Leonora mantuvo la cabeza alta y se negó a darse por aludida con el más leve de los gestos. Exhaló un suspiro de alivio cuando Castor apareció y anunció que la cena estaba lista, sólo para darse cuenta de que, como única dama presente, Trentham la acompañaría a la mesa. Así que lo miró directamente a los ojos, apoyó la mano en el brazo que le ofrecía y le permitió guiarla a través de las puertas que daban al comedor.
La acomodó en el extremo de la mesa, luego tomó asiento a su derecha. Al abrigo de los jocosos comentarios; mientras los demás caballeros se sentaban, la miró a los ojos y arqueó una ceja.
– Estoy impresionado.
– ¿De verdad? -Leonora miró a su alrededor como si comprobara que todo estuviera en orden, como si fuera la mesa lo que hubiera motivado su comentario.
Los labios de Trentham se curvaron peligrosamente. Se inclinó más cerca y murmuró:
– Esperaba que se desmoronara antes.
Ella lo miró.
– ¿Desmoronarme?
Él abrió los ojos como platos.
– Estaba seguro de que se mostraría decidida a arrancarme cuál será nuestro siguiente paso.
Su expresión seguía siendo inocente, pero su mirada no lo era en absoluto. Cada afirmación tenía un doble sentido y Leonora no estaba segura de a cuál se refería exactamente.
Tras un momento, murmuró:
– Había pensado contenerme hasta más tarde.
Con la mirada baja, sacudió la servilleta mientras Castor le colocaba un plato de sopa delante. Cogió la cuchara y, con frialdad, con mucha más frialdad de la que sentía, observó a Trentham, que le sostuvo la mirada mientras le servían, luego sonrió.
– Sin duda, eso sería lo prudente.
– Mi querida señorita Carling, quisiera preguntarle…
Horace, al otro lado de Leonora, reclamó su atención, y Trentham se volvió hacia Jeremy con alguna pregunta. Como habitualmente sucedía en esas reuniones, la conversación se centró en seguida en escritos antiguos. Leonora comió, bebió y observó. La sorprendió que el conde se uniera a la discusión, hasta que se dio cuenta de que, sutilmente, estaba investigando cualquier comentario que sugiriera la existencia de un descubrimiento secreto entre aquel grupo de eruditos.
Leonora aguzó el oído y, cuando se presentó la oportunidad, lanzó una pregunta y abrió otra vía de investigación entre las ruinas de la antigua Persia. Pero no importaba hacia qué dirección los guiaran Trentham o ella, los seis académicos no eran conscientes de ningún descubrimiento potencialmente valioso.
Finalmente, acabaron de cenar y Leonora se levantó. Los caballeros hicieron lo mismo. Como era su costumbre, su tío y Jeremy pretendían llevarse a sus amigos a la biblioteca, para beber oporto y brandy mientras comentaban detenidamente sus últimos hallazgos. Normalmente, era entonces cuando ella se retiraba.
Por supuesto, Humphrey invitó a Trentham a unirse a la reunión de caballeros.
Los ojos de él se clavaron en los de ella; Leonora le sostuvo la mirada, deseando que declinara la invitación y permitiera que lo acompañara hasta la puerta…
Trentham sonrió, volviéndose hacia Humphrey.
– La verdad es que me he fijado en que tienen un gran invernadero. He estado pensando en añadir uno a mi casa de la ciudad y me preguntaba si podría convencerlo para que me permitiera inspeccionar el suyo.
– ¿El invernadero? -Humphrey esbozó una amplia sonrisa y miró a su sobrina-. Leonora es la experta en eso. Estoy seguro de que estará encantada de mostrárselo.
– Sí, por supuesto. Será un placer…
La sonrisa de Trentham era pura seducción cuando se acercó a ella.
– Gracias, querida. -Se volvió hacia el anciano-. Sin embargo, tendré que retirarme pronto, así que si no volvemos a vernos, les doy las gracias por su hospitalidad.
– Ha sido todo un placer, milord. -Humphrey le estrechó la mano.
Jeremy y los demás también se despidieron.
Luego, Trentham se volvió hacia ella, arqueó una ceja y señaló la puerta con la mano.
– ¿Vamos?
El corazón le latía muy de prisa, pero Leonora inclinó la cabeza con calma y salió con él.
CAPÍTULO 06
El invernadero era su territorio. Aparte del jardinero, nadie más iba allí. Era su santuario, su refugio, su lugar seguro. Cuando empezó a avanzar por el pasillo central y oyó el chasquido de la puerta detrás de ella, por primera vez en el interior de aquella estancia de cristal, sintió un escalofrío de peligro.
Sus zapatos repiqueteaban suavemente sobre las baldosas; su falda de seda emitía un leve susurro y, aún más tenuemente, le llegaban los silenciosos pasos de Trentham, que la seguía por el pasillo.
La excitación y algo más agudo la dominó.
– En invierno, la estancia se caldea gracias a la salida del vapor que viene de la cocina. -Cuando llegó al final del camino, se detuvo frente a los grandes ventanales y tomó aire. El corazón le martilleaba tan fuerte que casi podía oírlo, se sentía el pulso en los dedos-. Hay dos capas de cristal para ayudar a mantener el calor.
Fuera, la noche era negra; Leonora se concentró en el cristal y vio la imagen de Trentham acercándose. Dos lámparas ardían bajo, una a cada lado de la estancia, proyectando suficiente luz para que uno pudiera ver por dónde iba, para hacerse una idea de las plantas.
El conde cubrió la distancia que los separaba. Su paso era lento, una gran figura con una actitud infinitamente depredadora. Aunque mantenía el rostro oculto entre las sombras, Leonora no dudó ni por un instante que la estaba observando. Al detenerse cerca de ella, a su espalda, alzó la vista y se encontró con la suya en el cristal. La miró fijamente y le deslizó las manos por la cintura, dejándolas allí, estrechándola.
Leonora sintió la boca seca.
– ¿Está realmente interesado en invernaderos?
Trentham respondió:
– Estoy interesado en lo que este invernadero contiene.
– ¿Las plantas? -Hablaba con un hilo de voz.
– No. En ti.
La hizo volverse, y se encontró en sus brazos. Trentham bajó la cabeza y le cubrió los labios como si tuviera derecho a hacerlo. Como si de algún extraño modo, ella le perteneciera. Leonora le apoyó la mano en el hombro y se aferró allí cuando le abrió los labios y se sumergió en su boca. La sujetó ante él mientras la saboreaba, sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Y, aunque no lo tuviera, pretendía tomárselo.
Su aproximación hizo que la cabeza le diera vueltas. De un modo agradable. La calidez se extendió bajo su piel; el sabor de él, duro, masculino, dominante, penetró en su cuerpo.
Durante unos largos momentos, los dos se limitaron a tomar, a dar, a explorar. Mientras algo en el interior de ambos se tensaba.
Trentham interrumpió el beso y levantó la cabeza, pero sólo lo suficiente para atraerla aún más hacia él. Le deslizó la mano por la espalda, que ardió a través de la fina seda del vestido, mirándola a los ojos por debajo de aquellos pesados, casi soñolientos, párpados.
– ¿De qué deseabas hablarme?
Leonora parpadeó y se esforzó denodadamente por recuperar el sentido. Observó cómo la contemplaba intentarlo. Pedir que le desvelara cuál sería su próximo paso, sin duda sería tentar a la suerte, pero él aguardaba la pregunta.
– No importa. -Descaradamente, se puso de puntillas y atrajo de nuevo sus labios hacia los suyos.
Sonreían cuando los sintió sobre su boca, pero la obedeció; juntos se sumergieron en el intercambio, dejaron que los arrastrara más profundamente, pero entonces Trentham volvió a retroceder.
– ¿Qué edad tienes?
La pregunta atravesó sus sentidos y llegó a su mente. Los labios le palpitaban, hambrientos; los rozó con los de él.
– ¿Importa?
Se miraron a los ojos un momento.