– Les sugeriría que empezaran por ahí.
Leonora se acercó apresuradamente a los armarios; Tristan la siguió más despacio, en qué debían de contener los cajones, calculando cuántos certificados podría haber en cada cajón…
Su conjetura quedó confirmada cuando ella abrió el primero.
– ¡Dios santo! -Se quedó mirando la masa de papel amontonada en aquel espacio-. ¡Esto podría llevarnos días!
Tristan abrió el cajón de al lado.
– Menos mal que te ofreciste a venir.
Ella emitió un sonido sospechosamente similar a un resoplido contenido y empezó a comprobar los nombres. No fue tan malo como habían temido; en seguida localizaron al primer Mountford, pero el número de personas nacidas en Inglaterra con ese apellido era deprimentemente grande. Perseveraron y al final descubrieron que sí que había un Montgomery Mountford.
Leonora se quedó mirando el certificado de nacimiento.
– Pero ¡esto significa que tiene setenta y tres años!
Frunció el cejo, luego dejó el certificado en su sitio, miró el siguiente y el siguiente. Y el siguiente.
– Seis -masculló. Su tono exasperado confirmaba lo que Tristan había esperado-. Y ninguno puede ser él. Los cinco primeros son demasiado mayores y éste tiene trece años.
Él le apoyó una mano en el hombro brevemente.
– Comprueba con cuidado si no se ha archivado bien algún certificado. Yo hablaré con el empleado.
La dejó allí, hojeando los papeles y se acercó a la mesa del supervisor. Bastó una breve indicación para que éste le enviara en seguida a uno de sus empleados. Tres minutos más tarde, un pulcro individuo con una sobria vestimenta de funcionario del gobierno llegó.
Tristan le explicó lo que estaba buscando.
El señor Crosby se inclinó.
– Por supuesto, milord. Sin embargo, no creo que ese nombre sea uno de los nombres protegidos. Si me permite que lo verifique…
Tristan le hizo un gesto con la mano y Crosby avanzó por la estancia.
Desanimada, Leonora cerró los cajones, regresó a su lado y esperó hasta que el funcionario reapareció.
Se inclinó ante ella y luego miró a Tristan.
– Es como usted sospechaba, milord. A menos que falte un certificado, cosa que dudo mucho, no hay ningún Montgomery Mountford de la edad que ustedes buscan.
Tristan le dio las gracias y se llevó a Leonora fuera. Se detuvieron en la escalera y ella se volvió hacia él. Lo miró a los ojos.
– ¿Por qué usaría alguien un nombre falso?
– Porque -Tristan se puso los guantes para conducir y se notó la mandíbula tensa- no trama nada bueno. -Volvió a tomarla del codo y la urgió a bajar la escalera-. Vamos, demos un paseo.
La llevó a Surrey, a Mallingham Manor, ahora su hogar. Lo hizo tan impulsivamente que supuso que distraerla era algo que sentía cada vez más necesario. Un tipo que usaba un nombre falso no era un buen augurio en absoluto.
Desde el Strand, atravesó el río, alertándola inmediatamente del cambio de dirección. Pero cuando le explicó que tenía que atender unos asuntos en su propiedad para poder regresar a la ciudad libre y poder continuar con el asunto de Montgomery Mountford, el ladrón fantasma, ella aceptó en seguida.
El camino era directo y estaba en unas condiciones excelentes. Además, los caballos estaban frescos y ansiosos por hacer ejercicio. Atravesaron las elegantes verjas de hierro forjado a tiempo para el almuerzo. Cuando avanzaron por el camino de entrada, Tristan se dio cuenta de que la atención de Leonora estaba centrada en la enorme casa que se erigía ante ella. Se encontraba en medio de unos cuidados prados y unos parterres. El camino de grava llevaba a un patio delantero circular ante las imponentes puertas de entrada.
Siguió su mirada; sospechaba que él veía la casa como ella la veía, porque aún no se había acostumbrado a la idea de que aquello fuera ahora suyo, su hogar. Durante siglos, allí se había levantado una casa señorial, pero su tío abuelo la había renovado y reformado con celo. Lo que ahora tenían delante era una mansión construida con piedra de color crema, frontispicios sobre todas las ventanas y falsas almenas por encima de la larga línea de la fachada.
Los caballos llegaron al patio delantero. Leonora exhaló.
– Es hermosa. Tan elegante…
Tristan asintió, permitiéndose reconocerlo, permitiéndose admitir que su tío abuelo había hecho algo bien.
Un mozo del establo llegó corriendo cuando él bajó. Dejó el coche y los caballos al cuidado del sirviente y ayudó a bajar a Leonora. Luego, la acompañó por la escalera.
Clitheroe, el mayordomo de su tío abuelo, y ahora el suyo, abrió la puerta antes de que llegaran arriba, mientras les dedicaba su habitual sonrisa cordial.
– Bienvenido a casa, milord. -El hombre incluyó a Leonora en su sonrisa.
– Clitheroe, ésta es la señorita Carling. Almorzaremos aquí, luego atenderé algunos asuntos antes de regresar a la ciudad.
– Perfecto, milord. ¿Debo informar a las damas?
Mientras se quitaba el abrigo, Tristan reprimió una mueca.
– No. Yo mismo acompañaré a la señorita Carling para que las conozca. Supongo que están en la salita de estar, ¿no?
– Sí, milord.
Acto seguido, ayudó a Leonora a quitarse la pelliza y se la entregó a Clitheroe. Colocó sus manos en su brazo y le señaló con la otra el vestíbulo.
– Creo que te mencioné que tenía a varias damas, tanto familiares como conocidas, viviendo aquí.
Leonora lo miró.
– Sí. ¿Son tías tuyas, como las otras?
– Algunas, pero las dos más notables son mis tías abuelas Hermione y Hortense. A esta hora del día, todas ellas deben de estar en la salita. -La miró a los ojos-. Chismorreando.
Se detuvo y abrió una puerta. Como para demostrar su afirmación, el agitado parloteo femenino cesó inmediatamente.
La condujo al interior de una estancia llena de luz gracias a una serie de ventanas que daban a una bucólica escena de suaves prados que acababan en un lejano lago. Leonora se encontró ante un grupo de damas, contó ocho, que la observaban sin pestañear. Parecían muertas de curiosidad.
Sin embargo, no parecían desaprobarla.
Eso fue evidente al instante, cuando Trentham, con su habitual gentileza, le presentó a su tía abuela, lady Hermione Wemyss. La mujer sonrió y le dio una sincera bienvenida. Ella le hizo una reverencia y respondió.
Y lo mismo sucedió con todo el círculo de rostros, que le mostraron varios grados de alegría. Al igual que las seis viejas damas de su casa de Londres, aquellas mujeres se sentían sinceramente contentas de conocerla. Leonora en seguida descartó su primer pensamiento de que, quizá, por algún motivo, no hacían vida social y estaban desesperadas por tener visitas, y por lo tanto habrían estado encantadas con cualquiera que hubiera ido a verlas, porque, en cuanto se sentó en una silla que Trentham le trajo, lady Hortense empezó a explicar sus últimas visitas y lo ilusionadas que estaban con la fiesta de la iglesia local.
– Por aquí, siempre pasa algo, ¿sabe? -le confió Hortense-. Es imposible aburrirse.
Las otras asintieron e intervinieron ansiosas, hablándole de los paisajes locales y las comodidades que la propiedad y el pueblo ofrecían, antes de animarla a que les contara algo de sí misma.
Confiada y segura en semejante compañía, les respondió sin problemas. Les habló de Humphrey y de Jeremy, y de su trabajo, también de los jardines de Cedric, de todo el tipo de cosas que a las damas mayores les gustaba saber.
Trentham, que se había quedado de pie junto a su silla, con una mano apoyada en el respaldo, retrocedió.
– Si me disculpan, señoras, me reuniré con ustedes para el almuerzo.
Todas sonrieron y asintieron; Leonora alzó la vista y se encontró con los ojos de él. Pero entonces, su tía abuela, lady Hermione, reclamó su atención y Trentham se inclinó para escucharla. Leonora no pudo oír lo que le dijo la dama. Con un asentimiento de cabeza, él se irguió y salió de la sala. Leonora observó cómo su elegante espalda desaparecía por la puerta.