otoño: a la luz cenital, las centelleantes cúpulas en forma de bulbo, azules con estrellas doradas, perdían esplendor. El fuerte viento hacía un ruido sordo que hizo pensar a Hayes en un lejano fuego de artillería.
Con él venía Lenin. Los otros tres miembros de la Cancillería Secreta habían tomado la unánime decisión de que fueran Lenin y Hayes quienes se ocuparan del primer contacto. El patriarca tal vez valorase mejor los riesgos si oía decir a un alto cargo del ejército ruso, de sus propios labios, que estaba dispuesto a jugarse su reputación en la inminente aventura.
Hayes miró al cadavérico Lenin mientras se alisaba el abrigo de lana y se ponía al cuello una bufanda marrón. Apenas si habían hablado durante el trayecto. Pero ambos sabían lo que había que hacer. Ante la puerta principal los aguardaba un pope vestido de negro, con la barba como de musgo, mientras por su izquierda y por su derecha fluía una ininterrumpida sucesión de peregrinos, abandonando el lugar. El pope los hizo entrar en las densas murallas de piedra, llevándolos directamente a la Catedral de la Dormición. El interior del templo estaba iluminado con velas, bailaban sombras en el iconostasio dorado que se alzaba tras el altar principal, y los acólitos se concentraban en las tareas de cierre.
Fueron en pos del pope hasta un recinto subterráneo. Les habían dicho que la reunión se celebraría en la cripta de Todos los Santos, donde estaban enterrados los patriarcas de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Era una cámara nada espaciosa, con el techo y las paredes cubiertos de mármol gris claro. Una araña de hierro lanzaba su pálida luz contra el techo abovedado. Las tumbas, muy trabajadas, tenían cruces doradas, candelabros de hierro e iconos pintados.
El hombre arrodillado ante la tumba más apartada no tenía menos de setenta años. Le brotaban mechones grises y dispersos del estrecho cráneo. Una barba apelmazada y un espeso bigote le cubrían el rostro rubicundo. Por una oreja le asomaba un audífono, y la piel de sus manos, unidas en oración, estaba salpicada de manchas. Hayes había visto fotografías de aquel hombre, pero era la primera vez que ponía los ojos en Su Santidad el Patriarca Adriano, cabeza visible de la milenaria Iglesia Ortodoxa Rusa, en carne y hueso.
Quien los había escoltado hizo mutis, y sus pasos se fueron perdiendo en la subida hacia la catedral.
Llegó de lo alto el ruido de una puerta al cerrarse.
El patriarca se santiguó antes de ponerse en pie.
– Caballeros, agradezco su venida.
Tenía una voz bronca y profunda.
Lenin hizo las presentaciones.
– Sé bien quién es usted, general Ostanovich. Mis fuentes me aconsejan que preste oídos a lo que tenga que proponerme y que proceda luego a valorarlo.
– Agradecemos la audiencia -dijo Lenin.
– Pensé que esta cripta era el lugar más seguro para nuestra conversación. No puede objetársele nada, en cuanto a privacidad. La Madre Tierra nos protegerá de los oídos indiscretos. Y puede que las almas de los grandes hombres aquí enterrados, predecesores míos, me indiquen el camino a seguir.
Hayes no se dejó engañar por esa explicación. La propuesta que iban a hacerle no era de las que un hombre en la posición de Adriano podía permitir que trascendiera. Una cosa era sacar provecho del asunto, cuando procediese, y otra participar de modo activo en una conspiración traicionera -sobre todo tratándose de una persona que teóricamente se hallaba por encima de los asuntos políticos.
– Lo que me pregunto, caballeros, es por qué habría yo de considerar lo que ustedes me proponen. Desde que terminó el Gran Intervalo, mi Iglesia viene experimentando un resurgimiento sin parangón. Ahora que ya no están los soviéticos, se acabaron las persecuciones y las restricciones. Hemos bautizado decenas de miles de nuevos miembros, y las iglesias abren a diario. Pronto estaremos donde nos encontrábamos antes de que llegaran los comunistas.
– Pero podría ser mucho más -dijo Lenin.
Los ojos del anciano resplandecieron como ascuas en un fuego que se extingue.
– Y ésa es la posibilidad que me tiene intrigado. Explíquese, por favor.
– Una alianza con nosotros le asegurará a usted un sitio cerca del nuevo Zar.
– Pero es que ningún Zar tendrá otra opción que la de colaborar con la Iglesia. Será lo menos que exija el pueblo.
– Vivimos en una nueva época, Patriarca. Una campaña de relaciones públicas puede hacer más daño del que jamás hizo la represión policial. Piénselo. Mientras la gente se muere de hambre, la Iglesia sigue erigiendo monumentos costosísimos. Andan ustedes por ahí con vestimentas bordadas en oro, pero en seguida empiezan a lamentarse, cuando la contribución de los fieles no basta al adecuado mantenimiento de sus popes. Todo el apoyo de que ahora gozan ustedes podría desvanecerse en el aire con unos cuantos escándalos públicos. En nuestra organización hay personas que controlan los medios: periódicos, emisoras de radio, televisión. Y con semejante poder se consiguen muchas cosas.
– Me sorprende muy desagradablemente que un hombre de su talla incurra en semejantes amenazas, General.