– Mi querida señorita Carling, díganos…
Ella se volvió de nuevo hacia Hortense.
Podría haberse sentido abandonada, pero eso resultaba imposible con la compañía. Las viejas damas se esforzaron por entretenerla y no pudo evitar corresponderles. La verdad era que se sintió intrigada por la miríada de datos que dejaron caer sobre Trentham y su predecesor, su tío abuelo Mortimer. Leonora escuchó suficiente información para comprender cómo era que Trentham había heredado todo aquello; también oyó hablar a Hermione del carácter agrio de su hermano y del poco afecto que sentía por la rama de la familia a la que el joven conde pertenecía.
– Siempre decía que eran unos gandules. -Hermione resopló-. Tonterías, por supuesto. En realidad, se sentía celoso porque podían ir de acá para allá mientras él tenía que quedarse en casa y cuidar de las tierras familiares.
Hortense asintió.
– Y el comportamiento de Tristan estos últimos meses ha demostrado lo equivocado que estaba Mortimer. -Miró a Leonora a los ojos-. Es un hombre muy sensato. No de esos que eluden sus deberes, sean los que sean.
El comentario fue recibido con gesto de asentimiento por parte de todas las damas. Leonora sospechaba que tenía algún significado más allá de lo obvio, pero antes de que pudiera pensar en algún modo de interrogarlas con cierto tacto, una colorida descripción del vicario y de la rectoría la distrajo.
A una parte de ella le gustó, incluso disfrutó con los sencillos cotilleos de la vida rural. Cuando el mayordomo llegó para anunciar que el almuerzo estaba listo, se levantó sobresaltada al darse cuenta de lo bien que lo había pasado en aquel inesperado interludio.
Aunque las damas habían sido unas compañeras agradables y educadas, era el tema lo que la había enganchado; la charla sobre Trentham y toda la serie de acontecimientos en el campo.
Se dio cuenta de que había echado de menos aquello.
El conde las esperaba en el comedor y le ofreció una silla a su lado.
La comida fue excelente; la conversación no decayó en ningún momento, aunque tampoco fue forzada. A pesar de la inusual composición de la mesa, los comensales parecían relajados y felices.
Al final de la comida, Tristan miró a Leonora, echó la silla hacia atrás y recorrió a sus tías con la mirada.
– Si nos disculpan, hay unos últimos asuntos que tenemos que atender y luego debemos regresar a la ciudad.
– Oh, claro.
– Por supuesto. Nos ha gustado mucho conocerla, señorita Carling.
– Haga que Trentham la vuelva a traer, querida.
Él se levantó, tomó la mano de Leonora y la ayudó a levantarse. Impaciente, aguardó mientras ella se despedía del grupo de ancianas, luego la llevó fuera de la estancia y la guió a su ala privada.
De mutuo acuerdo, sus tías no invadían su dominio privado, y el hecho de guiar a Leonora por el largo pasillo lo tranquilizó de un modo irracional.
La había dejado con el grupo de damas sabiendo que la entretendrían. Así él podría concentrarse en sus asuntos y encargarse de ellos más rápida y eficazmente si no contaba con su presencia. Sin embargo, no había tenido en cuenta la irracional compulsión que lo embargaba y le hacía necesario saber no sólo dónde estaba, sino cómo estaba.
Abrió la puerta y la hizo pasar a su estudio.
– Si me esperas unos pocos minutos, acabaré con unos cuantos asuntos más y luego podremos marcharnos.
Leonora inclinó la cabeza y se acercó al sofá que había ante el hogar. Tristan observó cómo se acomodaba, con los ojos fijos en el fuego. Su mirada descansó en ella un momento, luego se dio la vuelta y se dirigió a su escritorio.
Con Leonora en la estancia, a salvo, feliz y callada, le resultó más fácil concentrarse; aprobó rápidamente varios gastos, luego empezó a estudiar diversos informes. Incluso cuando ella se levantó y se acercó a la ventana para contemplar la vista de los prados y los árboles, apenas levantó la cabeza, lo justo para comprobar qué estaba haciendo; luego volvió al trabajo.
Quince minutos más tarde, había despejado la mesa lo suficiente como para poder pasar en Londres las próximas semanas y centrar toda su atención en el ladrón fantasma. Y, por consiguiente, si las cosas seguían desarrollándose en esa dirección, también en Leonora.
Apartó la silla, alzó la mirada y la vio apoyada en el marco de la ventana, observándolo.
Sus ojos azul índigo se mantuvieron firmes.
– No te pareces en absoluto a uno de esos leones de la sociedad.
Tristan le sostuvo la mirada, de un modo igual de directo.
– No lo soy.
– Pensaba que todos los condes, especialmente los solteros, lo eran por definición.
Tristan arqueó una ceja al tiempo que se levantaba.
– Este conde nunca esperó el título. -Se acercó a ella-. Nunca imaginé que lo heredaría.
Cuando llegó a su lado, Leonora lo miró inquisitiva.
– ¿Y lo de soltero?
Tristan vaciló, tras un momento, dijo:
– Como acabas de decir, ese adjetivo sólo gana estatus cuando va unido al título.
Ella estudió su rostro, luego apartó la vista.
Él siguió la dirección de sus ojos más allá de la ventana, hacia la tranquila escena de fuera.
– Tenemos tiempo para un paseo antes de regresar.
Leonora lo miró antes de volver a contemplar el bonito paisaje.
– Estaba pensando en lo mucho que echo de menos los placeres del campo. Sí, me gustaría dar un paseo.
La llevó a una sala anexa, atravesaron unas puertas de cristal y salieron a una terraza apartada. Los escalones daban al prado, aún verde a pesar de la crudeza del invierno. Echaron a andar. Tristan le preguntó:
– ¿Quieres tu pelliza?
Leonora sonrió y negó con la cabeza.
– Al sol no hace tanto frío, aunque no brille con demasiada fuerza.
La gran casa los protegía de la brisa. Tristan se volvió hacia ella. Cuando lo hizo, se la encontró observándolo.
– Debió de ser una conmoción descubrir que habías heredado todo esto -abarcó con la mano más allá del tejado y los muros-, dado que no lo esperabas.
– Lo fue.
– Parece que te las has arreglado bastante bien. Tus tías parecen muy satisfechas.
Una sonrisa sobrevoló sus labios.
– Oh, lo están. -El hecho de que la hubiera llevado allí había garantizado que así fuera.
Miró hacia el lago. Leonora siguió su mirada. Caminaron hasta la orilla, luego pasearon por allí. Ella distinguió una familia de patos. Se detuvo y se protegió los ojos con la mano para verlos mejor.
Tristan se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y la contempló. Dejó que sus ojos se demoraran en la imagen de ella de pie junto al lago, a la débil luz del sol, y sintió que una satisfacción que nunca antes había sentido lo inundaba. No tenía ningún sentido fingir que el impulso de llevarla allí no había sido provocado por un primitivo instinto de tenerla a salvo tras aquellos muros que eran suyos.
Verla a su lado, estar con ella allí, era como descubrir otra pieza de un rompecabezas aún por montar.
Ella encajaba perfectamente. Y eso lo inquietaba.
Normalmente la inactividad lo impacientaba. Sin embargo, se sentía feliz caminando a su lado, sin hacer nada. Como si estar con Leonora hiciera permisible para él limitarse a estar, como si ella fuera suficiente motivo para su existencia, al menos en ese momento. Ninguna otra mujer le había causado ese efecto y darse cuenta sólo aumentaba su necesidad de anular la amenaza que se cernía sobre ella.
Como si percibiera el repentino endurecimiento de su estado de ánimo, Leonora lo miró. Con los ojos muy abiertos, estudió su rostro. Tristan se puso su habitual máscara y le sonrió sin problemas, pero ella frunció el cejo y, antes de que pudiera preguntar nada, él la cogió del brazo.