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– ¿Por qué está usted con ese chornye?

Lord no reaccionó ante el calificativo de desprecio. Tenían que salir del café con el menor alboroto posible. Pero había algo en los ojos de Maks que contradecía sus palabras. No estaba seguro, pero quizá aquel hombre estuviera tratando de indicarle que no eran el lugar ni el momento adecuado. Decidió probar suerte.

– Nos vamos, señor Maks. ¿Puede usted sugerirnos dónde pasar la noche?

El propietario terminó de preparar el café y salió por un extremo del mostrador, para llevárselo al policía. Depositó la taza encima de la mesa y regresó.

– Prueben en el hotel Okatyabrsky. Al llegar a la esquina, tuerzan a la izquierda, y es la cuarta bocacalle en dirección al centro.

– Gracias -dijo Lord.

Pero Maks no devolvió la cortesía y se retiró detrás de su vidriera, sin pronunciar una palabra más. Akilina y Lord echaron a andar hacia la salida, pero tuvieron que pasar junto al policía, que degustaba su café humeante. Lord notó que la mirada de aquel hombre se detenía en él más de lo debido, y que luego se dirigía al mostrador, al otro lado del local. Lord vio que Iosif también lo había notado.

Encontraron el Okatyabrsky. El hotel ocupaba un edificio de cuatro plantas y las habitaciones que daban a la calle tenían todas unos balcones destartalados. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de negra suciedad y había en el aire el típico olor a sulfuro de las cañerías mal instaladas. El tipo de detrás del mostrador, muy malhumorado, inmediatamente les contestó que no se aceptaban huéspedes extranjeros. Akilina tomó las riendas de la situación y puso en su conocimiento que Lord era su marido y que esperaba que lo tratasen con el debido respeto. Tras un poco de regateo, el hombre les alquiló una habitación a un precio por encima de lo normal, y ellos dos subieron por las escaleras que conducían al tercer piso.

Las habitaciones eran espaciosas, pero muy avejentadas, con una decoración que hacía pensar en las películas de los años cuarenta. La única concesión a la modernidad era el frigorífico que zumbaba intermitentemente en un rincón. El baño no era mucho mejor: ni tabla del váter ni papel higiénico, y Lord, cuando fue a lavarse la cara, descubrió que había agua fría y agua caliente, pero no al mismo tiempo.

– Imagino que no habrá muchos turistas que se aventuren tan al sur -dijo al salir del baño, secándose la cara.

Akilina estaba sentada al borde de la cama.

– Esto era zona prohibida durante el comunismo. Hace poco tiempo que se ha permitido la entrada de extranjeros.

– Te agradezco tu intervención ante el conserje.

– Y yo siento mucho lo que Maks dijo de ti. No tenía derecho.

– No estoy muy seguro de que lo dijese de veras.

Le explicó a continuación lo que había creído captar en los ojos del ruso.

– Creo que el policía lo ponía tan nervioso a él como a nosotros.

– ¿Por qué? Dijo no saber nada de Kolya Maks.

– Creo que nos mintió.

Ella sonrió.

– Eres un optimista, Cuervo.

– Déjate de optimismos. Estoy suponiendo que en todo esto haya una brizna de verdad.

– Espero que sí.

Lord sentía curiosidad.

– Lo que dijiste anoche es verdad. Los rusos sólo quieren acordarse de las cosas buenas del régimen zarista. Pero tenías razón: era una autocracia, represiva y cruel. Aunque… esta vez podría ser distinto -añadió Akilina; una sonrisa se tendió en sus labios-. Lo que estamos haciendo puede ser un modo de chasquear a los soviéticos, una vez más. Con lo listos que se creían. Ambos Romanov pueden haberse salvado. ¿No sería estupendo?

Sí, sería estupendo, pensó Lord.

– ¿Estás enfadado? -le preguntó Akilina.

Lo estaba.

– Creo que no debemos exhibirnos por ahí. Bajaré a comprar algo de comer en la tienda del vestíbulo. El pan y el queso tenían buena pinta. Podemos cenar tranquilamente aquí.

Ella sonrió.

– Estaría muy bien, sí.

Una vez abajo, Lord se acercó a la mujer que llevaba la pequeña tienda y eligió una hogaza de pan moreno, algo de queso, dos salchichas y dos cervezas. Pagó con un billete de cinco dólares, que ella aceptó con mucho gusto. Se dirigía de nuevo a las escaleras cuando oyó ruido de automóviles en el exterior. Por las ventanas del vestíbulo se veían luces rojas y azules girando en la oscuridad. Miró fuera y vio abrirse la puerta de tres coches de policía que acababan de detenerse.

Lord sabía adonde iban.

Subió corriendo las escaleras y se metió en la habitación.

– Coge tus cosas. La policía está abajo.

Akilina se movió de prisa. Se echó la mochila al hombro y se puso el abrigo.

Él agarró su bolsa de viaje y su abrigo.

– No les llevará mucho tiempo averiguar el número de habitación.

– ¿Adonde vamos?

Lord sabía bien que sólo podían ir en una dirección: hacia arriba, al cuarto piso.

– Vamos.

Salieron ambos y Lord cerró la puerta sin ruido.

Treparon por las escaleras de madera de roble, pobremente alumbradas. Giraron en el rellano y subieron de puntillas al último piso. Del tercer piso les llegaban ruidos de pasos. Lord pasó revista a las siete habitaciones, a la débil luz de una lámpara incandescente. Tres de ellas daban a la calle y otras tres a la trasera del edificio. La última se hallaba al final del pasillo. Todas tenían la puerta abierta, lo que quería decir que no estaban ocupadas.

De abajo llegó un ruido de puños golpeando la madera.

Lord, con un gesto, le señaló a Akilina que no hiciera ruido y le indicó que entraran en la última habitación, la del final del pasillo.

Hacia allá fue Akilina.

Según avanzaba, Lord fue cerrando con suavidad las habitaciones de ambos lados del pasillo. Luego se metió con Akilina en el último cuarto y cerró la puerta tras ellos.

De abajo llegaban más golpes.

La habitación estaba a oscuras, y Lord no se atrevió a prender la luz de la mesilla de noche. Se acercó a mirar por la ventana. A unos diez metros en vertical había un callejón con coches aparcados. Levantó la ventana y asomó la cabeza al frío del exterior. No había policías a la vista. Quizá hubieran pensado que con la sorpresa les bastaba para garantizar el éxito de su misión. A la derecha de la ventana había una cañería que les brindaba la oportunidad de bajar hasta el suelo de adoquines.

Metió la cabeza.

– Estamos atrapados.

Akilina pasó junto a él y se subió al alféizar. Lord oyó pesados pasos que subían las, escaleras. Los policías ya debían de haber comprendido que la habitación del tercer piso estaba vacía. Las puertas cerradas los retrasarían algo, pero no mucho.

Akilina se descolgó la bolsa del hombro y la arrojó por la ventana.

– Dame la tuya.

Él obedeció, pero no sin preguntarle:

– ¿Qué estás haciendo?

Ella arrojó también la bolsa de Lord.

– Mira lo que yo hago y sígueme.

Se dejó caer hacia el exterior y se agarró al reborde de la ventana. Lord la vio aferrarse a la cañería y situar el cuerpo en ángulo, con las piernas plantadas en la fachada de ladrillo y las manos en torno al hierro oxidado. Fue bajando con gran habilidad, sirviéndose de las piernas como contrapeso, agarrándose y soltándose según iba la gravedad llevándola hacia el suelo. Unos segundos después se despegó de la pared y aterrizó en el suelo.

Lord oyó que estaban abriendo las puertas del pasillo. No se sentía capaz de imitar a Akilina, pero tampoco tenía mucha elección. Al cabo de unos segundos, la habitación estaría llena de policías.

Colgándose de la ventana, se agarró a la cañería. El metal le heló las manos y la humedad lo hacía perder agarre, pero se mantuvo con todas sus fuerzas. Plantó los pies contra la pared y empezó a bajar.

Oyó golpes en la puerta de la habitación.

Se dejó caer más de prisa y pasó ante la ventana del segundo piso. Vio caer astillas cuando forzaron la puerta, que había cerrado con llave. Siguió hacia abajo, pero perdió el agarre en la primera cincha de la cañería. Empezó a caer justo cuando una cabeza se asomaba por la ventana. Preparó el cuerpo para el impacto mientras sus manos resbalaban por el áspero ladrillo y su cuerpo golpeaba con el cemento, en su caída.