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Alguien le tocó el hombro.

Edna se volvió. Era la chica desaparecida.

Durante un tiempo después, Edna se preguntaría qué había visto en la expresión de su cara. ¿Era una mirada de súplica, de desesperación, de calma, de alegría, incluso? ¿Decisión? Todo a la vez.

Se quedaron quietas un momento, mirándose. El tráfico de personas, los indescifrables sonidos de megafonía, el aviso del tren…, todo desapareció y quedaron sólo ellas dos.

– Por favor -dijo la chica desaparecida, con un susurro-. No comente que me ha visto.

Después subió al metro. Edna sintió un escalofrío. Se cerraron las puertas. Ella quería hacer algo, lo que fuera, pero no podía moverse. Su mirada estaba fija en la otra.

– Por favor -silabeó la chica a través del cristal.

Y el tren desapareció en la oscuridad.

2

Había dos chicas adolescentes en el sótano de Myron.

Así fue cómo empezó. Más tarde, cuando Myron recordaba toda la pérdida y la angustia, aquella serie de «y si» volvía y le obsesionaba de nuevo. Y si no hubiera necesitado hielo. Y si hubiera abierto la puerta del sótano un minuto antes o un minuto después. Y si las dos adolescentes -¿qué estaban haciendo solas en su sótano, para empezar?- hubieran hablado en susurros para que él no las oyera.

Y si él se hubiera ocupado de sus asuntos.

Desde lo alto de la escalera, Myron oyó reír a las chicas. Se paró. Por un momento pensó en cerrar la puerta y dejarlas solas. Su pequeña fiesta estaba escasa de hielo, pero aún quedaba algo. Podía volver más tarde.

Pero antes de que pudiera volverse, una de las voces de las chicas subió como el humo por el hueco de la escalera.

– Entonces ¿te fuiste con Randy?

La otra:

– Oh, Dios mío, estábamos tan colocados.

– ¿De cerveza?

– Cerveza y chupitos, sí.

– ¿Como llegaste a casa?

– Condujo Randy.

En lo alto de la escalera, Myron se quedó rígido.

– Pero si has dicho…

– Calla. -Después-: ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Pillado.

Myron bajó la escalera trotando y silbando. Con toda la naturalidad del mundo. Las dos chicas estaba sentadas en lo que antes había sido el dormitorio de Myron. El sótano había sido «decorado» en 1975 y se notaba. El padre de Myron, que en ese momento se estaría divirtiendo con su madre en un apartamento cercano a Boca Raton, había sido espléndido con la cinta adhesiva. El forro de madera, un diseño que había envejecido tanto como el Betamax, empezaba a soltarse. En algunos puntos las paredes de cemento estaban a la vista y se desconchaban de forma palpable. Las baldosas del suelo, pegadas con algo semejante a cola, se abombaban. Crujían como un escarabajo al pisarlas.

Las dos chicas -Myron conocía a una de ellas de toda la vida, a la otra acababa de conocerla- le miraron con los ojos muy abiertos. Por un momento, nadie habló. Las saludó con un gesto.

– Eh, chicas.

Myron Bolitar se enorgullecía de su capacidad para iniciar conversaciones.

Las dos chicas estaban en el último curso de instituto, y era bonito su aire de colegialas. La que estaba sentada en el extremo de su vieja cama -la que acababa de conocer hacía una hora- se llamaba Erin. Hacía dos meses que Myron salía con Ali Wilder, la madre de Erin, una viuda que trabajaba de periodista free lance. La fiesta, en la casa donde Myron había crecido y que ahora era suya, era algo así como la celebración del «noviazgo» de ellos dos.

La otra chica, Aimee Biel, imitó su gesto y su tono.

– Eh, Myron.

Más silencio.

La primera vez que vio a Aimee Biel fue el día siguiente a su nacimiento en el St. Barnabas Hospital. Aimee y sus padres, Claire y Erik, vivían a dos manzanas de distancia. Myron conocía a Claire desde que iban juntos a la Heritage Middle School, a medio kilómetro de allí. Myron miró a Aimee. Por un momento fue como volver veinticinco años atrás. Aimee se parecía tanto a su madre -tenía la misma sonrisa maliciosa y despreocupada-, que era como entrar en el túnel del tiempo.

– Iba a por más hielo -dijo Myron. Señaló el congelador con el pulgar para ilustrarlo.

– Bien -dijo Aimee.

– Muy frío -dijo Myron-. Helado, de hecho.

Myron chasqueó la lengua. Sólo él.

Con una sonrisa tonta todavía en la cara, Myron miró a Erin. Ella apartó la mirada. Ésa había sido su reacción básica ese día. Educada pero distante.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dijo Aimee.

– Dispara.

Ella abrió las manos.

– ¿No era ésta tu habitación de pequeño?

– Lo era.

Las dos chicas intercambiaron una mirada. Aimee se rió. Erin la imitó.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Esta habitación… no puede ser más fatal.

Erin habló por fin.

– Es casi demasiado retro para ser retro.

– ¿Cómo le llamas a eso? -preguntó Aimee, señalando debajo de ella.

– Puf -dijo Myron.

Las dos chicas volvieron a reírse.

– Y esa lámpara, ¿por qué tiene la bombilla negra?

– Hace que brillen los pósteres.

Más risas.

– Oye, iba al instituto -dijo Myron, como si eso lo explicara todo.

– ¿Trajiste a alguna chica aquí? -preguntó Aimee.

Myron se llevó una mano al corazón.

– Un caballero nunca habla de sus ligues. -Después-: Sí.

– ¿Cuántas?

– ¿Cuántas qué?

– ¿Cuántas chicas trajiste?

– Oh. ¿Aproximadamente? -Myron miró al techo, y contó con los dedos-. Más o menos… diría que entre ochocientas y novecientas mil.

Eso provocó una risa desenfrenada.

– De hecho -dijo Aimee-, mamá dice que eras una monada.

– ¿Era? -dijo Myron arqueando una ceja.

Las chicas se desternillaron de risa. Myron meneó la cabeza y gruñó algo referente a respetar a los mayores. Cuando se serenaron, Aimee dijo:

– ¿Puedo hacerte otra pregunta?

– Dispara.

– Hablo en serio.

– Adelante.

– Las fotos tuyas de arriba. En la escalera.

Myron asintió. Ya se imaginaba adónde quería ir a parar.

– Saliste en la cubierta del Sports Illustrated.

– Ése soy yo.

– Mis padres dicen que eras el mejor jugador de baloncesto del país.

– Tus padres exageran -dijo Myron.

Las chicas le miraron. Pasaron cinco segundos. Después cinco más.

– ¿Tengo algo entre los dientes? -preguntó Myron.

– ¿No te contrataron los Lakers?

– Los Celtics -corrigió él.

– Lo siento, los Celtics. -Aimee no dejó de mirarle fijamente-. Y te lesionaste la rodilla, ¿no?

– Sí.

– Se acabó tu carrera. Así sin más.

– Más o menos, sí.

– ¿Y qué? -Aimee se encogió de hombros-. ¿Cómo te sentiste?

– ¿Por lesionarme la rodilla?

– Por ser una superestrella, y después, paf, no poder volver a jugar.

Las dos chicas esperaban una respuesta. Myron intentó pensar en algo profundo.

– Fue una auténtica mierda -dijo.

A las dos les encantó oírlo.

Aimee sacudió la cabeza.

– Debió de ser espantoso.

Myron miró a Erin, que tenía los ojos bajos. La habitación estaba en silencio. Esperó. Finalmente levantó la cabeza. Parecía asustada, pequeña y joven. Le habría gustado abrazarla, pero vaya, eso no habría sido buena idea en absoluto.

– No -dijo Myron bajito, sin dejar de mirarla-. No fue tan espantoso.

Una voz en lo alto de la escalera gritó:

– Myron.

– Ya voy.

En aquella época estuvo a punto de marcharse. El siguiente gran «y si». Pero las palabras que había oído en la escalera -«Condujo Randy»- le fastidiaban. «Cerveza y chupitos». No podía olvidarlo sin más, ¿no?

– Voy a contaros una historia -empezó Myron. Y entonces se detuvo. Lo que quería contarles era un incidente de sus días de instituto. Se había celebrado una fiesta en casa de Barry Brenner. Eso era lo que quería contarles. Estaba en su último año, como ellas. Habían bebido mucho. Su equipo, los Livingston Lancers, acababa de ganar el torneo de baloncesto estatal, gracias a los cuarenta y tres puntos de la superestrella americana Myron Bolitar. Todos estaban borrachos. Recordaba a Debbie Frankel, una chica inteligente, llena de vida, un diablillo siempre animado, siempre levantando la mano para contradecir al profesor, siempre discutiendo y poniéndose en el bando contrario, y a quien querían por eso. A medianoche Debbie fue a despedirse de él. Llevaba las gafas bajas sobre la nariz. Eso era lo que recordaba mejor, que las gafas le resbalaban. Él se dio cuenta de que estaba colocada. Como las otras dos chicas que irían en ese coche.