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– ¿Ha funcionado? -pregunto AKilina.

– ¿Qué dice? -quiso saber la mujer.

– Que le traduzca lo que usted acaba de decir.

Dirigiéndose a Akilina, le dijo, en ruso:

– Puede que esta hija de perra tenga su corazoncito, después de todo.

Pasó al inglés para decirle a la mujer:

– ¿Sabe usted desde cuándo lleva en funcionamiento ese otro banco?

– Igual que nosotros. Desde el principio de los tiempos. Mil ochocientos noventa y tantos, creo.

El Commerce & Merchants Bank era un monolito ancho con la base de granito, el exterior de mármol y la fachada de columnas corintias. Contrastaba fuertemente con el Credit & Mercantile Bank y con los demás rascacielos que lo rodeaban, cuyos acristalamientos plateados y cuadrículas de metal evidenciaban un origen más reciente.

Lord quedó impresionado nada más entrar. El vestíbulo tenía todas las características de los viejos tiempos bancarios, con columnas de falso mármol, suelo de mármol y ventanillas de caja -reliquias de una época en que las rejas de hierro decorativas desempeñaban la función que ahora corresponde a las medidas de seguridad de alta tecnología.

Los dirigieron al despacho en que se llevaba el control del acceso a la cámara de cajas de seguridad, situada, según les dijo un vigilante de uniforme, un piso más abajo, en el sótano.

Los recibió un hombre negro de cabello canoso. Llevaba chaqueta y corbata, con un reloj de oro cuya cadena le cruzaba el pecho, justo por encima de la incipiente barriga. Dijo llamarse Randall Maddox James y parecía muy orgulloso de que su nombre tuviera tres componentes.

Lord le mostró los documentos de autenticación y la llave. No hubo comentarios negativos ni más allá de unas cuantas preguntas superficiales. James no tardó en conducirlos al intrincado sótano, pasando antes por el vestíbulo. Las cajas de seguridad se repartían en varias salas, todas ellas con las paredes cubiertas de puertecillas de acero inoxidable. Al final llegaron a una fila de cajas antiguas, con el exterior de un color verde sin lustre y las cerraduras negras.

– Éstas son las más antiguas que conservamos -dijo James-. Ya estaban aquí cuando el terremoto de 1906. Quedan muy pocos dinosaurios como éstos. Muchas veces nos preguntamos si alguna vez reclamará alguien su contenido.

– ¿No lo comprueban ustedes, transcurrido un tiempo? -preguntó Lord.

– No lo permite la ley. Mientras sigan pagando el alquiler de la caja…

Mantuvo la llave en alto.

– ¿Me está usted diciendo que el alquiler de esta caja viene pagándose desde los años veinte?

– Exactamente. De no ser así, la habríamos declarado inactiva y habríamos perforado la cerradura. Es evidente que su difunta tomó las medidas necesarias para que no fuera ése el caso.

Lord se corrigió de inmediato.

– Por supuesto, claro que sí.

James señaló la caja 716. Estaba a media altura de la pared y la puerta de acceso tenía unos treinta centímetros en diagonal y veinticinco de alto.

– Si necesitan ustedes algo, señor Lord, estoy en mi despacho.

Lord esperó a que James los dejara solos, cerrando la reja al salir. Luego introdujo la llave en la cerradura y abrió.

Dentro había otra caja de metal. Le llamó la atención, al extraerla, lo mucho que pesaba. Depositó el receptáculo en una mesa de madera de nogal que había al lado.

Contenía tres bolsas de terciopelo, en mucho mejor estado de conservación que la custodiada por Kolya Maks hasta la muerte. También había un periódico de Berna, doblado por la mitad. Era del 25 de septiembre de 1920. El papel se había vuelto quebradizo, pero seguía entero. Lord sacó con mucho cuidado la bolsa de encima y notó, al palparla, que dentro había varios objetos. La abrió rápidamente y vio que contenía dos barras de oro, idénticas a la que habían dejado en el aeropuerto de Kiev. Ambas llevaban estampadas en la cara anterior las letras NR y el águila bicéfala. A continuación alcanzo la otra bolsa, que era mucho más gruesa, casi redonda. Aflojó las cintas de cuero.

Lo que había dentro lo dejó muy sorprendido.

Era un huevo esmaltado de color rosa translúcido sobre campo de guillochis, sujeto sobre unas patas verdes con torcedura que, vistas de cerca, eran de hecho una serie de hojas imbricadas y con adornos que parecían diamantes de color rosa. En lo alto lucía una diminuta corona imperial con dos lazos y adornada también de diamantes de color rosa. El conjunto del óvalo presentaba cuatro partes, señaladas por cuatro hileras de diamantes y lirios blancos, más lo que parecía ser un exquisito rubí, también con hojas de esmalte translúcido, verdes sobre oro. El huevo tenía unos quince centímetros de altura, contando desde la base.

Y Lord lo había visto antes.

– Es un Fabergé -dijo-. Es un huevo de pascua imperial.

– Lo sé -dijo Akilina-. Los he visto en la Armería del Kremlin.

– Éste se llamaba Lirios del Valle. Se lo regalaron a la Emperatriz Viuda, María Feodorovna, madre de Nicolás II, en 1898. Pero hay un problema. Este huevo pertenecía a una colección privada, la del millonario norteamericano Malcolm Forbes, que adquirió doce de los cincuenta y cuatro huevos cuya existencia se conocía. Su colección era más amplia que la de la Armería del Kremlin. Este huevo, exactamente, lo he visto yo expuesto en Nueva York…

Se oyó el ruido de la reja metálica al otro extremo de la sala. Lord miró en esa dirección y vio a James acercarse entre cajas plateadas. Rápidamente volvió a meter el huevo en la bolsa y tiró de las cintas de cuero para cerrarla. Las barras de oro seguían dentro de su bolsa.

– ¿Va todo bien? -preguntó el hombre mientras se aproximaba.

– Muy bien -dijo Lord-. ¿Tendría usted por casualidad una caja de cartón o una bolsa de papel en que podamos llevarnos estos objetos?

El hombre echó un vistazo a la mesa.

– Por supuesto, señor Lord. El banco está a su disposición.

Lord deseaba examinar el resto del contenido de la caja, pero pensó que sería más prudente salir antes del banco. Randall Maddox James era un poquitín demasiado curioso, al menos para su nivel actual de paranoia. Una paranoia perfectamente comprensible, teniendo en cuenta las pruebas por las que acababa de pasar en los últimos días.

Metieron sus nuevas posesiones en una bolsa de papel del Commerce & Merchants Bank, con asas de cordel y salieron a la calle. Una vez allí, tomaron un taxi que los llevara a la Biblioteca Pública. Lord recordaba el edificio, de una visita anterior: un majestuoso edificio de tres pisos, que había sobrevivido a los dos terremotos, el de 1906 y el de 1989. A un lado se alzaba el nuevo edificio, y allí los encaminó la señorita de información. Antes de volver a pensar en los objetos que contenía la bolsa, Lord localizó varios libros sobre Fabergé y, entre ellos, un catálogo de todos los huevos imperiales de pascua conocidos.

En un salón de lectura, con la llave echada, Lord distribuyó el contenido de la caja de seguridad encima de la mesa. Abrió entonces uno de los libros y leyó que en 1885 Carl Fabergé fabricó cincuenta y seis huevos por encargo del Zar Alejandro III. Un regalo de Pascua para su mujer. Tan santo día era la fiesta más importante de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Tradicionalmente se celebraba con un intercambio de huevos y tres besos. Las alhajas fueron tan bien recibidas, que el Zar continuó encargando una todos los años, por Pascua. Nicolás II, el hijo de Alejandro que heredó el trono en 1894, siguió la tradición, pero modificándola en el sentido de encargar dos, para su madre y para su mujer, en vez de un solo huevo.

Todas estas joyas únicas eran de oro esmaltado y piedras preciosas, y llevaban en su interior una sorpresa: un diminuto carruaje de coronación, una réplica del yate real, un tren, animalitos de cuerda, o alguna otra intrincada miniatura mecánica. Se conocían cuarenta y siete de los cincuenta y seis huevos originales, y en los pies de las fotos se especificaba la situación de cada uno de ellos. Los otros nueve no se habían vuelto a localizar desde la revolución bolchevique.