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En realidad, no estaba segura de si deseaba tener ninguna, si deseaba alguna explicación. Tampoco era que Trentham hubiera mostrado intenciones de darle una, pero eso parecía formar parte del juego, parte de la creciente euforia, de la excitación. Del intenso deseo. Esto último no lo había esperado, pero sin duda lo sentía. En ese momento podía comprender lo que nunca había comprendido antes: por qué algunas mujeres, incluso damas de eminente sentido común, satisfacían las demandas físicas de un caballero. No era que Trentham hubiera hecho ninguna demanda real. Todavía. Si pudiera saber cuándo lo haría, y cuáles serían esas demandas, estaría en mejores condiciones de planear su respuesta, pero tal como estaban las cosas… sólo podía especular.

Estaba concentrada en esa cuestión cuando el coche redujo la velocidad. Leonora parpadeó, miró a su alrededor y descubrió que estaban en casa. Trentham detuvo el carruaje frente al número 12, le entregó las riendas al lacayo y luego la bajó hasta la acera. Con las manos en su cintura, la contempló. Ella le devolvió la mirada y no hizo ademán de alejarse. Trentham curvó los labios, los abrió…

Se oyeron pasos cerca, sobre la gravilla. Ambos se volvieron.

Gasthorpe, el mayordomo de Tristan, un hombre rechoncho de pelo encrespado y entrecano se acercó corriendo por el camino que llevaba al número 12. Cuando llegó hasta ellos, se inclinó.

– Señorita Carling.

Leonora se había encargado de presentarse a Gasthorpe el día después de que éste se hubiera instalado. Ella le sonrió e inclinó la cabeza.

El mayordomo se volvió entonces hacia Trentham.

– Milord, disculpe la interrupción, pero quería asegurarme de que se pasara por la casa. Los carreteros han traído los muebles para el primer piso. Le agradecería que echara un vistazo a la mercancía y me diera su aprobación.

– Sí, por supuesto. Iré en un momento…

Leonora lo cogió del brazo para atraer su mirada hacia ella.

– La verdad es que me encantaría ver qué le habéis hecho a la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar contigo? -Sonrió-. Me gustaría ayudar; la visión de una dama a menudo es diferente en asuntos así.

Trentham la miró, luego miró a Gasthorpe.

– Es bastante tarde. Tu tío y tu hermano…

– No se habrán dado cuenta de que no estoy en casa. -Se moría de curiosidad; mantenía los ojos muy abiertos y fijos en la cara de él, que torció la boca y apretó los labios; volvió a mirar a Gasthorpe.

– Si insistes. -Leonora lo cogió del brazo y Tristan se dirigió hacia el camino-. Pero sólo se ha amueblado el primer piso.

Ella se preguntó por qué estaba siendo tan inusitadamente tímido; luego lo achacó a que era un caballero encargado de acondicionar una casa. Algo para lo que sin duda no se sentía preparado.

Ignorando su reticencia, avanzó con él por el camino. Gasthorpe se había adelantado y les sostenía la puerta abierta. Leonora atravesó el umbral y se detuvo para mirar a su alrededor. La última vez que vio el vestíbulo había sido entre las sombras de la noche, cuando las sábanas protectoras de los pintores lo cubrían todo y la estancia se encontraba vacía y desnuda.

La transformación ya se había completado. El lugar se veía sorprendentemente claro y espacioso, no oscuro y sombrío, una impresión que ella asociaba a los clubes de caballeros. Sin embargo, no había ni un solo objeto de cierta delicadeza para suavizar las líneas austeras y elegantes; ningún papel con ramitas en la pared. El sitio le resultaba más bien frío, casi lóbrego en su carencia de cualquier detalle femenino, pero podía ver a hombres, hombres como Trentham, reuniéndose allí.

Y ellos no percibirían esa falta.

Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones del piso inferior. Con un gesto, le señaló la escalera. Leonora la subió mientras se percataba del brillo en la barandilla y del grosor de la alfombra que cubría los peldaños. Era evidente que no se había reparado en gastos.

En el primer piso, Trentham la adelantó y la guió hasta la habitación de la parte delantera de la casa. En medio de la estancia había una gran mesa de caoba, con ocho butacas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. En una pared se veía un aparador y un largo escritorio en otra.

Tristan miró a su alrededor, revisando rápidamente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían previsto; miró a Gasthorpe y asintió, luego, con un movimiento de la mano, dirigió a Leonora hacia la estancia que había al otro lado del rellano.

El pequeño despacho con su escritorio, el mueble de cajones y dos sillas, no requirió nada más que una breve mirada. Se dirigieron a la habitación del fondo, la biblioteca.

El comerciante al que le habían comprado los muebles, el señor Meecham, estaba supervisando la colocación de una gran estantería. Les lanzó una fugaz mirada, pero en seguida volvió a dirigir la atención hacia sus ayudantes, a los que les indicó con la mano primero hacia un lado, luego hacia el otro, hasta que la pesada estantería estuvo colocada como él deseaba y la apoyaron en el suelo con audibles gruñidos.

Meecham se volvió hacia Tristan con una amplia sonrisa.

– Bueno, milord. -Hizo una reverencia, luego miró a su alrededor con evidente satisfacción-. Creo que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.

Tristan no vio motivo para contradecirlo; la estancia parecía acogedora, limpia y despejada, aun contando ya con una multitud de cómodos sillones y numerosas mesitas auxiliares a la espera de sostener una copa de buen brandy. Había dos librerías, en ese momento vacías. Aunque era la biblioteca, no era muy probable que se retiraran allí a leer novelas. Hojas informativas, periódicos e informes, y revistas deportivas seguramente sí, pero la función primordial del lugar sería proporcionarles una tranquila relajación, y si allí se pronunciaba alguna palabra, sería entre murmullos.

Miró a su alrededor y pudo imaginárselos a todos allí, en privado, callados, pero amigables en su silencio. Volvió a mirar a Meecham y asintió.

– Buen trabajo.

– Sí, sí. -Satisfecho, el hombre indicó a sus trabajadores que se retiraran-. Les dejaremos para que disfruten de lo que hasta ahora hemos colocado. Haré que le entreguen el resto del mobiliario a lo largo de esta semana.

Hizo una profunda reverencia y Tristan inclinó la cabeza a modo de despedida.

El mayordomo lo miró.

– Acompañaré al señor Meecham, milord.

– Gracias, Gasthorpe. Ya no te necesitaré más. No hará falta que nos acompañes a la puerta.

Con un asentimiento y una mirada elocuente, el sirviente se retiró.

Tristan hizo una mueca para sus adentros, pero ¿qué podía hacer? Explicarle a Leonora que no se permitía la entrada de mujeres en el club, no más allá de la pequeña salita de la parte delantera, inevitablemente daría lugar a preguntas que él y sus compañeros en el club preferirían que no se les plantearan nunca. Responderlas sería demasiado arriesgado, algo similar a tentar a la suerte.

Mejor ceder terreno cuando no importaba realmente y no podía hacer ningún daño que explicar qué había tras la formación del club Bastion.

Leonora se había apartado de él. Tras pasar los dedos por el respaldo de un sillón, se había acercado a la ventana y ahora contemplaba las vistas.

Su propio jardín trasero.

Tristan esperó, pero ella no regresó a su lado. Tras soltar un discreto suspiro un poco resignado, atravesó la estancia. La rica alfombra turca amortiguó sus pasos. Se detuvo junto a la ventana y se apoyó en el marco.

– Solías mirarme desde aquí, ¿verdad?

CAPÍTULO 07

Tristan consideró todas las opciones antes de responder:

– A veces.

Leonora mantuvo los ojos fijos en él, luego volvió a mirar el jardín.

– Por eso sabías quién era cuando me topé contigo aquel día.

A ese comentario él no contestó, luego se quedó preguntándose qué estaría pensando ella.