Al oír aquel nombre, Lord fijó la mirada en Orleg.
– Se me ocurrió que esa posibilidad le llamaría la atención.
Filip Vitenko estaba a la espalda de Orleg.
– ¿No está usted yendo demasiado lejos? -dijo-. No me dijeron nada de matar a nadie, cuando informé a Moscú.
Orleg volvió la cara hacia el enviado.
– Siéntese y cierre el pico.
– ¿Con quién se cree que está usted hablando? -ladró Vitenko-. Soy el cónsul general de esta localidad. No acepto órdenes de ningún militsya de Moscú.
– De mí las va usted a aceptar, desde luego.
Orleg se dirigió a Párpado Gacho:
– Aparta a este señor de mi camino.
Vitenko recibió un empujón. El enviado se quitó de encima las manos de Párpado Gacho, con un rápido gesto, y fue alejándose de los otros dos, diciendo:
– Voy a llamar a Moscú. No me parece que esto sea necesario. Hay algo aquí que no encaja.
Se abrió la puerta del despacho y entró un señor mayor con el rostro curtido a golpes y los ojos color cobre pulido. Llevaba un traje oscuro de ejecutivo.
– Cónsul Vitenko, no va usted a hacer ninguna llamada a Moscú. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Vitenko dudó un instante, como sopesando lo que acababa de oír. También Lord reconoció la voz. Era el hombre del teléfono. Vitenko se guareció en un rincón del despacho.
El recién llegado dio un paso adelante.
– Soy Maxim Zubarev. Hemos hablado hace un rato. Parece ser que nuestro pequeño truco no ha funcionado.
Orleg se apartó. Aquel anciano era evidentemente quien estaba al mando.
– El inspector estaba en lo cierto al decirle que va usted a morir. Es una lástima, pero no tengo elección. Lo que sí puedo prometerle es que no tocaremos a Akilina Petrovna. No tenemos motivo para meterla en esto, porque suponemos que no sabe nada importante ni posee ninguna información. Ni que decir tiene que nunca averiguaremos lo que usted sabe. Voy a pedirle al inspector Orleg que le quite la cinta de la boca.
El anciano se acercó a Párpado Gacho, que inmediatamente cerró la puerta del despacho.
– Pero no tiene sentido que desaproveche usted gritando el poco aire que le queda. La habitación está insonorizada. No hay que eliminar la posibilidad de que usted y yo tengamos una conversación inteligente. Si me convence usted de que me está diciendo la verdad, dejaremos en paz a la señorita Petrovna.
Zubarev dio un paso atrás y Orleg arrancó la cinta de la boca de Lord. Éste abrió y cerró la mandíbula para aliviar su rigidez.
– ¿Está mejor así, señor Lord? -le preguntó Zubarev.
Lord no dijo nada.
Zubarev se acercó una silla y se sentó frente a Lord, cara a cara.
– Cuénteme ahora lo que no quiso contarme por teléfono. ¿Qué prueba tiene usted de que Alexis y Anastasia Romanov escaparan vivos de manos de los bolcheviques?
– Tienen ustedes controlado a Baklanov, ¿verdad?
El anciano suspiró largamente.
– No veo qué importancia puede tener eso, pero, en la esperanza de que colabore usted, voy a satisfacer su curiosidad. Sí. Lo único que puede evitar su ascensión es la reemergencia de alguien que descienda directamente de Nicolás II.
– ¿Cuál es el propósito de todo esto?
El viejo se echó a reír.
– El propósito, señor Lord, es la estabilidad. La restauración monárquica puede afectar grandemente no sólo nuestros intereses, sino también los de otras personas. ¿No era ése el motivo de su estancia en Moscú?
– No tenía ni idea de que Baklanov fuese un títere.
– Lo es con mucho gusto por su parte. Y nosotros somos muy buenos titiriteros. Rusia conocerá una gran prosperidad bajo su mando, y nosotros prosperaremos en igual medida.
Zubarev se miró las uñas de la mano derecha y luego puso los ojos en Lord.
– Sabemos que la señorita Petrovna está en san francisco. Ya no se encuentra en el hotel, sin embargo. Tengo gente buscándola. Si la localizan antes de que usted me haya dicho lo que quiero saber, no habrá piedad. Dejaré que mis hombres disfruten de ella y que hagan luego lo que les dé la gana.
– Esto no es Rusia -dijo Lord.
– Cierto. Pero en Rusia estará ella cuando suceda lo que acabo de contarle. En el aeropuerto hay un avión esperando para llevarla a casa. La buscan para someterla a interrogatorio, y ya lo tenemos todo arreglado con las autoridades aduaneras estadounidenses. Su FBI incluso nos ha ofrecido ayuda para localizarlos a ustedes. La cooperación internacional es algo maravilloso, ¿verdad?
Lord sabía lo que tenía que hacer. La única esperanza que le quedaba era que al no encontrarlo en el zoo Akilina saliera de la ciudad. Lo entristecía la idea de no volver a verla.
– No voy a contarle a usted absolutamente nada.
Zubarev se puso en pie.
– Como usted quiera.
Nada más salir el anciano de la habitación, Orleg volvió a pegar un trozo de cinta sobre la boca de Lord.
Párpado Gacho se le acercó, sonriente.
Lord deseó que terminaran pronto, sabiendo que no sería así.
Hayes apartó la mirada del altavoz cuando Zubarev entró en la habitación. Había seguido toda su conversación con Lord desde el fondo del vestíbulo, por mediación de un micrófono colocado en el despacho de Vitenko.
Khrushchev, Párpado Gacho, Orleg y él habían salido de Moscú la noche antes, a las pocas horas de haberse producido la llamada en que los informaron del paradero de Lord. Las once horas de diferencia les habían permitido viajar catorce mil quinientos kilómetros y llegar a San Francisco mientras Lord almorzaba. Los contactos que Khrushchev tenía con el gobierno hicieron posible que a Orleg y Párpado Gacho les concedieran inmediatamente los necesarios visados. Lo que Khrushchev acababa de decirle a Lord era verdad: una llamada había bastado para obtener la colaboración del FBI y de la aduana de San Francisco para localizar a Lord y Akilina, si necesario fuera, pero Hayes no había aceptado la ayuda de sus compatriotas, para que la situación no se le fuera de las manos. Con el Departamento de Estado habían acordado que nadie pondría dificultades para que Lord y Akilina salieran de Estados Unidos con destino a Rusia, sin que el Departamento de Inmigración del aeropuerto de San Francisco se entrometiera: la orden de búsqueda por asesinato había bastado para granjearles la ayuda incondicional de las autoridades norteamericanas. La idea era evitar la publicidad e impedir que Lord siguiera adelante con su búsqueda. El problema estaba en que no sabían verdaderamente lo que buscaba, dejando aparte aquella increíble afirmación de que en algún lugar de Estados Unidos podía haber un descendiente de Nicolás II.
– Su señor Lord es un tipo muy desafiante -dijo Khrushchev, mientras cerraba la puerta.
– Pero ¿por qué?
Khrushchev tomó asiento.
– Ésa es la pregunta del día. Al salir yo, Orleg estaba pelando dos cables de una lámpara. Un poco de tensión eléctrica corriéndole por el cuerpo podría aflojarle la lengua antes de que lo matemos.
Hayes oyó, por el altavoz, que Párpado Gacho le pedía a Orleg que volviera a enchufar la lámpara. Un aullido amplificado, que vino a durar quince segundos, llenó la habitación.
– Quizá prefiera usted pensárselo de nuevo y contarnos lo que queremos saber -dijo la voz de Orleg.
No hubo respuesta.
Otro aullido. Más largo, esta vez.
Khrushchev alargó la mano para coger una bolita de chocolate de una bandeja. Retiró el dorado envoltorio y se metió la golosina en la boca.
– Irán aumentando el tiempo que lo someten al choque eléctrico, hasta que le falle el corazón. Será una muerte muy dolorosa.
El tono era frío, pero Hayes no sintió demasiada compasión por Lord. El muy estúpido lo había colocado en una situación difícil, poniendo en peligro, mediante sus irracionales actos, muchísimos preparativos y muchísimos millones de dolare. Tenía tantas ganas de saberlo todo como los rusos.