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La inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

¿Cómo podía Rasputín haber sabido que algo así sucedería? ¿Era una coincidencia? Si lo era, el caso llevaba los límites de la probabilidad mucho más allá de lo concebible. ¿Estaba el heredero del trono ruso tranquilamente instalado en Estados Unidos? Génesis. Carolina del Norte, 6.356 habitantes, según el atlas que acababa de comprar en el aeropuerto. Cabeza del condado de Dillsboro. Una población diminuta en un condado diminuto, enclavado en los montes Apalaches. Si el heredero, o heredera, se encontraba allí, ese mero hecho podía modificar el curso de la Historia. Se preguntó qué pensaría el pueblo ruso al enterarse de que dos de los herederos habían sobrevivido a la matanza de Ekaterimburgo y estaban escondidos en Estados Unidos, en un país del que la nación rusa había aprendido a desconfiar, tras decenios de propaganda oficial. También se preguntó cómo sería el heredero, hijo o nieto de Alexis o de Anastasia, quizá de ambos, educado a la norteamericana. ¿Qué relación mantendrían con la Madre Rusia que ahora les haría seña de que regresaran, para ponerse al frente de un país en plena conmoción?

Era increíble. Y él, Lord, era parte del asunto. Una parte esencial. El Cuervo del Águila que representaba Akilina. Su cometido estaba muy claro: poner término a la búsqueda y encontrar una Espina. Pero había alguien mas buscando. Personas que trataban de influir en el resultado de la comisión. Hombres que habían invertido un montón de dinero y de poder en controlar un proceso supuestamente neutral. ¿O también eso era mentira, una más de las ideadas por Filip Vitenko para convencerlo de acudir al consulado ruso? No lo creía así. Maxim Zubarev había dado pruebas de una crueldad que acreditaba sus palabras. Stefan Baklanov estaba totalmente bajo control. No era más que un títere consentidor. Y, como había dicho Zubarev, ellos eran muy buenos titiriteros. ¿Qué más había dicho Zubarev? Lo único que puede evitar su ascensión es la reemergencia de alguien que descienda directamente de Nicolás II. Pero ¿quiénes eran «ellos»? ¿Era cierto que habían logrado amañar la comisión? Si así era, ¿qué más le daba a él? Lord había viajado a Moscú con el fin concreto de promocionar la candidatura de Baklanov hasta obtener su victoria. Ése era el desenlace que sus clientes querían. Eso era lo que Taylor Hayes quería que ocurriese. Y sería lo mejor para todos.

¿O no?

Al parecer, las mismas facciones, la política y la criminal, que antes habían puesto de rodillas a Rusia, controlaban ahora a su futuro monarca absoluto. Y no se trataba de ningún gobernante de esos del siglo xviii, con sus fusiles y sus cañones. Éste tendría acceso a las armas nucleares, en algunos casos lo suficientemente pequeñas como para llevarlas en un maletín. Ningún individuo debería poseer nunca tamaña autoridad, pero los rusos no se conformarían con menos. Para ellos, el Zar era sagrado, era el vínculo entre Dios y el pasado glorioso que llevaba un siglo negándoseles. Querían retroceder a aquellos tiempos, y un retroceso era lo que iban a conseguir. Pero ¿saldrían ganando? ¿O no harían sino pasar de un conjunto de problemas a otro conjunto de problemas? Recordó otra de las frases de Rasputín:

Doce deben morir para que la resurrección sea completa.

Repasó el número de muertos. Cuatro el primer día, incluyendo a Artemy Bely. El guarda de la Plaza Roja. El compañero de Pashenko. Iosif y Vassily Maks. Hasta ahora, todo lo dicho por el starets se había cumplido.

¿Quiénes faltaban por morir?

*

Hayes miraba a Khrushchev retorcerse en su asiento. El antiguo comunista, ministro del gobierno durante muchos años, muy bien situado y mejor relacionado, estaba nervioso. Hayes sabía bien que los rusos llevaban siempre sus emociones a flor de piel. Si se sentían felices, lo manifestaban con una exuberancia que a veces resultaba aterradora. Si estaban tristes, su desesperación alcanzaba las mayores profundidades. Iban, por naturaleza, de un extremo al otro, sin detenerse casi nunca en el punto medio; y Hayes había ya aprendido, tras casi veinte años de trato con ellos, que la franqueza y la lealtad eran muy importantes atributos. Lo malo era que podían pasar años antes de que un ruso empezara a confiar en otro ruso, y muchos más en un extranjero.

En aquel momento, Khrushchev estaba comportándose de un modo especialmente ruso. Veinticuatro horas antes era todo confianza y seguridad y estaba totalmente convencido de que Lord no tardaría en caer en sus manos. Ahora estaba serio y taciturno y llevaba sin decir prácticamente nada desde la noche antes, en el zoo, cuando se percataron de que no había modo de seguir a su presa, y él comprendió que tendría que explicarles todo aquello a los miembros de la Cancillería Secreta, a quienes, además, no les había parecido buena idea, en principio, que dejaran escapar a Lord para luego seguirlo.

Se hallaban en la segunda planta del consulado, solos en el despacho de Vitenko, con la llave echada. Al otro lado del hilo estaban los miembros de la Cancillería, reunidos en el estudio de su local moscovita. Nadie estaba contento con la situación actual, pero nadie criticaba abiertamente las medidas tomadas.

– Qué le vamos a hacer -decía Lenin, por teléfono-. ¿Quién iba a predecir la intervención de un gorila?

– Rasputín -dijo Hayes.

– Ah, señor Lincoln, está usted empezando a hacerse cargo de nuestra preocupación -dijo Brezhnev.

– Estoy empezando a pensar que sí, que definitivamente Lord anda detrás de un descendiente de Alexis o de Anastasia. Un heredero del trono de los Romanov.

– Parece ser -dijo Stalin-que nuestros peores miedos se han hecho realidad.

– ¿Alguien tiene idea de dónde pueden haber ido? -preguntó Lenin.

Hayes llevaba horas haciéndose esa pregunta.

– He contratado a una compañía de investigación de Atlanta para que tenga vigilado su apartamento. Si pasa por allí, lo tendremos localizado. Y esta vez no lo dejaremos escapar.

– Eso está muy bien -dijo Brezhnev-. Pero ¿y si se encamina directamente al sitio en que lo esté esperando el supuesto heredero?

Ésa era otra posibilidad que Hayes había estado sopesando. Tenía contactos en los cuerpos encargados de imponer el cumplimiento de la ley. El FBI. El servicio de aduanas. La DEA. Podían servirle para seguir de modo encubierto los pasos de Lord, sobre todo si utilizaba tarjetas bancarias o de crédito en su viaje. Sus contactos tendrían acceso a datos que él nunca podría conseguir. Pero meterlos en la función lo obligaría a enredarse con personas a quienes prefería mantener a una distancia de respeto. Sus millones estaban seguros bajo la protección de una verdadera montaña de cobertura suiza, y tenía intención de disfrutar de todos esos dólares -y unos cuantos millones más que pensaba conseguir-en los años venideros. Llegado el momento, dejaría el bufete, llevándose la cantidad de siete cifras que le garantizaba el contrato de recompra de acciones. Los demás socios querrían, seguramente, que mantuviera alguna relación con ellos, aunque sólo fuera para no quitar su nombre de la placa y del membrete de las cartas, garantizándose así la fidelidad de los clientes que él había ido consiguiendo a lo largo del tiempo. Y él aceptaría, desde luego, si le pagaban un razonable estipendio anual -lo suficiente, digamos, para vivir modestamente en un palacio de Europa-. Todo iba a ser perfecto. De modo que ni por asomo pensaba darle a nadie la oportunidad de fastidiárselo. Mintió, pues, en su respuesta a Brezhnev: