El corpulento ruso echó la barbilla hacia delante.
– Anda y que te den por el culo.
Había confianza en su tono, pero Stalin no reaccionó ante el desafío. Se limitó a acercarse, mientras Párpado Gacho y Cromañón lo hacían al mismo tiempo para agarrar a Maks y ponerlo con la cara contra el suelo de madera.
– Más vale que se te ocurra algo para entretenernos.
Párpado Gacho desapareció en la trastienda, mientras Cromañón mantenía sujeto a Maks. Orleg estaba de vigilancia en la puerta trasera. El inspector consideraba importante no tomar parte activa en lo que sucediera. Hayes también pensó que eso era lo más prudente. Podían necesitar algo de la militsya en las semanas siguientes, y Orleg era el mejor contacto que tenían en la policía de Moscú.
Párpado Gacho regresó con un rollo de cinta aislante que utilizó para trabarle fuertemente las muñecas a Maks. Cromañón lo levantó del suelo y lo tiró contra la desvencijada silla de roble, para en seguida atarle el pecho y las piernas con cinta aislante. Al final le pegó un trozo a la boca.
Stalin dijo:
– Ahora, señor Maks, voy a decirle lo que nosotros sabemos. Un norteamericano llamado Miles Lord y una rusa llamada Akilina Petrovna se presentaron aquí ayer. Venían preguntando por Kolya Maks, persona a quien afirmó usted no conocer de nada. Quiero saber quién es Kolya Maks y por qué lo están buscando Lord y la mujer. Usted conoce bien la respuesta a la primera pregunta, y estoy seguro de que también puede contestar a la segunda.
Maks negó con la cabeza.
– Una decisión muy estúpida, señor Maks.
Párpado Gacho arrancó un trozo de la cinta y se lo tendió a Stalin. Ambos parecían haber hecho aquello antes. Stalin se apartó el pelo de la tostada frente y se inclinó. Colocó el trozo de cinta en la nariz de Maks, sin hacer presión.
– Cuando apriete la cinta, señor Maks, le quedará sellada la nariz. Algo de aire le resta a usted en los pulmones, pero sólo para un rato. Se asfixiará usted en cuestión de segundos. ¿Quiere que se lo demuestre?
Stalin apretó la cinta hasta cerrar la nariz de Maks.
Hayes vio cómo se le hinchaba el pecho. Sabía que ese tipo de cinta se utilizaba en los conductos de ventilación, precisamente por su condición hermética. Al ruso empezaron a salírsele los ojos de las órbitas, mientras sus glóbulos buscaban oxígeno y su piel pasaba por toda una variedad de colores, hasta llegar al blanco ceniciento. El hombre, en su desamparo, se agitaba en la silla, pero Cromañón lo sujetaba fuertemente por detrás.
Stalin, como sin querer, alargó la mano y le arrancó la cinta de la boca. Grandes bocanadas de aire le entraron inmediatamente en el pecho.
El color volvió a su rostro.
– Conteste a mis dos preguntas, por favor -dijo Stalin.
Maks se limitó a seguir respirando.
– Sin duda que es usted muy valiente, señor Maks. Lo que no sé es para qué. Pero su coraje es digno de admiración.
Stalin hizo una pausa, seguramente para dar lugar a que Maks se recuperara.
– Ha de saber que cuando estuvimos en su casa su encantadora esposa nos invitó a entrar. Qué mujer tan estupenda. Ella nos dijo dónde estaba usted.
Una mirada salvaje ocupó los ojos de Maks. Por fin. Miedo.
– No se preocupe -dijo Stalin-. Está bien. Cree que trabajamos para el gobierno y que estamos aquí en misión oficial. Nada más. Pero le aseguro a usted que este procedimiento funciona igual de bien con las mujeres.
– Maldita mafiya.
– Esto no tiene nada que ver con la mafiya. Es mucho más grande que todo eso, y creo que usted lo sabe muy bien.
– Me va a matar igual, diga lo que diga.
– Pero le doy mi palabra de que su mujer no se verá afectada, si me dice usted lo que quiero saber, sin más.
El ruso de pelo rojo dio la impresión de estar sopesando la oferta.
– ¿Cree usted lo que le estoy diciendo? -le preguntó Stalin, con toda calma.
Maks no dijo nada.
– Si sigue usted callado, no le quepa la menor duda de que enviaré a estos dos hombres a buscar a su mujer. La ataré a una silla, cerca de usted, podrá ver como se asfixia. Luego, seguramente lo dejaré vivo a usted, para que pueda recordar con todo detalle lo sucedido.
Stalin se expresaba con tranquila reserva, como negociando un acuerdo comercial. Hayes estaba impresionado ante la facilidad con que este hombre tan apuesto, con sus vaqueros de Armani y su jersey de cachemira, provocaba el sufrimiento de otra persona.
– Kolya Maks está muerto -dijo al fin Maks-. Su hijo, Vassily, vive a unos diez kilómetros al sur de esta localidad, yendo por la carretera principal. En cuanto a por qué lo busca Lord, no lo sé. Vassily es tío abuelo mío. Desde hace mucho tiempo ha habido miembros de mi familia con establecimiento abierto en este pueblo. Es lo que nos dijo Vassily que hiciéramos, y lo hicimos.
– Está usted mintiendo, señor Maks. ¿Es usted miembro de la Santa Agrupación?
Maks no dijo nada. Aparentemente, su ánimo de cooperar tenía límites.
– No. Nunca admitiría usted semejante cosa, ¿verdad? Es parte de su juramento al Zar.
Maks lo miró con dureza.
– Pregúntele a Vassily.
– Eso haré -dijo Lenin, apartándose ya.
Párpado Gacho volvió a colocar un trozo de cinta aislante en la boca a Maks.
El ruso se agitó en la silla, tratando de respirar. El intento lo hizo caer al suelo, con silla y todo.
Su lucha cesó al cabo de un minuto.
– Un buen hombre, deseoso de proteger a su mujer -dijo Stalin, mirando el cadáver. -Digno de admiración.
– ¿Cumplirá usted su palabra? -le preguntó Hayes. Stalin lo miró con expresión de sincera ofensa.
– Por supuesto. ¿Qué clase de persona cree usted que soy?
18:40
Lord aparcó en el bosque, al borde de un camino embarrado. La heladora puesta de sol acababa de trocarse en una noche sin luna. No lo volvía loco de alegría la idea de exhumar un ataúd que llevaba treinta años bajo tierra, pero no podía decirse que tuviera muchas opciones. Ahora ya estaba convencido de que dos de los Romanov habían escapado de Ekaterimburgo. Otra cosa era que hubieran logrado llegar a lugar seguro y que vivieran luego lo suficiente como para tener descendencia; pero sólo parecía haber un modo de averiguarlo.
Vassily Maks les había proporcionado dos palas y una linterna con las pilas muy gastadas. Les advirtió que el cementerio se hallaba en lo más profundo del bosque, a unos treinta kilómetros de Starodub, y que en los alrededores no había más que álamos y una vieja iglesuca de piedra, que se utilizaba a veces en los entierros.
– El cementerio debería estar allá abajo, siguiendo el camino -dijo, mientras se bajaban del coche.
Seguían utilizando el vehículo que Iosif Maks les había proporcionado aquella misma mañana. Maks había dicho que les traería el coche al caer el sol. Pero, en vista de que no llegaba, y ya eran las seis de la tarde, Vassily les había dicho que se fueran, que él se lo explicaría a Iosif y que ambos estarían esperándolos a su regreso. El anciano parecía tan anhelante como ellos de descubrir el secreto que su padre había guardado. También señaló que tenía otro dato que transmitirles, pero sólo cuando supieran lo que su padre había sabido. Era otra cláusula de seguridad, que Vassily tenía intención de pasar a su sobrino Iosif, el hombre a quien estaba educando para que heredase las tareas inherentes a la custodia, cuando él muriera.
Lord llevaba una chaqueta y un par de guantes de cuero traídos de Atlanta, junto con unos buenos calcetines de lana espesa. Los vaqueros eran la única vestimenta informal que había metido en la maleta antes de salir con destino a Rusia. El jersey lo había comprado en Moscú hacía un par de semanas. Él pertenecía a un mundo de chaqueta y corbata, en el que la ropa informal sólo se utilizaba los domingos por la tarde; pero los acontecimientos habían experimentado un giro inesperado durante los últimos días.