– No demasiado.
Leonora se lamió los labios y contempló los suyos.
– Veintiséis.
Aquella perversa boca sonrió. Una vez más, la sensación de peligro le descendió por la espina dorsal.
– Lo bastante mayor.
La atrajo hacia sí, la pegó a él; volvió a bajar la cabeza y, una vez más, Leonora le respondió.
Tristan percibió su avidez, su entusiasmo. Al menos, hasta ahí había ganado. Le había servido la oportunidad en bandeja y había sido demasiado buena para desaprovecharla, otra posibilidad de hacer que tomara conciencia, de ampliar sus horizontes. Lo suficiente, al menos, para que la próxima vez que quisiera distraerla sensualmente tuviera alguna probabilidad de éxito, porque esa tarde se había zafado de él con demasiada facilidad, había escapado de su trampa, se había librado de la fascinación demasiado rápido para su gusto.
Su carácter siempre había sido dictatorial. Tiránico. Depredador. Procedía de un largo linaje de hombres hedonistas que, con unas pocas excepciones, siempre habían tomado lo que deseaban. Sin duda, él la deseaba a ella, pero de un modo diferente. La deseaba tan profundamente que le resultaba un sentimiento desconocido. Algo en su interior había cambiado, o quizá sería más correcto decir que ese algo había emergido, una parte de sí mismo contra la que nunca había tenido motivos para luchar, que ninguna mujer había despertado. Sin embargo, Leonora lo hacía. Sin esfuerzo. Pero sin tener ni idea de lo que provocaba, mucho menos de la tentación que suponía para él.
Mientras tanto, su boca era una delicia, una caverna de dulce miel, cálida, cautivadora, infinitamente atrayente. Ella hundió los dedos en su pelo, su lengua se batió en duelo con la suya, aprendiendo rápido, impaciente por experimentar.
Tristan le dio lo que deseaba, pero refrenó sus demonios. Leonora, por el contrario, se pegó aún más a su cuerpo, prácticamente invitándolo a que profundizara el beso. Una invitación que él no encontró motivos para declinar.
Delgada, ágil, con sutiles curvas, su piel tan suave era una poderosa incitación para su necesidad masculina. Su contacto en sus brazos alimentaba su deseo, avivaba las sensuales hogueras que se habían encendido entre los dos.
Dejarse llevar. Seguir su instinto. El modo más sencillo de avanzar.
No se parecía en nada a la esposa que Tristan había imaginado, la esposa que una parte de él insistía tercamente en que era el tipo que debería estar buscando. Pero aún no estaba preparado para renunciar a aquello por completo, al menos no abiertamente.
Se sumergió más profundamente en su boca, la estrechó aún con más fuerza, saboreó su calidez y su promesa inmemorial.
Lo prudente era dejar que las cosas se desarrollaran como fuera mientras él se encargaba del misterioso ladrón. Independientemente de lo que estuviera surgiendo entre los dos, sus prioridades a esas alturas estaban muy claras y definidas. Eliminar la amenaza que se cernía sobre ella era su principal y primordial preocupación. Nada, absolutamente nada, lo desviaría de su objetivo, tenía demasiada experiencia como para permitir alguna interferencia.
Una vez cumplida su misión y cuando ella estuviera a salvo y segura, ya tendría tiempo, para centrarse en el deseo que algún oscuro destino había sembrado entre ellos.
Podía sentir cómo manaba, y aumentaba en fuerza, en intensidad, más voraz con cada minuto que la sostenía entre sus brazos. Era el momento de detenerse y no tuvo ningún reparo en refrenar su deseo, en retirarse poco a poco.
Levantó la cabeza. Leonora parpadeó, aturdida, luego tomó aire y observó a su alrededor. Tristan la soltó y ella retrocedió al tiempo que volvía a mirarlo.
Cuando la vio sacar la punta de la lengua y recorrerse con ella el labio superior, Tristan fue consciente de repente de un claro anhelo. Se irguió y tomó aire.
– ¿Cuáles… -Leonora carraspeó- cuáles son tus planes respecto al ladrón?
Él la estudió. Se preguntó qué le costaría hacerle perder totalmente la razón.
– Consultar el nuevo registro que están recopilando en Somerset House. Quiero averiguar quién es Montgomery Mountford.
Leonora pensó sólo un momento y luego asintió.
– Iré contigo. Dos personas buscando a la vez serán más rápidas que una.
Tristan hizo una pausa mientras lo consideraba, luego inclinó la cabeza.
– Muy bien. Te recogeré a las once.
Ella se quedó mirándolo; él no pudo interpretar la expresión en sus ojos, pero supo que estaba sorprendida, así que le sonrió. De un modo encantador. Cuando la expresión de Leonora se tornó recelosa, su sonrisa se amplió en un gesto auténtico, cínico y divertido. Le cogió la mano y se la llevó a los labios.
– Hasta mañana.
Lo miró a los ojos y arqueó las cejas con gesto altivo.
– ¿No deberías tomar algunas notas sobre el invernadero?
Tristan le sostuvo la mirada, le giró la mano y le dio un largo beso en la palma.
– Mentí. Ya tengo uno. -La soltó y retrocedió-. Recuérdame que te lo enseñe.
Con un asentimiento y una desafiante mirada final, la dejó.
Aún parecía recelosa cuando a la mañana siguiente llegó para recogerla en su coche. Tristan la miró a los ojos, la ayudó a subir al carruaje y Leonora levantó la cabeza y fingió absoluta normalidad. Él subió a continuación, tomó las riendas y se pusieron en marcha.
Tenía buen aspecto, estaba muy atractiva, con una pelliza azul oscuro abotonada sobre un vestido azul cielo. El sombrero le enmarcaba el rostro; sus delicados rasgos tenían un leve rubor, como si un artista hubiera aplicado su pincel a la más fina porcelana. Mientras guiaba sus dos caballos a través de las atestadas calles, a Tristan le resultó difícil comprender por qué no se había casado.
No podían estar tan ciegos todos los hombres de la buena sociedad de Londres. ¿Se había ocultado por alguna razón? ¿O su disposición dominante, la mordaz confianza en sí misma, la propensión a tomar el mando habían supuesto un reto demasiado grande?
Él era consciente de esos rasgos no muy admirables, pero por algún motivo incomprensible, esa parte suya, que ella y sólo ella había hecho que saliera a la luz, insistía en verlos como, más que un reto, una declaración de guerra. Como si Leonora fuera un enemigo que lo desafiara descaradamente. Eran todo tonterías, lo sabía. Sin embargo, la convicción era profunda y lo había llevado a aplicar su última táctica: acceder a su petición de acompañarlo a Somerset House. Él mismo se lo habría sugerido de no hacerlo ella, porque allí no habría ningún peligro.
Mientras estuviera con él, estaría a salvo, pero si la perdía de vista, si dejaba que se las arreglara sola, sin duda intentaría enfrentarse al problema, «su problema», como había declarado rotundamente, desde otro ángulo. Como ordenarle que dejara de investigar por su cuenta, obligarla a que lo hiciera, estaba más allá de sus actuales poderes, mantenerla a su lado lo máximo posible era incuestionablemente la estrategia más segura.
Mientras recorrían el Strand, hizo una mueca para sí mismo. Sus argumentos racionales sonaban tan lógicos… La compulsión que había tras ellos, la compulsión que usaba dichos argumentos para excusarse, era una novedad para él y algo claramente inquietante. Desconcertante. El repentino reconocimiento de que el bienestar de una dama ya madura y con una mente independiente era esencial para su tranquilidad lo impresionaba un poco.
Llegaron a Somerset House, dejaron el carruaje y los caballos al cuidado del lacayo que los acompañaba y entraron en el edificio. Sus pasos resonaron en la fría piedra. Un empleado los miró desde detrás de un mostrador. Tristan hizo su petición y los llevaron por un pasillo a un cavernoso vestíbulo. Hileras de armarios de madera llenaban el espacio, cada uno con múltiples cajones.
Otro empleado, informado de su búsqueda, les señaló una serie de armarios en concreto. Las letras MOU estaban grabadas en dorado en la parte delantera de la pulida madera.