– Le sugiero que ande despacito y en línea recta.
La advertencia no impresionó a Lord. Seguía medio grogui por efecto de la tortura y apenas se tenía en pie. Pero estaba tratando de reunir la energía suficiente para estar dispuesto en cuanto se le presentara una ocasión.
Llevado casi en volandas por Párpado Gacho, llegaron a una zona de secretariado en que no había nadie. Tras bajar por una escalera, se dirigieron a la parte de detrás de la planta baja, pasado un rectángulo de despachos, todos ellos vacíos y a oscuras. Lord pudo ver, por las ventanas, que el día estaba ya sometiéndose a la noche.
Era Orleg quien abría la marcha. Se detuvo ante una puerta de madera que tenía un cerco muy trabajado. Orleg descorrió el pestillo y abrió. Fuera se oía el ruido de un motor en marcha, y Lord pudo ver la puerta trasera de una berlina negra, abierta; el humo del escape desplazaba la neblina, elevándola hasta rebasar el techo del edificio. El inspector hizo seña a Párpado Gacho de que procediera a trasladar su carga.
– Stoi -dijo una voz, desde detrás. Alto.
Filip Vitenko se abrió paso hasta Orleg.
– Le he dicho, inspector, que este hombre no volvería a ser objeto de violencia.
– Y yo le he dicho a usted, señor diplomático, que no se meta en lo que no le importa.
– Su señor Zubarev se ha marchado. Aquí, la máxima autoridad soy yo. Acabo de hablar con Moscú y me han dicho que obre según mi parecer.
Orleg empuñó al enviado por las solapas de la chaqueta y lo estampó contra la pared.
– ¡Xaver! -gritó Vitenko.
Lord oyó que alguien corría por el pasillo adelante. Luego, un individuo más fuerte que un roble se lanzó contra Orleg. Aprovechando el segundo de conmoción, Lord pudo meterle el codo en el estómago a Párpado Gacho. El hombre poseía una musculatura lisa y fuerte, pero Lord le localizó el hueco de las costillas y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba.
Párpado Gacho perdió todo el aire en un fuoh.
Lord agarró la mano que empuñaba la navaja. El hombretón que debatía con Orleg percibió el ataque y puso su atención en Párpado Gacho, abalanzándose sobre él.
Lord se lanzó hacia la puerta de salida. Vitenko se interpuso entre él y Orleg por un segundo, y ello le permitió situarse de un salto junto al automóvil. Vio que éste estaba vacío y se apresuró a ocupar el asiento del conductor. Metió la marcha y aplastó el acelerador contra el suelo del coche. Los neumáticos se agarraron al pavimento y el coche salió proyectado hacia delante, mientras las puertas traseras se cerraban solas, por la inercia.
Enfrente había una cancela de hierro, abierta.
La atravesó a toda velocidad.
Una vez en la calle, giró a la derecha y pisó a fondo.
– Ya vale -dijo Hayes.
Párpado Gacho, Orleg, Vitenko y el ayudante dejaron de pelearse.
En el pasillo estaban Zubarev y Hayes.
– Muy bueno el número, señores.
– Ahora -dijo Hayes-, vamos a ver si no le perdemos la pista al hijo de puta ese y nos enteramos por fin de qué va todo esto.
Lord tomó una curva más, a toda pastilla, y luego aminoró la marcha. No vio en el retrovisor ningún coche que lo siguiera, y lo que menos le apetecía en el mundo era llamar la atención de la policía. El reloj del salpicadero señalaba las cinco y media. Aún disponía de media hora para acudir a su cita. Estaba tratando de recordar la topografía local. El zoo estaba al sur del centro, junto al océano, cerca de la Universidad Estatal de San Francisco. El lago Merced estaba también por los alrededores. Allí estuvo, pescando truchas, en un viaje anterior.
Le pareció que de ello hacía una eternidad. En los tiempos en que sólo era un asociado más, entre muchos, de un bufete enorme, cuando los únicos que se interesaban en sus idas y venidas eran la secretaria y su supervisor. Resultaba difícil creer que todo aquello había empezado con una simple comida en un restaurante de Moscú. Artemy Bely se empeñó en pagar él, diciendo que la próxima vez le tocaría a Lord. Éste aceptó la cortesía, aun sabiendo que el abogado ruso ganaba menos en un año que él en tres meses. Le había caído bien Bely, que le pareció un joven muy preparado y muy fácil de tratar. Y, sin embargo, lo único que ahora recordaba era el cadáver de Bely, acribillado a balazos, tendido en la acera. Y Orleg diciéndole que había demasiados muertos como para preocuparse de uno en concreto.
Hijo de puta.
Tomó por la bocacalle siguiente, en dirección sur, alejándose del Golden Gate Bridge, hacia el lado oceánico de la península. Le fue útil que no tardaran en aparecer carteles indicadores del zoo, que fue siguiendo entre el tráfico vespertino. Pronto dejó atrás la congestión de la comercialidad para adentrarse en las tranquilas colinas y los árboles del St. Francis Wood, con sus casas alejadas de la carretera, casi todas con cancela de hierro y fuentes.
Le sorprendía ser capaz de conducir, pero el aluvión de adrenalina que acababa de recorrerle el cuerpo le había cambiado los sentidos. Aún le dolían los músculos, por las descargas eléctricas, y respiraba con dificultad como consecuencia de los repetidos estrangulamientos, pero estaba empezando a sentirse vivo otra vez.
– Lo que hace falta es que Akilina esté ahí esperándome.
Llegó al zoológico y se metió en el aparcamiento alumbrado. Dejó las llaves puestas y se acercó a la taquilla, compró un tique y entró. El empleado le advirtió que faltaba algo menos de una hora para el cierre.
Tenía la pechera del jersey empapada de agua, por los remojones de Orleg: era como ir cubierto con una toalla húmeda, en el frescor de la tarde. Le dolía la cara, por los golpes, y pensó que, seguramente, la tendría desfigurada. Daría gusto verlo.
Siguió al trote por el camino de cemento con alumbrado de luces ambarinas. Aún había unos cuantos visitantes paseando, pero casi todos ellos iban en dirección opuesta, buscando la salida. Pasó junto a una zona de primates y un sector de elefantes; siguiendo las señales, continuó su camino hacia la Casa de los Leones.
Su reloj señalaba las seis de la tarde.
La oscuridad había ya iniciado su conquista del cielo. Los ruidos de los animales, amortiguados por los espesos muros, eran lo único que alteraba el tranquilo paraje. El aire olía a pellejo y a comida. Entró en la Casa de los Leones por una doble puerta de cristal.
Akilina estaba delante de un tigre que iba de un lado a otro. Lord sintió simpatía por aquel animal enjaulado, cuyo padecimiento era el mismo que él acababa de experimentar durante una tarde entera.
El rostro de Akilina expresó alivio y alegría. La chica corrió hacia Lord y ambos se abrazaron, ella con desesperada fuerza. Lord la retuvo en sus brazos mientras temblaba.
– Estaba a punto de marcharme -dijo Akilina, tocándole levemente con la mano la mandíbula hinchada y el ojo dañado-. ¿Qué ha pasado?
– Resultó que me estaba esperando Orleg con uno de los que vienen persiguiéndome desde hace tiempo. Están aquí.
– Te oí gritar por el teléfono.
Akilina le contó a Lord su conversación telefónica con el hombre que se había puesto al teléfono cuando llamó.
– El ruso que estaba al mando dijo llamarse Zubarev. En el consulado tiene que haber otros que los ayudan, aparte de Vitenko. Pero no creo que entre ellos se encuentre el propio Vitenko. Si no hubiera sido por él, no estaría aquí ahora -contó lo ocurrido unos minutos antes-. Estuve vigilando durante todo el camino, y no me ha seguido nadie.
Se fijó en la bolsa que ella llevaba en bandolera.
– ¿Qué es eso?
– No quise dejar todo esto en el hotel. Me pareció mejor llevarlo encima.