Выбрать главу

– ¿Seguía vivo el zarevich? -le preguntó Yurovsky, entre el humo.

– Ya no -respondió Maks.

La respuesta pareció satisfacer al jefe.

Maks volvió a situar el ensangrentado cuerpo de Nicolás II encima de su hijo. Pudo ver que uno de los lituanos se aproximaba a la hija más joven, Anastasia, que había caído en la tanda inicial y estaba postrada en el suelo, en un charco de sangre que iba adensándose. La muchacha gemía y Maks se preguntó si alguna de las balas habría dado en el blanco. El lituano estaba levantando su fusil para rematarla, cuando Maks lo detuvo.

– Déjame a mí-dijo-. No he tenido el placer.

El hombre, sonriendo, se apartó. Maks miró a la chica. El pecho se le hinchaba en el penoso esfuerzo de respirar y de su ropa manaba sangre, pero resultaba difícil saber si era de ella o del cuerpo de su hermana, que estaba al lado.

Que Dios lo perdonara.

Acercó la culata del fusil a la cabeza de la muchacha y la situó en un ángulo que bastase para hacerla perder el sentido, sin quitarle la vida.

– Yo la remato -dijo Maks, dando vuelta al fusil para utilizar la bayoneta.

Afortunadamente, el lituano pasó a ocuparse de otro cuerpo, sin discutir nada.

– ¡Alto! - vociferó Yurovsky.

La habitación quedó en una extraña quietud. Cesó el destrozo de carne humana. Cesaron los disparos. Cesaron los ayes. Quedaron doce siluetas de hombre en el humo denso, y la lámpara eléctrica que colgaba del techo parecía el sol en una tempestad.

– Abrid las ventanas para que se disperse el humo - dijo Yurovsky -. No se ve ni puñetas. Luego tenéis que comprobarles el pulso a todos e informarme.

Maks se dirigió directamente a Anastasia. Tenía pulso, ligero y débil.

– ¡Gran duquesa Anastasia! -gritó -. ¡Muerta!

Otros guardias informaron de otras muertes. Maks se acercó al zarevich y apartó a Nicolás. Le encontró el pulso al muchacho. Latía con fuerza. Puso en duda que le hubiera acertado algún disparo.

– ¡Zarevich! ¡Muerto!

– ¡Hasta nunca, hijoputa! -dijo uno de los lituanos.

– Tenemos que deshacernos rápidamente de los cadáveres -dijo Yurovsky-. La habitación tiene que estar limpia antes de que amanezca.

El jefe se plantó ante uno de los rusos.

– Ve al piso de arriba y tráete unas sábanas -le dijo; y, tras darle la espalda, prosiguió-: Empezad a sacar los cuerpos.

Maks vio que un lituano agarraba a una de las grandes duquesas. No supo bien cuál de ellas.

– Mirad - dijo aquel hombre.

La atención de todos se concentró en el cuerpo ensangrentado de la muchacha. Maks se acercó, como hicieron los demás. Acudió Yurovsky. Un diamante resplandecía por entre los jirones del corsé. El jefe se inclinó y llevó los dedos a la joya. Luego, agarró una bayoneta e hizo una incisión en el corsé, para luego apartar la prenda del torso. Cayeron más joyas, que quedaron varadas en la sangre del suelo.

– Las joyas las protegían de las balas -dijo Yurovsky-. Estas hijas de puta se las habían cosido a la ropa.

Varios de los hombres, percatándose de que una verdadera fortuna yacía a sus pies, hicieron amago de acercarse a las mujeres.

– ¡No! -gritó Yurovsky-. Luego. Pero tenéis que hacerme entrega de todo lo que se encuentre. Es propiedad del Estado. Al que se quede con un solo botón le pego un tiro. ¿Está claro?

Nadie dijo una palabra.

Llegó el ruso con las sábanas. Maks sabía que Yurovsky tenía prisa en extraer los cadáveres de la casa. Acababa de dejarlo muy claro. Sólo faltaban unas horas para que amaneciese, y el Ejército Blanco estaba en las afueras de la ciudad, acercándose a toda prisa.

El primer cadáver que envolvieron fue el del Zar. Lo llevaron al camión que aguardaba fuera.

Una de las grandes duquesas fue arrojada a una camilla. De pronto, la chica se incorporó y se puso a gritar. El horror se apoderó de todos. Se habría dicho que el cielo se les enfrentaba. Ahora estaban abiertas las puertas y las ventanas de la casa, de modo que no cabía utilizar las armas de fuego. Yurovsky cogió uno de los rifles, se apoyó la culata en la palma de la mano y hundió la bayoneta en el cuerpo de la chica. La hoja apenas penetró. Yurovsky le dio la vuelta al fusil y lo utilizó por la culata. Maks oyó el ruido del cráneo al quebrarse. A continuación, el jefe hundió la bayoneta en el cuello de la chica y hurgó en la herida. Hubo un gorgoteo y por el desgarrón manó la sangre. Luego cesó todo movimiento.

– Sacad a estas brujas de aquí -masculló Yurovsky-. Están poseídas.

Maks se acercó a Anastasia y la envolvió en una de las sábanas. Un estrépito llegó del zaguán. Había vuelto a la vida otra de las grandes duquesas, y Maks vio con el rabillo del ojo que varios hombres se ensañaban con ella, a culatazos y cuchilladas. Aprovechó la distracción para trasladar al zarevich, que aún yacía sobre la sangre de sus padres.

Se agachó para acercarle los labios:

– Pequeño.

El chico abrió los ojos.

– No hagáis ruido alguno. Tengo que llevaros al camión. ¿Comprendido?

Una leve seña de asentimiento.

– No hagáis ningún ruido, no os mováis, si no queréis que os hagan pedazos.

Envolvió al chico en la sábana y los sacó a ambos, Anastasia y él, a la calle, llevando a cada uno en un hombro. Tenía la esperanza de que la gran duquesa no despertara de su desmayo. También de que nadie le tomara el pulso. Una vez fuera, pudo comprobar que a los guardas les interesaba mucho más lo que iban encontrando en los cadáveres. Relojes, anillos, brazaletes, pitilleras y joyas.

– Repito -dijo Yurovsky-. O lo devolvéis todo, u os pego un tiro. Abajo había un reloj que ha desaparecido. Voy a buscar el último cuerpo. Cuando vuelva, el reloj tiene que haber aparecido.

Nadie puso en duda lo que ocurriría, en caso contrario, y uno de los lituanos se sacó el reloj del bolsillo y lo arrojó a la pila que formaba el resto del botín.

Yurovsky volvió con el último cadáver. Lo arrojaron a la trasera del camión. El jefe traía una gorra militar en la mano.

– Es la del Zar -dijo, encasquetándosela a uno de los ejecutores-. Te queda estupendamente.

Los demás se echaron a reír.

– Les costó trabajo morirse -dijo uno de los lituanos.

– No es fácil matar a la gente -contestó Yurovsky, con la mirada puesta en el camión.