Akilina quedó impresionada con el apartamento. Dijo que era mucho mejor que el de Pashenko, pero que seguramente no tendría nada de particular para un norteamericano. Las alfombras eran suaves y estaban limpias; los muebles, a sus ojos, eran elegantes y caros. Hacía un poco de frío, al menos hasta que Lord ajustó el termostato de la pared y la calefacción central calentó las habitaciones. Nada que ver con los radiadores del apartamento de Akilina en Moscú, que funcionaban a todo o nada. La chica tomó nota de lo limpio que estaba todo y se dijo que no había de qué sorprenderse. Miles Lord le había parecido, desde el principio, una persona con un buen control de sí mismo.
– Hay toallas en el cuarto de baño de la entrada. Coge lo que quieras -le dijo Lord, en ruso-. Puedes usar ese cuarto de baño para darte una ducha.
Akilina no hablaba mal el inglés, pero tampoco podía afirmarse que lo dominara. Durante el viaje, tuvo dificultades para entender a la gente del aeropuerto, y sobre todo para contestar las preguntas del aduanero. Afortunadamente, su visado de artista le permitía el acceso al país sin problemas.
– Yo utilizaré mi cuarto de baño. Te veo en seguida.
Lord le indicó dónde estaba la ducha y ella se tomó su tiempo, dejando que el agua caliente le acariciara los fatigados músculos. Para su cuerpo era plena noche. Sobre la cama del dormitorio encontró un albornoz esperándola, y se envolvió en él. Lord le había dicho que disponían de una hora antes de salir con destino al aeropuerto, para tomar su vuelo hacia el oeste. Se secó el pelo con una toalla y dejó que los ensortijados rizos le cubrieran los hombros. El ruido del agua corriendo en el cuarto de baño de detrás era clara indicación de que Lord seguía bajo la ducha.
Se metió en el cuarto de estar y se detuvo un momento a admirar las fotografías enmarcadas que había en la pared y en dos mesas esquineras. Era evidente que Lord procedía de una familia numerosa. Había varias instantáneas en que se le veía con varios chicos y chicas de diversas edades. Él era, al parecer, el mayor. En una foto de toda la familia se le veía a los dieciocho o diecinueve años, con cuatro hermanos y hermanas no mucho más pequeños.
En dos fotografías estaba vestido de deportista, con el rostro medio tapado por el casco y el protector facial, y con una camisola con número y con los hombros almohadillados. Había también un retrato de su padre, solo, apartado de las demás fotografías. Era un hombre de unos cuarenta años, con los ojos castaños, muy serios y profundos, y el pelo corto, oscuro y pegado al cráneo, muy a juego con su piel. Le brillaba la frente por el sudor y se le veía delante de un pulpito, con la boca abierta, con los dientes de marfil destellantes, con el dedo índice señalando hacia lo alto. Llevaba un traje que parecía sentarle bien, y Akilina captó un barrunto de oro en el gemelo del brazo que tenía levantado. En el ángulo inferior izquierdo había algo escrito con rotulador. Cogió el retrato e intentó leer lo que ponía, pero no se las apañaba demasiado bien con el alfabeto occidental.
– Lo que dice es: «Hijo, únete a mí» -dijo Lord en ruso. Ella se dio la vuelta.
Lord estaba en el umbral de la habitación. Una bata marrón le ocultaba el cuerpo, dejando al descubierto los tobillos y los pies desnudos. En la V del escote Akilina observó que una ligera capa de vello entre castaño y negro le cubría el musculoso pecho.
– Ese retrato era para convencerme de que me dedicara a lo mismo que él.
– ¿Por qué no lo hiciste?
Lord se acercó a Akilina. Olía a jabón y a champú. Akilina observó que acababa de afeitarse, que ya no le cubría las mejillas y el cuello una barba de dos días. En su piel morena, de chocolate, no se percibían los estragos del tiempo y de los sinsabores, tan comunes en los habitantes de Rusia.
– Mi padre engañó a mi madre y nos dejó sin un centavo. No me apetecía absolutamente nada seguir su camino.
A Akilina se le vino a la memoria la amargura que había expresado Lord en casa de Semyon Pashenko, el viernes pasado. – ¿Y tu madre?
– Estaba enamorada de él. Y sigue estándolo. No tolera que se hable mal de él en su presencia. Lo mismo les pasaba a sus seguidores. Todos lo consideraban un santo.
– ¿Nadie sabía nada?
– Nadie se lo creía. Y él se habría puesto a gritar desde el pulpito, diciendo que era un caso claro de discriminación y que ningún negro podía tener éxito sin que le hicieran la vida imposible.
– En el colegio nos hablaron de los prejuicios que hay en este país. Que los negros no tienen ninguna posibilidad en una sociedad blanca. ¿Es cierto?
– Lo era, y hay quien dice que sigue siéndolo. Pero yo no lo creo. No digo que este país sea perfecto. Ni con mucho. Pero es la tierra de las oportunidades, si sabes aprovecharlas.
– ¿Supiste tú aprovecharlas, señor Lord?
Él sonrió.
– ¿Por qué haces eso?
Una curiosa expresión se mostró en el rostro de Akilina.
– No me llames señor Lord -explicó él.
– Es una costumbre. No lo hago con mala intención.
– Llámame Miles. Y, por contestar a tu pregunta, me gustaría creer que sí, que he aprovechado bien mis oportunidades. Estudié mucho, no me regalaron nada.
– ¿Y ese interés tuyo por mi país? ¿Te empezó ya de joven?
Lord señaló una biblioteca que había al otro lado de la soleada habitación.
– Siempre me fascinó Rusia. Tenéis una historia estupenda de leer. Es un país de extremos, tanto por sus dimensiones como por su política, o incluso el clima. Las actitudes.
Akilina no apartaba la vista de él mientras hablaba, calibrando la emoción que había en su voz, mirándole los ojos.
– Lo ocurrido en 1917 fue tristísimo. El país estaba al borde del renacimiento social. Había una tremenda floración de poetas, escritores, pintores, dramaturgos. La prensa era libre. Y todo ello desapareció, de la noche a la mañana.
– Y tú quieres participar en nuestra resurrección, ¿verdad?
Él sonrió.
– ¿Quién habría pensado nunca que un chico de Carolina del Norte podría verse en semejante posición?
– ¿Estás muy unido a tus hermanos?
Lord se encogió de hombros.
– Estamos diseminados por todo el país. Demasiado ocupados para hacernos visitas.
– Y ¿cómo les va?
– Uno de ellos es médico, dos se dedican a la enseñanza, otro es contable.
– No parece que tu padre lo haya hecho tan mal.
– No hizo absolutamente nada. Fue mi madre quien nos impulsó a todos.
Akilina no sabía gran cosa de Grover Lord, pero creyó comprender.
– Puede que la vida de tu padre fuera el ejemplo que todos necesitabais.
– Un ejemplo del que habríamos podido pasarnos la mar de bien -dijo él, en tono de burla.
– ¿Es ésa la razón de que no te hayas casado nunca?
Lord se acercó a una de las ventanas y miró la soleada mañana.
– Pues no, no es ésa la razón. La razón es que nunca he tenido tiempo para ocuparme del asunto.
Se oía el rumor del tráfico en la distancia.
– Yo tampoco me he casado -dijo ella-. Quería seguir trabajando en el circo. El matrimonio, en Rusia, puede resultar muy difícil. Nosotros no somos el país de las oportunidades.
– ¿No ha habido nadie importante en tu vida?
Por un momento, Akilina pensó contarle algo de Tusya, pero se abstuvo.
– Nadie verdaderamente importante -dijo.
– ¿Estás convencida de que la restauración del Zar será la solución de todos vuestros problemas?
Akilina se alegró de que no insistiera en la pregunta anterior. Quizá hubiera percibido su vacilación.
– Los rusos siempre han sido conducidos por alguien. Si no un Zar, un secretario general. ¿Qué más da quién nos lleve, si nos lleva bien?