Tendieron una lona sobre la trasera del camión, ocultando los cuerpos, tras haberles colocado debajo unas cuantas sábanas que empaparan la sangre. Yurovsky designó a cuatro de sus hombres para que fueran con el camión; luego se acercó él a la cabina y se subió. Los restantes miembros del pelotón de ejecución se fueron dispersando, cada uno a su puesto asignado. Maks no estuvo entre los elegidos para subir a la trasera del camión, de manera que se acercó a la ventanilla del lado del pasajero.
– Camarada Yurovsky, ¿puedo ir también? Me gustaría contribuir a que todo esto terminara.
Yurovsky giró el corto cuello. De noche parecía aún más oscuro. Barba negra. Pelo negro. Chaqueta negra de cuero. Lo único que Maks alcanzaba a verle era el blanco de los ojos, tras una mirada escalofriante.
– ¿Por qué no? Sube con los otros.
El camión salió de la casa de Ipatiev por la puerta del patio delantero. Uno de los otros hombres cantó la hora: las tres de la madrugada. Tendrían que darse prisa. Alguien sacó dos botellas de vodka y las puso en circulación entre los hombres que iban en la trasera del camión, con los cadáveres. Maks sólo tomó unos pequeños tragos.
Lo habían enviado a Ekaterimburgo a organizar la fuga. Entre los generales del Estado Mayor del Zar los había que se tomaban en serio su juramento de fidelidad a la Corona. Llevaban meses circulando rumores de que la suerte de la familia imperial estaba echada. Pero hasta el último día no había comprendido Maks la frase en todo su alcance.
Puso la mirada en el montón de cadáveres que había bajo la lona. Había colocado al chico y a su hermana casi en lo alto del todo, debajo de su madre. Se preguntó si el zarevich lo habría reconocido. Quizá fuera por eso por lo que se había quedado quieto.
El camión pasó junto al hipódromo de las afueras de la ciudad. Dejó atrás ciénagas, pozos, minas abandonadas. Más allá de la fábrica del Alto Isetsk, una vez cruzada la vía del tren, la carretera se adentraba en un espeso bosque. Tres kilómetros más tarde volvió a verse la vía del tren. Las únicas construcciones a la vista eran las casetas atendidas por los ferroviarios, que a aquella hora dormían todos.
Maks se dio cuenta de que la carretera se convertía en barro. El camión patinó un poco cuando las ruedas entraron en contacto con la tierra resbaladiza. Las ruedas traseras se atascaron en un hoyo, girando libremente, y el conductor intentó, en vano, seguir adelante. Nubes de vapor empezaron a salir del capó. El conductor apagó el motor, antes de que se recalentara, y Yurovsky se bajó de la cabina, señaló la caseta ferroviaria que acabábamos de dejar atrás y le dijo al conductor:
– Ve a despertar al encargado y que nos traiga agua.
Se dirigió a la trasera del camión.
– Buscad madera para sacar las ruedas de esta mierda. Yo seguiré andando, para encontrarme con Ermakov y su gente.
Dos de los soldados estaban ya fuera de juego, por la borrachera. Otros dos saltaron de la trasera del camión y desaparecieron en la oscuridad. Maks se hizo el borracho y se quedó quieto donde estaba.
Vio que el conductor deshacía lo andado hasta llegar a la caseta, cuya puerta aporreó. Se vio parpadear una luz y la puerta se abrió. Maks oyó que el conductor le explicaba al ferroviario que necesitaban agua. Hubo discusión, y Maks oyó a los dos guardas gritar que habían encontrado madera.
Tenía que ser en ese mismo momento.
Se arrastró hasta la lona y la fue levantando lentamente. El olor le revolvió el estómago. Apartó el cuerpo de la Zarina y agarró el bulto en cuyo interior estaba el zarevich.
– Soy yo, Pequeño. Estaos callado y quieto. El chico dijo algo que Maks no logró entender.
Bajó el cuerpo de la trasera del camión y lo depositó en el bosque, a unos metros del camino.
– No os mováis - repitió.
Regresó a toda prisa y cogió en brazos el bulto que contenía a Anastasia. La puso en el suelo del camión para volver a colocar la lona en su sitio. Luego la llevó al bosque y la depositó junto a su hermano. Tras haber aflojado las sábanas que los amortajaban, les tomó el pulso a ambos. Débil, pero ahí estaba.
Alexis lo miró.
– Sé que es horrible, pero tenéis que permanecer aquí. Cuidad de vuestra hermana. No os mováis. Yo volveré, pero no sé cuándo. ¿Comprendéis?
El chico dijo que sí con la cabeza.
– ¿Os acordáis de mí, verdad?
El chico volvió a asentir.
– Pues tened confianza en mí, Pequeño.
El joven se aferró a él en un abrazo desesperado, que le desgarró el corazón.
– Dormid ahora. Volveré cuanto antes.
Maks volvió al camión y subió a la trasera. En seguida volvió a situarse como estaba antes, boca abajo junto a los dos guardas borrachos. Oyó pisadas acercándose en la oscuridad. Lanzando un quejido, empezó a incorporarse.
– Levántate, Kolya. Tienes que ayudarnos -dijo uno de los hombres, al acercarse. -Hemos encontrado leña en la caseta.
Se bajó del camión y ayudó a los otros dos a transportar los troncos por el embarrado camino. El conductor regreso con un cubo de agua para el motor.
Yurovsky apareció unos minutos más tarde.
– Ermakov y su gente están ahí cerca.
El motor volvió a ponerse en marcha, no sin esfuerzo, y las cuñas de madera hicieron posible que las ruedas saliesen del agujero de lodo. A bastante menos de un kilómetro más adelante se encontraron con un grupo que los aguardaba, con antorchas en la mano. A juzgar por sus gritos, era evidente que casi todos estaban borrachos. A la luz de los faros, Maks reconoció a Piotr Ermakov. Yurovsky sólo había recibido orden de cumplir la sentencia. Deshacerse de los cadáveres era responsabilidad del camarada Ermakov. Era un obrero de la planta del Alto Isetsk a quien le gustaba tanto matar que lo llamaban camarada Máuser.
– ¿Por qué no nos los trajisteis vivos? -gritó alguien.
Maks sabía lo que seguramente les habría prometido Ermakov a sus hombres. Sed buenos soviéticos y haced lo que se os diga y os dejaremos hacer lo que queráis con las mujeres, con el papá Zar mirando. La probabilidad de ejercer la lujuria con cuatro vírgenes tenía que haber sido suficiente incentivo para que hiciesen los preparativos necesarios.
Un numeroso grupo se congregó junto a la trasera del camión, mirando la lona, con las antorchas crepitando en la oscuridad. Uno de ellos apartó la cubierta.
– Mierda. Qué peste -exclamó alguno.
– El hedor de la monarquía -añadió otro.
– Trasladad los cadáveres a las carretas -ordenó Yurovsky.
Uno de ellos, en tono de protesta, dijo que se negaba a tocar semejantes porquerías, y Ermakov se subió a la trasera del camión.
– Sacad esos jodidos cadáveres del camión. Sólo queda un par de horas para que amanezca, y hay mucho que hacer.
Maks comprendió que Ermakov no era hombre a quien fuese prudente desafiar. Los hombres empezaron a trasladar los ensangrentados bultos de los cadáveres, dejándolos en droshkis. Sólo había cuatro carretas de madera, y Maks esperaba que nadie contase los cuerpos. El único que conocía su número exacto era Yurovsky, pero el jefe fue a situarse, junto a Ermakov, delante del camión. Los demás hombres que habían participado en la matanza de casa de Ipatiev estaban demasiado borrachos o demasiado cansados para ocuparse de si había nueve o había once cadáveres.