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Lord oyó de nuevo el grito de Vassily Maks.

North Beach quedaba al este. Nob Hill, al sur. Viejas mansiones, muy bellas, cafés y tiendas nada convencionales cubrían su cima y sus laderas. Era la zona de moda de una ciudad de moda. Pero a principios del siglo xix fue allí donde recibió sepultura un grupo de rusos comerciantes de pieles. Por aquel entonces, los únicos pobladores de aquella costa rocosa y aquel territorio abrupto eran los indios Miwok y los Ohlone. Tuvieron que pasar decenios para que el hombre blanco impusiera su dominio. La leyenda de los rusos sepultados allí dio nombre al territorio.

La Montaña de los Rusos.

San Francisco, California.

Estados Unidos.

Allí era adonde habían llevado a los dos Romanov.

Le comunicó a Akilina sus conclusiones.

– Todo encaja. Estados Unidos es muy grande. Allí es fácil que dos adolescentes lleguen a escamotearse, sin que nadie tenga idea de quiénes pueden ser. Los norteamericanos no sabían gran cosa de la familia imperial. Ni les importaba un pimiento. Si Yusúpov era tan listo como está pareciéndome, la jugada era ésa.

Se acercó la llave y observó las iniciales que llevaba grabadas: C.M.B. 716.

– ¿Sabes lo que pienso? Que esta llave es de una caja privada de un banco de San Francisco. Tendremos que descubrir qué banco, y esperar que siga existiendo.

– ¿Podría ser?

Lord se encogió de hombros.

– San Francisco tiene antigüedad en el campo de las finanzas. Hay posibilidades. Puede, incluso, que el banco haya desaparecido, pero que las cajas estén aún depositadas en otra institución. Es práctica común -hizo una pausa-. Vassily nos dijo que pensaba comunicarnos otra cosa cuando regresáramos del cementerio. Apuesto lo que sea a que San Francisco es la próxima rama del viaje.

– Dijo que no sabían adonde habían llevado a los chicos.

– No podemos dar por supuesto que eso sea verdad. Podía ser un engaño más, para distraernos hasta que encontráramos la caja. Nuestra labor, ahora, consiste en encontrar la Campana del Infierno, sea lo que sea.

Sopesó el lingote de oro.

– Desgraciadamente, esto no nos sirve de nada. Nunca conseguiríamos pasarlo por las aduanas. No habrá mucha gente hoy en día que tenga oro imperial en su posesión. Creo que tienes razón, Akilina. Debe de ser verdad lo que nos dijo Pashenko. Un campesino ruso nunca habría tenido un lingote de oro en su poder sin fundirlo en seguida, a no ser que lo tuviera en tanto aprecio como para mantenerlo en su forma original. Parece que Kolya Maks se lo tomó muy en serio. Igual que Vassily, luego, y el propio Iosif. Ambos dieron la vida por ello.

Quedó con la vista perdida en la oscuridad del parabrisas. Le recorrió el cuerpo entero una oleada de decisión.

– ¿Tienes idea de dónde estamos?

Ella asintió.

– Cerca de la frontera con Ucrania, casi fuera de Rusia. Esa carretera lleva a Kiev.

– ¿A qué distancia está?

– Unos cuatrocientos kilómetros. Quizá menos.

Lord recordó haber leído, antes de su partida con destino a Moscú, unos informes del Departamento de Estado en que se señalaba la total ausencia de controles fronterizos entre Rusia y Ucrania. Resultaba demasiado caro mantenerlos, y, dada la gran cantidad de rusos que vivían en Ucrania, tampoco parecía muy necesario tomarse la molestia.

Miró por la ventanilla trasera. Por detrás, a una hora de distancia estaban Párpado Gacho, Cromañón y Feliks Orleg. Por delante no había nada.

– Vámonos. Podemos coger un avión en Kiev.

30

Moscú

Lunes, 18 de octubre

02:00

Hayes pasó revista a los cinco rostros reunidos en la sala con las paredes revestidas de madera. Era la misma que habían utilizado cinco semanas antes. Allí estaban Lenin, Stalin, Brezhnev y Khrushchev, además del pope que el Patriarca Adriano había nombrado representante personal suyo. Era un individuo de baja estatura, con una barba rizada que parecía lana de acero y con unos ojos verdes legañosos. El representante había tenido la sensatez suficiente como para vestirse de chaqueta y corbata, sin ningún signo exterior que pudiera asociarlo con la Iglesia. Sin andarse con ceremonias, los demás lo habían bautizado Rasputín, un nombre que no le gustaba nada en absoluto.

A todos los habían sacado del más profundo de los sueños para conminarlos a que se presentaran dentro de una hora. Demasiadas cosas en juego como para esperar a la mañana siguiente. Hayes se llevó una alegría al ver que habían preparado cosas de comer y de beber. Había fuentes de pescado y de salami en lonchas, caviar rojo y negro sobre huevos duros, coñac, vodka y café.

Llevaba varios minutos explicando lo ocurrido el día antes en Starodub. Dos Maks muertos, pero ninguna información. Ambos se habían negado tenazmente a decir nada. Iosif Maks se había limitado a ponerlos en la pista de Vassily, y el anciano los había conducido hasta la sepultura. Pero nada dijo, salvo un grito dirigido a Cuervo.

– La tumba pertenecía a Kolya Maks. Vassily Maks era su hijo -dijo Stalin-. Kolya perteneció a la guardia real en tiempos de Nicolás. Cambió de chaqueta al llegar la revolución y estaba en Ekaterimburgo coincidiendo con la ejecución imperial. No figura en la lista de quienes integraron el pelotón de fusilamiento, pero esto último no significa nada, habida cuenta del escaso detalle con que se levantaba acta de los hechos en aquella época. Nunca se le tomó declaración. Lo enterraron con un uniforme que no era soviético. Supongo que sería imperial.

Brezhnev se volvió en dirección a Hayes.

– Es evidente que su señor Lord necesitaba algo de esa tumba. Algo que a estas alturas ya está en sus manos.

Hayes y Stalin habían estado en la tumba a última hora de la noche, aquel mismo día, cuando sus hombres regresaron con noticias de lo ocurrido. No encontraron nada, y los dos Maks quedaron allí mismo, haciendo compañía a su antepasado.

– Vassily Maks nos llevó a la tumba para poder pasarle ese mensaje a Lord -dijo Hayes-. Ésa es la única razón de que aceptara ir.

– ¿Por qué dice usted eso? -le preguntó Lenin.

– El hombre, al parecer, se tomaba muy en serio el cumplimiento de su deber. No habría revelado el emplazamiento de la tumba si no hubiera considerado imprescindible que Lord supiera algún dato más. Le constaba que iba a morir. Lo único que le quedaba era cumplir con su deber antes de que ello ocurriera.

A Hayes se le estaba agotando la paciencia con sus asociados rusos.

– ¿Harían el favor de decirme de una vez qué está pasando? Me tienen ustedes por todo el país, matando gente, y no tengo ni idea de por qué. ¿Qué es lo que Lord y esa mujer andan buscando? ¿Se trata de los Romanov que sobrevivieron a la matanza de Ekaterimburgo?

– Estoy de acuerdo -dijo Rasputín-. Yo también quiero saber lo que pasa. Se me dijo que la situación estaba totalmente bajo control. Que no había problemas. Y ahora vienen ustedes con estas urgencias.

Brezhnev depositó violentamente su vaso de vodka en la mesita que tenía al lado.

– El rumor de que algún miembro de la familia imperial no murió en Ekaterimburgo lleva muchísimos años circulando. Por todas partes han aparecido grandes duquesas y zareviches. Al terminar nuestra guerra civil, en 1920, Lenin estaba convencido de que había un sobreviviente de los Romanov. Le llegó noticia de que Félix Yusúpov había escamoteado por lo menos a uno de ellos. Pero nunca pudo confirmarlo, y le falló la salud sin haber podido profundizar en la investigación.