Lord dio por recibido el mensaje.
– ¿Qué quiere usted?
– El inspector Orleg lleva algún tiempo siendo investigado. Está en contacto con una organización cuyo propósito es influir en el resultado de la Comisión del Zar. Artemy Bely, el joven abogado a quien mataron a tiros, murió porque estaba haciendo demasiadas preguntas sobre Orleg y sus asociados. Usted tuvo la mala suerte de hallarse allí en ese momento. Los individuos que mataron a Bely consideraron posible que le hubiese contado a usted algo, de ahí que se interesaran también en usted. Estoy al corriente de las persecuciones de que ha sido usted objeto en Moscú y en la Plaza Roja…
– ¿Y también en el tren de San Petersburgo?
– Eso no lo sabía.
– ¿Qué clase de organización está intentando influir en el resultado de la Comisión del Zar?
– Eso esperamos que nos lo diga usted. Lo único que sabe mi gobierno es que hay personas trabajando en ello y que se están gastando considerables sumas de dinero. Orleg tiene algo que ver en el asunto. El objetivo parece ser que Stefan Baklanov salga elegido Zar.
Lo que decía aquel hombre empezaba a tener sentido, pero Lord quiso saber más:
– ¿Cabe sospechar que haya hombres de negocios norteamericanos involucrados en el asunto? Mi bufete representa a gran número de ellos.
– Creemos que sí. De hecho, ahí parece estar la fuente de ingresos. Tenemos la esperanza de que también en este punto pueda usted sernos de ayuda.
– ¿Han hablado ustedes con mi jefe, Taylor Hayes?
Vitenko negó con la cabeza.
– Mi gobierno desea mantener en secreto la investigación, para que no llegue a oídos de los sospechosos, y, por consiguiente, por ahora ha limitado su alcance. Pronto habrá detenciones, pero a mí lo que me han pedido es que obtenga su ayuda, señor Lord, para aclarar algunos extremos. Además, hay un delegado de Moscú a quien le gustaría hablar con usted, si fuera posible.
Lord estaba ahora extremadamente preocupado. No le gustaba nada la idea de que alguien de Moscú conociese su paradero.
Su recelo debió de resultar evidente, porque Vitenko dijo:
– No tiene usted nada que temer, señor Lord. La conversación será por teléfono. Le aseguro que mi gobierno está interesado en todo lo ocurrido estos días. Necesitamos su ayuda. La votación final de la comisión está prevista para dentro de cuarenta y ocho horas. Si hay corrupción del proceso, tenemos que saberlo.
Lord no dijo nada.
– No podemos levantar una nueva Rusia sobre los vestigios de la anterior. Si los miembros de la comisión han sido comprados, puede que el propio Stefan Baklanov tenga que ver en el asunto. Y algo así no puede tolerarse.
Lord puso los ojos en Akilina, que manifestó su inquietud reteniéndole la mirada. Ya que el enviado parecía dispuesto a hablar, más valía sacarle toda la información posible.
– ¿Por qué sigue su gobierno tan interesado en los bienes del Zar? Resulta ridículo. Ha pasado ya demasiado tiempo.
Vitenko se acomodó en su asiento.
– Antes de 1917, Nicolás II tenía millones en oro imperial. Los soviéticos se impusieron el deber de localizar hasta la última brizna de ese tesoro. San Francisco se convirtió en el núcleo central de toda la ayuda al Ejército Blanco. Aquí se depositó gran cantidad de oro zarista, que luego fue a parar a los bancos de Londres y Nueva York que financiaban la compra de armas y municiones. Los emigrados rusos acudieron a San Francisco en pos del oro. Muchos eran puros y simples emigrantes, pero otros vinieron aquí con un propósito determinado. -El enviado se irguió en su sillón, que tenía el respaldo muy recto, a juego con la acartonada personalidad de su ocupante-. El cónsul general de aquella época se declaró abiertamente en contra de los bolcheviques y contribuyó muy activamente a que los norteamericanos intervinieran en la guerra civil rusa. El buen señor sacó su buen beneficio de los trueques de oro por armas que se operaban por medio de los bancos locales. Los soviéticos quedaron totalmente convencidos de que buena parte de aquel oro, que ellos consideraban suyo, se encontraba aquí. Luego está el asunto del coronel Nicolás F. Romanov.
El tono de voz de Vitenko indicaba que el asunto era de importancia. El hombre echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y de él extrajo fotocopia de una noticia aparecida en el San Francisco Examiner del 16 de octubre de 1919. En ella se daba cuenta de la llegada de un coronel ruso del mismo apellido que la depuesta familia imperial. Se suponía que iba camino de Washington, en requerimiento de ayuda norteamericana para el Ejército Blanco.
– Su llegada causó bastante agitación. El consulado siguió de cerca sus idas y venidas. Los datos siguen en nuestros archivos, por cierto. Nadie sabe a ciencia cierta si aquel hombre era o no era un Romanov. Lo más probable es que no lo fuera, que hubiera escogido ese nombre para llamar la atención. Se las apañó para burlar la vigilancia, y la verdad es que no tenemos ni idea de lo que hizo, ni de dónde fue a parar. Lo que sí nos consta es que en aquel momento se abrieron varias cuentas, una de ellas en el Commerce & Merchants Bank, junto con cuatro cajas de seguridad, una de las cuales lleva el número 716 y es la que ustedes abrieron ayer.
Lord empezó a comprender el interés de aquel hombre. Demasiadas coincidencias como para que pudieran deberse al azar.
– ¿Puede usted decirme lo que había en la caja, señor Lord?
No confiaba suficientemente en el enviado como para darle más información.
– No en este momento.
– ¿Quizá prefiera comunicárselo al representante de Moscú?
Tampoco estaba muy seguro de lo último, de modo que no dijo nada. Vitenko volvió a dar la impresión de percibir sus dudas.
– Le he hablado con toda sinceridad, señor Lord. No hay razón para dudar de mis intenciones. Supongo que comprenderá usted el interés de mi gobierno por todo lo que ha ido ocurriendo.
– Y yo supongo que usted comprenderá la razón de mi cautela. Me he pasado los últimos días corriendo para que no me maten. Y, por cierto, aún estoy esperando que me explique usted cómo nos ha localizado.
– Ha firmado usted en el libro de registro del hotel, y también en la hoja de entradas del banco.
Buena respuesta, pensó Lord.
Vitenko se sacó del bolsillo una tarjeta de visita.
– Comprendo su renuencia, señor Lord. Aquí puede usted localizarme. Cualquier taxista lo llevará al consulado ruso. El representante de Moscú llamará por teléfono a las dos y media de la tarde, hora de San Francisco. Si quiere usted hablar con él, pásese por mi despacho. Si no quiere, no volverá a tener noticias nuestras.
Lord aceptó la tarjeta y miró fijamente el rostro del enviado, no muy seguro de qué era lo que al final haría.
Akilina miraba a Lord, y Lord se paseaba de arriba abajo por la habitación del hotel. Habían pasado la mañana en la Biblioteca Pública, revisando periódicos antiguos. Así habían localizado un par de notas sobre la estancia del coronel Nicolás F. Romanov en San Francisco durante el otoño de 1919. No gran cosa: cotilleos y notas de sociedad, sobre todo; y Akilina veía que Lord cada vez estaba más frustrado. También había comprobado que el Lirios del Valle seguía formando parte de una colección privada, lo cual contribuía en poco a explicar que ellos tuvieran en sus manos una copia, exacta en todo menos en las fotos.
Habían regresado al hotel, tras haber comido algo en la terraza de un café. Lord aún no había dicho una palabra sobre la aparición de Vitenko ni sobre la posibilidad de acudir al consulado ruso. Akilina había puesto mucha atención en el enviado mientras ambos hombres hablaban, tratando de medir su grado de sinceridad, pero le resultaba difícil llegar a ninguna conclusión.