– Quizá.
– ¡Vamos! -Leonora avanzó hacia la casa-. Le acompañaré. Tenemos mucho tiempo para la visita antes del almuerzo.
Tristan reprimió una maldición y salió tras ella.
– No hay necesidad…
– ¡Por supuesto que sí! -Le lanzó una mirada impaciente-. ¿Cómo sabrá, entonces, si ese tal Mountford está relacionado de algún modo con nuestro pasado?
No había una buena respuesta para eso. La había besado con el objetivo de despertar más su curiosidad sensual y, de esa forma, distraerla lo suficiente como para permitirle continuar con la investigación él solo, pero, al parecer, había fracasado en ambos casos. Tragándose su irritación, la siguió por la escalera y a través de las puertas de cristal hasta que, exasperado, se detuvo. No estaba acostumbrado a ir detrás de nadie y mucho menos a correr tras una dama.
– ¡Señorita Carling!
Leonora se detuvo ante la puerta. Con la cabeza alta y la espalda rígida, se volvió hacia él.
– ¿Sí?
Tristan se esforzó por ocultar su furia. La intransigencia brillaba en los delicados ojos de ella, se reflejaba en su postura. Vaciló un momento, luego, como todos los comandantes experimentados cuando se enfrentan a lo inesperado, adoptó otra táctica.
– Muy bien. -Disgustado, le indicó con la mano que siguiera. Ceder en un punto relativamente menor podría reforzar su posición más adelante.
Leonora esbozó una amplia sonrisa, abrió la puerta y salió al vestíbulo. Con los labios apretados, Tristan la siguió. Después de todo, sólo era Bloomsbury.
De hecho, una vez allí, la presencia de Leonora resultó ser una ventaja, porque Tristan había olvidado que en el barrio de clase media donde estaba la dirección de Mountford, una pareja atraía menos la atención que un caballero bien vestido y solo.
La casa en Taviton Street era alta y estrecha. Resultó ser una pensión. La dueña abrió la puerta; pulcra y severa, vestida de negro, entornó los ojos cuando Trentham le preguntó por Mountford.
– Se ha ido. Se marchó hace una semana.
Tras el intento frustrado en el número 12. Tristan fingió sorpresa.
– ¿Le mencionó adónde iba?
– No. Sólo me pagó antes de salir por la puerta. -Soltó un bufido-. No lo hubiera hecho si yo no hubiera estado aquí.
Leonora se colocó delante de él.
– Estamos buscando a un hombre que podría saber algo sobre un incidente en Belgravia. Ni siquiera estamos seguros de que el señor Mountford sea nuestro hombre. ¿Es alto?
La mujer la estudió, luego se relajó.
– Sí. De altura media. -Observó a Tristan-. No tan alto como su esposo, pero alto.
Un leve rubor tiñó la delicada piel de Leonora, que se apresuró a añadir:
– ¿Más delgado que robusto?
La mujer asintió.
– Pelo negro, un poco demasiado pálido para tener un aspecto saludable. Ojos castaños pero antipáticos, si me permite que le diga. De aspecto juvenil pero yo diría que ya tenía veinticinco años o más. Con una gran opinión de sí mismo y también muy reservado.
Leonora miró a Tristan por encima del hombro.
– Parece que es el hombre que buscamos.
Él la miró a los ojos y luego se dirigió a la mujer.
– ¿Tuvo alguna visita?
– No y eso era extraño. Normalmente, con los caballeros jóvenes como él, tengo que ponerme estricta con el tema de las visitas, ya me entiende.
Leonora sonrió débilmente. Tristan la hizo retroceder.
– Gracias por su ayuda, señora.
– Sí, bueno, espero que lo encuentren y pueda ayudarlos.
Retrocedieron en el diminuto porche; la mujer empezó a cerrar la puerta, pero entonces se detuvo.
– Esperen un minuto. Acabo de acordarme. -Asintió con la cabeza hacia Tristan-. Tuvo una visita, una vez, pero no llegó a entrar. Se quedó fuera, justo como ustedes, y esperó hasta que el señor Mountford salió para reunirse con él.
– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le dio algún nombre?
– No, pero cuando subí a buscar al señor Mountford, recuerdo haber pensado que no necesitaba ninguno. Me limité a decirle que el caballero era extranjero y sin duda supo quién era.
– ¿Extranjero?
– Sí. Tenía un acento que era imposible que pasara desapercibido. Uno de esos que suena como si te estuviera gruñendo.
Tristan se quedó muy quieto.
– ¿Qué aspecto tenía?
La mujer frunció el cejo y se encogió de hombros.
– Como el de un pulcro caballero. Iba muy arreglado. Eso lo recuerdo.
– ¿Cómo se comportó?
Su rostro se relajó.
– Eso sí se lo puedo decir: parecía que se hubiera tragado un palo. Estaba tan tieso que pensé que se rompería si se inclinaba.
Tristan le dirigió una sonrisa encantadora.
– Gracias. Nos ha sido de gran ayuda.
La mujer se ruborizó y le hizo una reverencia.
– Gracias, señor. -Tras un instante, se dirigió a Leonora-. Le deseo buena suerte, señora.
Ella inclinó la cabeza con elegancia y dejó que Trentham la guiara hacia la acera. Una parte de sí misma deseó haberle preguntado a la mujer para qué le deseaba buena suerte, ¿para encontrar a Mountford o para hacer que Trentham cumpliera sus supuestos votos matrimoniales?
Aquel hombre era una amenaza, con aquella letal sonrisa. Alzó la mirada hacia él y luego descartó el pensamiento, junto con los demás acontecimientos del día. Mejor que no pensara en ello mientras estuviera en su compañía.
El conde caminaba a su lado con expresión impasible.
– ¿Qué opina del visitante de Mountford?
Él la observó.
– ¿Qué opino?
Leonora entornó los ojos y apretó los labios; la mirada que le lanzó le advertía que no la tratara como si fuera una niña.
– ¿De qué nacionalidad cree que es? Está claro que tiene alguna idea.
Aquella mujer era irritantemente aguda. Aun así, tampoco pasaría nada si se lo decía.
– Alemán, austríaco o prusiano. Esa pose especialmente rígida, además de la dicción, sugiere una de esas tres.
Ella frunció el cejo, pero no dijo nada más. Tristan llamó a un coche de alquiler y la ayudó a subir. Regresaban ya a Belgravia cuando Leonora preguntó:
– ¿Cree que el caballero extranjero podría estar detrás de los robos? -Cuando él no le respondió, continuó-: ¿Qué podría atraer a un alemán, austríaco o prusiano al número catorce de Montrose Place?
– Eso es algo que me encantaría saber -reconoció en voz baja.
Lo observó con atención, pero cuando no dijo nada más, Leonora lo sorprendió mirando al frente en silencio.
Le tendió la mano para ayudarla a bajar ante la puerta del número 14; ella aguardó mientras le pagaba al cochero, luego lo cogió del brazo y se dirigieron a la verja de entrada. Mantuvo la mirada baja mientras él la abría y entraban.
– Vamos a dar una pequeña cena esta noche, sólo unos pocos amigos de Humphrey y Jeremy. -Lo estudió brevemente con un leve rubor en las mejillas-. Me preguntaba si querría acompañarnos. Eso le permitiría hacerse una idea del tipo de secretos con los que Humphrey o Jeremy podrían haberse topado.
Tristan ocultó una cínica sonrisa y alzó las cejas en un inocente gesto de reflexión.
– No es mala idea.
– Si está libre…
Habían alcanzado la escalera del porche. Él le cogió la mano y se inclinó.
– Estaría encantado. ¿A las ocho?
Leonora inclinó la cabeza.
– A las ocho. -Cuando se dio la vuelta, sus ojos se encontraron-. Estaré impaciente por verle entonces.
Tristan la observó subir, esperó hasta que, sin mirar atrás, desapareció por la puerta, luego se volvió y se permitió sonreír.
Aquella mujer era tan transparente como el cristal. Deseaba interrogarlo sobre sus sospechas respecto al caballero extranjero…