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Leonora lo observó, entonces dijo:

– Ahí.

Trentham rodeó el área con los ojos fijos en el suelo, luego se movió entre los macizos, lejos del camino, en la dirección por la que el hombre se había ido.

Encontró lo que estaba buscando a escasos centímetros de la base del muro, donde el intruso había pisado con fuerza antes de saltar sobre la gruesa hiedra. Se agachó; Leonora se acercó de prisa. La huella se veía claramente.

– Mmm… sí.

Alzó la vista y se la encontró inclinada a su lado, estudiando la pisada.

– Me encaja.

Trentham se levantó y ella se irguió también.

– Es del mismo tamaño y forma que la que encontré en el polvo, junto a la puerta lateral del número doce.

– ¿La puerta por la que entró el ladrón?

Él asintió y se volvió hacia el muro cubierto de hiedra. Lo estudió con cuidado, pero fue Leonora la que encontró el primer indicio.

– Aquí. -Levantó una rama rota, luego la soltó.

– Y aquí -señaló Trentham más arriba, donde la enredadera se había soltado del muro. Miró la pesada verja-. Supongo que no tendrá la llave, ¿verdad?

La mirada que ella le lanzó fue fría y altiva. Cuando sacó una vieja llave del bolsillo, él se la arrebató de los dedos y fingió no ver el destello de irritación en sus ojos. Pasó a su lado y metió la llave en la vieja cerradura. La giró. La verja gruñó en señal de protesta al abrirse.

Había dos huellas claras en la callejuela, tras las casas, en el polvo acumulado que cubría el áspero suelo. Una breve mirada fue suficiente para confirmar que eran de la misma bota y que las había dejado cuando saltó del muro. A partir de ahí, sin embargo, no había ningún rastro claro.

– Esto es bastante concluyente. -Cogió a Leonora del brazo, la urgió a entrar de nuevo en la propiedad y volvió a cerrar la verja con llave.

Tristan había estado observando el tiempo suficiente como para estar seguro de que Leonora era la única que paseaba por el jardín. Que el ladrón la hubiera escogido lo preocupaba y también le hizo recordar la conclusión a la que había llegado ya en su momento, de que ella no se lo había contado todo.

Se volvió y le tendió la llave. Mientras Leonora se la metía en el bolsillo, Tristan miró a su alrededor. La verja de entrada estaba a un lado del camino, no en línea con el arco en el seto; nadie podía verlos desde el jardín ni desde la casa. Gracias a los árboles frutales que seguían la línea de los muros laterales, tampoco podía verlos ningún vecino.

Cuando Leonora alzó la cabeza, él bajó la vista y sonrió, infundiendo al gesto todo el encanto del que era capaz.

La joven parpadeó, pero, para su disgusto, pareció menos turbada de lo que había esperado.

– En esos anteriores intentos de robo aquí… el ladrón no la vio, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– La primera vez, sólo estaban los sirvientes. La segunda, cuando Henrietta dio la voz de alarma, todos bajamos corriendo, pero hacía rato que se había ido.

No le dijo nada más. Sus ojos azules seguían claros, despejados. No había retrocedido. Estaban cerca y tenía el rostro alzado para poder mirarlo a los ojos.

La atracción le recorrió la piel. Tristan lo permitió, dejó que fluyera y aumentara, no intentó reprimirla. También permitió que se reflejara en su rostro, en sus ojos.

Los de ella, clavados en los suyos, se abrieron aún más. Leonora carraspeó.

– Íbamos a hablar sobre cuál sería la mejor manera de actuar a partir de ahora.

Las palabras surgieron jadeantes, débiles.

Él no hizo nada durante un segundo, luego se inclinó más cerca.

– He decidido que deberíamos dejarnos llevar.

– ¿Dejarnos llevar? -Sus pestañas se agitaron cuando se inclinó aún más.

– Hum. Seguir nuestros instintos.

E hizo exactamente eso, bajó la cabeza y pegó los labios a los suyos.

Leonora se quedó paralizada. Había estado observando, alerta, pero no había anticipado un ataque tan directo.

Tristan tenía demasiada experiencia para desvelar sus intenciones. En ningún campo de batalla. Así que no la estrechó inmediatamente entre sus brazos. En vez de eso, se limitó a besarla con los labios sobre los de ella, tentándola sutilmente hasta que los abrió y le permitió el avance. Sólo entonces le tomó el rostro entre las manos, se sumergió profundamente y bebió, saboreó, disfrutó. Cuando alargó los brazos y la atrajo hacia su cuerpo, al tiempo que enredaba la lengua con la de ella, no lo sorprendió que se le acercara sin pensarlo, sin vacilar.

Quedó atrapada en aquel beso. Igual que él. Era una cosa sencilla, al fin y al cabo, sólo un beso. Sin embargo, cuando Leonora sintió que su pecho se pegaba a su torso, cuando sintió que sus brazos la rodeaban, pareció que fuera mucho más, porque experimentó tantas cosas que no había sentido antes, que ni siquiera sabía que existían… Como la calidez que fluía entre ellos, no sólo a través de su cuerpo, sino también a través del de él, o la repentina tensión, no fruto del rechazo ni de la contención, sino del deseo.

Cuando apoyó las manos en sus amplios hombros, sintió su reacción, tanto su habilidad en esa área, su destreza, como un anhelo más profundo.

La mano en su espalda, unos dedos fuertes abiertos sobre su espina dorsal, la urgieron a acercarse aún más. Ella obedeció y, entonces, los labios de Trentham se volvieron más exigentes. Dominantes. Se pegó a ellos, le entregó su boca y sintió la primera oleada de gloria en el hambre de aquel hombre. Junto al suyo, su cuerpo parecía un roble, fuerte e inflexible, mientras que los labios que cubrían los suyos, que jugaban, provocaban y la hacían desear, estaban tan vivos, tan seguros… Eran tan adictivos.

Cuando estaba a punto de dejarse caer sobre él, de deslizarse más profundamente en su hechizo, sintió que retrocedía, que sus manos descendían hasta su cintura y la agarraban levemente. Trentham interrumpió el beso y levantó la cabeza, mirándola a los ojos.

Durante un momento, sólo pudo mirarlo mientras parpadeaba y se preguntaba por qué se había detenido. El pesar centelleó en los ojos de él, pero fue sustituido rápidamente por la resolución, un duro destello en aquel color avellana. Como si no hubiera deseado parar, pero hubiera sentido que debía hacerlo.

Una fugaz locura la dominó, el fuerte impulso de alargar la mano hasta su nuca y atraerlo hacia ella, atraer aquellos fascinantes labios. Volvió a parpadear.

Trentham habló en voz baja:

– Debería irme.

De repente, Leonora recuperó el sentido común y regresó al mundo real.

– ¿Cómo ha decidido proceder?

La observó; podría jurar que tras sus ojos oscuros sobrevoló una expresión de disgusto. Sus labios se estrecharon. Ella aguardó con la mirada fija en él.

Finalmente, le respondió:

– He ido a ver a Stolemore esta mañana. -Le ofreció el brazo y se dirigió de nuevo al camino.

– ¿Y?

– Consintió en decirme el nombre del comprador que está tan empeñado en conseguir esta casa. Un tal Montgomery Mountford. ¿Lo conoce?

Leonora miró al frente mientras repasaba la lista de conocidos propia y de su familia.

– No, no es uno de los colegas de Humphrey ni de Jeremy tampoco. Los ayudo con su correspondencia y no he visto nunca ese nombre.

Cuando Trentham no dijo nada más, ella preguntó:

– ¿Ha conseguido una dirección?

Él asintió.

– Iré allí y veré qué puedo averiguar.

Habían llegado al arco. Leonora se detuvo.

– ¿Dónde es?

Trentham la miró a los ojos; de nuevo le dio la impresión de que estaba enfadado.

– Bloomsbury.

– ¿Bloomsbury? -Se quedó mirándolo-. Ahí es donde vivíamos.

Él frunció el cejo.

– ¿Antes que vivir aquí?

– Sí. Ya le expliqué que nos trasladamos hace dos años, cuando mi tía heredó la casa. Durante los cuatro años anteriores, vivimos en Bloomsbury. En Keppell Street. -Lo cogió de la manga-. Quizá sea alguien de allí, alguien que por algún motivo… -Hizo un gesto-. A saber por qué, pero debe de haber una conexión.